El periodismo es, por naturaleza, un oficio vanidoso. O, si me apuran, una profesión repleta de vanidosos. Una vanidad que nos ha impedido, en la mayoría de las ocasiones, mirar con sentido autocrítico hacia dentro
con el objetivo de readaptar nuestro papel en la sociedad. Hoy hemos
perdido nuestro lugar en ella, no sólo por no disfrutar del tan preciado
monopolio de la información con el que tan cómodos nos sentíamos, sino
por la pérdida del prestigio y credibilidad imprescindibles para esa
noble tarea.
Por eso, hoy más que nunca es necesaria la autocrítica. Necesaria para contemplar lo excesivamente bien valorados que nos tenemos a nosotros mismos.
Hemos recibido durante años un cheque en blanco de la sociedad tan
peligroso que nos hemos creído con la potestad de juzgar en el nombre de
la libertad de expresión y de información. En la mayoría de las
ocasiones, no contamos las historias que suceden a diario para
explicarle a los ciudadanos lo que ocurre a su alrededor, sino que tratamos de decirle a éstos cómo y qué tienen que pensar. Pese a todo, no somos jueces ni un poder en sí mismo ni estamos en posesión de la verdad absoluta.
Autocrítica para desterrar de una vez un periodismo de trinchera que no hace más que agrandar la distancia entre la sociedad y los medios de comunicación. Decía hace poco la ya ex Defensora del Lector de El País,
Milagros Pérez Oliva, que no hay nada más triste para el periodismo que
ver cómo los ciudadanos se ven en la obligación de acudir varios medios
y, a través de una media aritmética, hacerse una idea de la realidad.
¿Hasta cuándo los hechos dejarán de ser una mercancía manipulable para
ser un bien sagrado?

Autocrítica para corregir esa cercanía con el poder
que tanto daño nos está haciendo. En muchas ocasiones, escribimos para
el político de turno, el anunciante de turno o el consejo de
administración de turno. Nos olvidamos de que nos debemos a los
ciudadanos y que nuestra tarea siempre tiene que tener a ellos como el
horizonte. Hay que saber encontrar la distancia ideal entre el
periodista y el poder o los propios hechos para estar lo suficientemente
alejado como para no perder la perspectiva y lo suficientemente cerca
como para poder olfatear la noticia.
Autocrítica para convencernos a nosotros mismos de que la carrera del último minuto es un arma de doble filo.
Hay que valorar en su justa medida esa tendencia, pues en la mayoría de
las ocasiones es preferible no llegar el primero pero contar bien la
historia. La excesiva velocidad también puede matar al buen periodismo.
Autocrítica para darnos cuenta de que nos hemos olvidado de las historias inspiradoras,
de superación, que sirvan de ayuda a los que realmente lo están pasando
mal. Nos hemos instalado en la creencia de que hay que poner el foco
exclusivamente en lo negativo que es, a la postre, lo noticioso o lo que
creemos que nos dará lectores. Un craso error que nos lleva al círculo
vicioso en el que nuestro trabajo pierde gran parte de la utilidad
social que se le supone.
¿Quiere decir esto que se hace un mal periodismo? En absoluto. Hay mucho y muy buen periodismo todos los días y en el que también hay que poner el acento.
Pero también hay mucho que mejorar y eso sólo se consigue a través de
la autocrítica, de la reflexión pausada sobre nuestro papel en la
sociedad y sobre lo que estamos haciendo hoy para cumplirlo.
La tormenta perfecta en lo económico pasará, pues se encontrará un
modelo de negocio firme pese a las dificultades (otra cuestión será el
número de bajas que acarreará). La revolución tecnológica seguirá
cambiando, poco a poco, la forma de contar historias (y de consumirlas),
pero acabaremos adaptándonos. Pero lo que tiene que llegar es una autocrítica con la que empezar de cero,
con la que zarandear conciencias para seguir siendo útiles a la
sociedad, para seguir contando, contextualizando, explicando… Sin ella,
el periodismo en mayúsculas, aquel que es tan necesario en un mundo cada
vez más complejo, está condenado a morir.
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