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viernes, 13 de abril de 2012

Elogio del gris

Circulaba un chiste en Polonia durante los años ochenta. Quien lo contaba simulaba ilusión para celebrar que finalmente era posible la salida de las tropas soviéticas. Hay dos posibilidades: una es estrictamente racional y la otra, milagrosa. La racional es que se aparezca San Jorge en Varsovia y derrote con su espada al ejército ruso como lo hizo con el dragón. La milagrosa es que los rusos decidan irse y regresen a Moscú por su propio pie. A Adam Michnik le tocó en suerte vivir, y obrar en parte, ese milagro. Lo recuerda líricamente en su libro más reciente, En busca del sentido perdido (University of California Press, 2011): “La revolución pacífica de Solidaridad fue verdaderamente hermosa. Un carnaval de libertad, patriotismo y verdad. El movimiento reveló lo más valioso en la gente: su tolerancia, su nobleza, su generosidad. El movimiento construyó, no destruyó; restauró la dignidad sin ceder a la tentación de la venganza. Nunca antes, nunca después sería Polonia un lugar tan lindo, su gente tan libre, tan igual, tan amable”. Su crónica de lo que fue de ese cambio detalla la perversión de aquella magia: tras la belleza, la mezquindad; tras los acuerdos, el escándalo; tras la sensatez, el apetito de venganza.
gris
Es cierto que la transición democrática por vía milagrosa no aparece en los manuales de la politología contemporánea. El prodigio polaco consistió, tal vez, en romper el cristal de lo pensable. Timothy Garton Ash ha apuntado que la intensidad revolucionaria de Solidaridad fue la puesta en escena de una gigantesca simulación. Si en Praga Václav Havel hablaba del deber de “vivir en la verdad” para romper con el fisco de las mentiras, en Gdansk el sindicato se rebeló actuando “como si” Polonia fuera ya un país libre. De ahí brotó lo insospechado: el fingimiento de libertad empezó a ser experiencia de libertad. Se trató de una revolución que ponía de cabeza el modelo que los franceses habían acuñado doscientos años antes: un cambio radical pero sin violencia; una revolución sin guillotina. Integrante del comité ciudadano de Solidaridad, Michnik aconsejó siempre la negociación que, naturalmente, repudiaban los radicales de ambos flancos. Dentro de Solidaridad los puros advertían que no era el régimen el que legalizaba al sindicato sino que eran ellos quienes legitimaban al régimen al negociar con él. Michnik sabía que la apertura no sería efecto de la pureza sino de la transacción.

Bajo un Estado que se proclamaba obrero, las huelgas organizadas por un sindicato ilegal no llevaban el signo de la lucha de clases. En contraste con ese vocabulario, Solidaridad habló desde su inicio, en agosto de 1980, de una Polonia común. Durante siete años sobrevivió saliendo a la calle y escondiéndose bajo tierra pero comprometido siempre con la autonomía y rehusando enfáticamente la violencia. A John Keane, el periodista del diálogo, le compartió su convicción de que la fuerza es maldición. Quien usa la violencia para alcanzar el poder, la usará para mantenerse en el poder. La violencia no se empuña como una espada: la violencia devora a quien la invoca. Quien aprende a golpear no deja de golpear: “en nuestro siglo, la lucha por la libertad se ha obsesionado con el poder, en lugar de empeñarse en la creación de una sociedad civil. Por eso ha terminado siempre en el campo de concentración”.2 Solidaridad representaba un cambio radical porque no oponía una utopía alterna a la utopía oficial: una revolución antiutópica. Se trataba de algo completamente nuevo en el horizonte europeo, dice Michnik: un anhelo de imperfección política para una sociedad sin héroes. La moderación como la más radical de las subversiones. El orden totalitario empezó a erosionarse cuando el tono de la disidencia cambió. La Gran Aspiradora no pudo reabsorber a la naciente sociedad civil. Solidaridad no disparó un tiro pero le rompió los dientes al régimen.


Durante años se enfrentaron un sindicato ilegal y un partido único. Solidaridad era un coloso con pies de hierro y manos de barro: tenía poder en las fábricas pero ninguna responsabilidad pública. Fuerte para patear, débil para hacer. El poder, por su parte, lo controlaba todo formalmente pero era cada vez más incapaz de administrar algo con mínima eficacia: un coloso con pies de barro y manos de hierro. El único poder del régimen era la fuerza; la única presencia del sindicato era en la sociedad. El uno necesitaba al otro. El reconocimiento de esa dependencia mutua fue el origen del pacto de transición que se volvería tan modélico como aquel de la Moncloa.


La antiutopía que llamamos democracia llegó para cumplir su oferta de decepción. Para empezar, operó un cambio cromático: la realidad que, bajo el totalitarismo se ve blanca o negra y que en tiempos de intensidad revolucionaria adquiere el brillo del rojo, se convirtió en gris. El color de la verdad es gris, decía Gide. Ése es el color también de la democracia: ahí está su encanto, su valor, su belleza. La democracia es crónicamente imperfecta y por eso puede ser la mejor vestimenta para el cuerpo humano.


Polonia pudo haber cumplido en pocos años todas sus ilusiones: recuperó libertades, fundó una democracia parlamentaria, ganó independencia, se integró a Europa, abrió su economía. Y sin embargo, escribe Michnik en su libro más reciente, el país está furioso.2 Tal vez los costos del terciopelo son más elevados de lo que se pensaba originalmente. En ausencia de una “catarsis revolucionaria”, ha dicho Garton Ash, se extiende sobre las democracias pactadas una sospecha de acuerdos indignos entre la vieja y las nuevas elites y, sobre todo, se filtra en la conciencia un sentido de profunda injusticia. En ese sentimiento incuba la tentación populista de la venganza. Michnik no lo esperaba, pero ha advertido que, con la competencia electoral, se reavivó en su país la siniestra tradición de cazar brujas, de delatar infieles, de purgar a los sucios. En el afán de venganza, el polaco no ve solamente una injusticia que reactiva los resortes del miedo y la complicidad de la opresión previa, sino el estrangulamiento de la democracia. Bajo el odio, la desconfianza y el miedo no puede entablarse el diálogo que la sostiene.


Después de haber alabado la hermosa transición, Michnik detalla las razones del desengaño. Subraya, por ejemplo, la importancia del liderazgo fundacional: el efecto devastador de un mal ejemplo en tiempos críticos. Si Lech Walesa fue un opositor admirable, si fue capaz de encarnar el sueño de muchos, como gobernante se empeñó en derruir su prestigio. Su ambición, su terquedad, sus caprichos y su incompetencia hirieron a la nueva democracia. El nuevo régimen no encontró ejemplos de dignidad y eficacia en su primer gobierno. Ha sido muy difícil encontrarlo después. El sindicato convertido en partido gobernante se volvió un penoso remedo del viejo poder. Solidaridad quiso controlar todos los hilos del mando o más bien ocupar todas las sillas de la burocracia; favorecer a los suyos con cheques y beneficios. En lugar de abrir el espacio al talento, el nuevo gobierno se dedicó a pagarle a sus leales. Así, el nuevo gobierno no fue capaz de conferirle prestigio al régimen democrático. A la denuncia de la dictadura abusiva, siguió la indignación con los políticos “que son todos iguales”. Y si la Iglesia fue, en tiempos de oposición, una reserva de digna autonomía frente al poder, tras la caída del comunismo recuperó sus vicios más antiguos: soberbia, xenofobia, intolerancia. Pudo verse de este modo que la democracia no asegura el asentamiento de un piso común. Por el contrario, la urgencia de la ventaja inmediata puede canibalizar la política. El odio es rentable, la venganza es provechosa y el rencor un pedestal de reputación. Mediocridad, intransigencia, esterilidad, polarización. La ejemplar transición dio paso a una aberrante inquisición ultraconservadora. La mesa redonda convertida en coliseo de humillaciones públicas.


Y a pesar de todo, insiste Michnik, el mejor recipiente político de nuestra imperfección sigue siendo el régimen del gris. Siempre será preferible la defectuosa democracia a la brillantez de una dictadura. Para decirlo con palabras de Adam Zagajewski, sólo una democracia nos permite saborear la responsabilidad. Sólo ahí asumimos el riesgo de elegir y cometer errores.

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