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sábado, 22 de octubre de 2011

¿Votar por los malos o por los malditos?

Tú y yo vivimos rodeados por las personas de nuestra familia: a algunas las queremos mucho y con otras nos llevamos un poco peor. Si salimos de casa, están los vecinos: los hay muy simpáticos y otros que no saludan ni al entrar en el ascensor. Más allá está la gente de nuestra propia colonia: el quiosquero al que compras periódicos, la señora de la tienda de la esquina, los del valet parking que a diario te ganan el veintiúnico lugar que quedaba en la calle… y muchos más.

Añade a la lista tus compañeros de trabajo o escuela, la gente que viaja contigo en el metro y en el autobús, los compas con los que parrandeas a veces, las chicas buena onda que se encuentran ya por doquier, todos los rostros que aparecen en la televisión y en el cine… ¡yo qué sé! ¿Has intentado calcular alguna vez a cuánta gente conoces? ¿A cuántos seres humanos has visto en tu vida, aunque no sea más que unos pocos segundos? Di los que quieras: seguro que te equivocas y son más.

Y de todos ellos tenemos la costumbre de clasificar como buenos y malos, en este caso y específicamente me refiero a nuestros políticos o contendientes electorales por los cuales ayer votamos…a los que clasificaría como los “malos” y los “malditos”. Normalmente consideramos “malo” a quien tiene mala idea, mala intención. Es decir, el que hace daño a otro a propósito. Pero, ¿y los que fastidian al prójimo con la mejor intención del mundo, los que le hacen daño “por su bien”? Estos malos a fuerza de ser buenos pueden resultar en ocasiones los peores de todos…

Hay tipos convencidos de que saben lo que conviene a los otros mejor que ellos mismos. Como aquel boy-scout que dedicó enormes esfuerzos durante toda una mañana para ayudar a cruzar la calle a un ciego… que no quería cruzar. Tales protectores de gente nos dicen lo que tenemos que comer, lo que tenemos que beber, si debemos fumar o no, cómo debemos vestir y hasta lo que tenemos que pensar. Si se limitaran a informarnos de lo que según ellos es mejor para nosotros, hasta podríamos agradecérselo y todo. A fin de cuentas, un consejo dado con buena intención nunca hace daño… especialmente si uno no lo sigue. Pero lo malo es que están dispuestos a “obligarnos” a que les hagamos caso. Eso sí, siempre por nuestro bien.

Y ahora me viene a la mente los discursos paternalistas de nuestros políticos, las palmaditas de consuelo que nos suelen dar tras acontecimientos fatídicos y nada alentadores en nuestro país. Ayer publiqué en un tuit: “Los pueblos, al igual que los hombres, se contentan con palabras. Casi invariablemente les basta con las apariencias; no piden nada más”….

Vivo en el Estado de México, y unas cuantas veces fui funcionario de casilla. Con apenas cumplidos los 18 años, por aquellos tiempos recuerdo que mis elecciones estaban basadas en muy poco conocimiento político, nunca me cuestioné mi voto, pues para mí todo lo que me sonara a oposición era como una secta de Malditos Zombies que nos atacaría y dejarían en la miseria. “Si las historias para niños fueran de lectura obligatoria para los adultos, seríamos capaces de aprender lo que llevamos tanto tiempo enseñando”.

Nuestros políticos son unos de estos “malos” que mercadológicamente están llenos de buena intención, pero solo en apariencia.  Ellos se consideran a sí mismos como los mejores amigos del pueblo, con discursos en donde hablan de sus fantasías heroicas futuristas. Ilusoriamente nos prometen ir por el mundo ayudando a los débiles, arreglando injusticias y salvando a las princesas que han tenido la mala suerte de ser raptadas por algún malvado brujo (¡oh perdón! De pronto me ubique dentro de un cuento de hadas).

Claro que no toda la culpa se la llevan ellos, sino aquellos que votan creyendo en éstas ilusiones que nada tienen que ver con la realidad. Hoy en día y a través de las redes sociales, todo el mundo (¡ash! ya me he dicho 2,000 veces que debo dejar de ser exagerada) se ríe del aspecto chungo de los candidatos a gobernar nuestros estados. Ya no hay brujos, ni princesas, ni… bueno, injusticias todavía hay, eso no se puede negar, pero si no sabe arreglarlas la policía seguro que tampoco las enmienda ningún “Goberneitor”.

De modo que ahí tenemos a los ganadores. ¡Ay, madre mía!

No me toca más que chutarme las imágenes en la televisión de alguno de ésos vencedores, empuñando su lanza…(¡ups! bueno no)…haciendo uso del micrófono para promulgar su mensaje a todas las personas de buena voluntad, diciendo: “Que cada hombre debe luchar por lo que considera justo y ayudar a quienes ve en peligro aunque todo el mundo se ría de él y aunque se lleve una buena paliza de vez en cuando”. (si te suena este discurso, ¡!créeme!! es mera coincidencia).

Lo que necesitamos de verdad no son gobernadores que nos salven de nuestra mísera o maldita situación política-social, sino hombres de verdad honestos a quién podamos imitar. En cierto modo, somos imitadores de quien nos rige: hombres disfrazados cuyo propósito no es luchar contra magos y otros malandrines, sino obtener puestos desde los cuales satisfacer deseos propios.

Mantenernos en nuestra locura ilusoria en la cual y de la cual en algún momento estaremos despiertos, no sé cuando ni cómo. Hoy no, por supuesto. Pero quizá algún día.

Ya saben que de esos tiempos llamados prehistóricos no nos han quedado testimonios escritos: la historia comienza para nosotros cuando alguien “escribe” su historia. Así que la pregunta queda en el aire: ¿Cuándo México?, ¿Cuándo? ¿Cuándo cambiaremos nuestra historia?. Será cuando empecemos a dejar de votar…por los malos o por los malditos.


Hay noches que no hacen ruido

Hay  noches que no hacen ruido, pero cada vez son más raras. La ciudad de hoy es enemiga de ese silencio nocturno en donde sólo se escuchaba el monótono, pero arrullador, canto de las cigarras. Mañana no tendremos otro silencio que el de las tumbas, a condición de que no despierten los muertos, porque sus gemidos serán estruendosos cuando intenten probar la inocencia que hoy encubre sus delitos, dado que son almas piadosas: confiesan y comulgan sus pecados a estafadores con tiara y permiso para delinquir.
Hay noches que no hacen ruido, pero son cada vez más ajenas a nuestro tiempo. La ciudad moderna ignora el silencio nocturno que permitía escuchar el sonido del mar, o el mugido del viento, tan sonoro y firme como el de las vacas que asustaban a mi hija, aun cuando no le quitaban el sueño.
Hay noches que no hacen ruido, pero ya no se oyen debido a la algarabía que las vapulea.
Hay noches que no hacen ruido...
Julián Meza, Sicilia. La piedra negra.
Alcalá, Grupo Editorial, 2008 (con nota previa de Álvaro Mutis)

jueves, 13 de octubre de 2011

Ayer o antier

Desde hace un par de meses circula en librerías un libro importante. Es un intento de descifrar el “misterio” de los mexicanos. Ése es precisamente el subtítulo del nuevo libro de Jorge G. Castañeda: Mañana o pasado (Editorial Aguilar). Castañeda no intenta examinar tal o cual parcela de la vida mexicana, sino descubrir qué tipo de bicho es ese sujeto: “el mexicano.” Supone, pues, que existe tal personaje y que su naturaleza puede ser descubierta. El asunto no es trivial: todo cuelga de nuestra identidad. Nuestro problema es quienes somos, eso que llamamos el “carácter de nuestra cultura.” El autor advierte que el trabajo está pensado originalmente para un público norteamericano. Fue escrito originalmente en inglés para mostrarle a los estadounidenses quién es su vecino. Lo notable para un lector de Castañeda es la resurrección que ha hecho de la vieja, empolvada, mohosa literatura de lo mexicano que hace décadas capturó nuestra imaginación. El laberinto de la soledad, la pieza de Octavio Paz que peor ha envejecido, es el núcleo de sus apuntes sobre el México contemporáneo. También se asoman Jorge Portilla y su ensayo sobre el relajo; Samuel Ramos y su desafortunado psicoanálisis. La literatura de lo mexicano es un capítulo rico en la historia de nuestras ideas. Un capítulo con algunos hallazgos estéticos y disparates descomunales. Supongo que aquella búsqueda era una estación ineludible de nuestra cultura tras la conmoción revolucionaria, pero no alcanzo a entender su aporte a la sociología contemporánea. Como explicación ofrece poco, como guía para la acción política, nada. El argumento de los identitarios, con el que tropieza Castañeda, es que nuestra identidad, eso que él llama “carácter nacional”, es el factor que produce todas nuestras miserias. Nuestros desórdenes urbanos, nuestra política disfuncional, los monopolios, la corrupción se explican por lo que los mexicano somos. La historia o, más bien, sus mitos nos poseen. Si las leyes consagran el desbarajuste es porque ellas reflejan lo que somos. Si el PRI regresa es porque el PRI es México.
Castañeda - Mañana o pasado , el libro de Castañeda, es un ensayo de ayer o de antier. Recupera un enfoque del que afortunadamente nos habíamos desprendido: la idea de que nuestra alma irrepetible explica nuestras desventuras. Los identitarios del orgullo piden abandonar esas instituciones ajenas que habíamos copiado. Castañeda, por su parte, aconseja: “desmexicanícense.” Si México quiere ser moderno debe ser un poco menos mexicano, sería la cápsula de su mensaje. El argumento de Castañeda no es solamente conservador—una especie de espejo de aquel ensayo de Huntington sobre el peligro de esos mexicanos culturalmente incompatibles con Estados Unidos. Se trata también de un argumento inconsistente porque el propio Castañeda advierte de la transformación de las prácticas de los mexicanos que viven bajo otras reglas, con un horizonte de castigos y premios diferente. ¿Se transforma súbitamente el carácter nacional al cruzar la frontera? Si una línea provoca que los mexicanos se comporten distinto será que el “carácter nacional” explica poco. Estoy de acuerdo con lo que decía Tony Judt: “identidad” es una palabra peligrosa que no tiene uso respetable en nuestro tiempo. Sociológicamente, es un discurso banal. Somos quienes somos, tenemos lo que tenemos porque somos quienes somos; hacemos lo que hacemos porque somos quienes somos; vivimos como vivimos porque somos quienes somos. La sociología de la identidad no ofrece más que un circuito de confirmaciones, una repetición de lugares comunes, una trama de prejuicios. Puede encontrar ahí felicidad literaria o eficacia política pero, como explicación, ha sido y sigue siendo un fracaso.
Me temo que el discurso de la identidad es también incongruente con otros trabajos de Jorge Castañeda. Me refiero a textos más que meritorios como los que ha firmado con Héctor Aguilar Camín (Un futuro para Mérxico) o Manuel Rodríguez Woog (¿Y México por qué no?) en donde analiza los grandes nudos del desarrollo económico y político de México. Atendiendo su diagnóstico y su propuesta podrá verse que el lente de la identidad nada esclarece. Lo que importa es la red de premios y castigos; lo que cuenta es quién gana y quién pierde. Que no nos digan que el monopolio de Telmex refleja el alma mexicana. En el fondo, los argumentos de identidad, aunque se vistan de críticos, terminan siendo himnos: justificaciones, coartadas. Si padecemos los monopolios no es porque, desde de la colonia seamos enemigos de la competencia: existen los monopolios porque hay una red de beneficiarios de esa estructura, porque hay ganadores y esos ganadores tienen y controlan el poder. Que esos intereses se vistan con la fábula de nuestra identidad es parte de su éxito. Desprendernos de esas justificaciones es el primer paso para salir de ahí.

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