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martes, 30 de marzo de 2010

Artilugio mayoritario



Poleas La discusión sobre la reforma institucional empieza a encontrar foco. Después de mucho tiempo de andarnos por las ramas, exploramos el núcleo del diseño constitucional. En estas páginas se han ventilado reflexiones importantes sobre la conveniencia de fomentar gobiernos que cuenten con mayoría. ¿Podemos seguir arrastrando un gobierno ineficaz, bloqueado sistemáticamente por una legislatura adversa? ¿Podemos dar los pasos necesarios cuando los pies del gobierno están atados por el empate electoral? ¿No sería un retroceso democrático limitar la diversidad parlamentaria para tributarle respaldos legislativos al Presidente? Leo Zuckermann publicó la semana pasada un texto interesante en donde expresa sus desacuerdos con mi posición al respecto. A él y a otros que sostienen la conveniencia de fabricar mayorías respondo con este apunte.
Estamos ante un tema crucial pero también complejo. Sólo son absurdos aquí los regaños de quienes piensan que las opciones son sencillas y que la ingeniería política está libre de dilemas. Sólo desde la ignorancia se puede argumentar que todos los valores democráticos son compatibles y que en la arquitectura constitucional encuentran armonía plena. Existen tensiones inevitables entre representatividad y gobernación; entre eficacia y control. No existe una sola manera de procesar institucionalmente esas tensiones. Pensar que el tema que tenemos enfrente tiene una solución inequívoca y obvia es absurdo. Hace veinte años podría seguirse la pista de Juan J. Linz y argumentar que un régimen presidencial no puede sostenerse en un sistema pluripartidista. (Aquí puede verse la síntesis inicial de su argumento). El gran politólogo español era muy persuasivo entonces. Sus estudios daban cuenta de la dificultad para combinar el pluralismo en el congreso con el esquema norteamericano de división de poderes. El estudioso sugería adoptar el régimen contrario: brincar al parlamentarismo para darle eficacia y estabilidad a las nuevas democracias. Si un país insistía en el modelo presidencial, tendría que adaptar sus estructuras complementarias para acercarse a la dinámica norteamericana. Procurar el bipartidismo para escapar el bloqueo congresional. Pero eso fue, insisto, hace dos décadas, cuando la experiencia democrática bajo regímenes presidenciales era francamente escasa. No puede seguirse viendo el debate constitucional como si el único referente de nuestra discusión fuera el exótico ejemplo de los Estados Unidos. No puede discutirse el tema como si nada hubiera pasado en América Latina en los últimos lustros. Pero siguiendo aquella receta, algunos nos dicen que para impulsar eficacia hay que restringir representatividad. La experiencia internacional no acompaña esta hipótesis.
Se nos dice que, si queremos imprimirle eficacia al régimen presidencial, hay que darle al presidente condiciones para dirigir una coalición mayoritaria en el Congreso. No hay de otra, insisten. Quienes estamos en contra de esa posición somos ingenuos o queremos la preservación de lo existente. Somos conservadores, nos dicen, estamos en contra del Futuro. Pues bien, lo que no advierten es que la experiencia reciente de los regímenes presidenciales ofrece conclusiones distintas. No ha quedado demostrado que el presidencialismo pluripartidista sea fatalmente ineficaz. El estudio de José Antonio Cheibub sobre el tema (que conozco gracias a Andrés Lajous) ha detectado, incluso, que la inflexibilidad del bipartidismo puede ser más nociva que la elasticidad de un sistema con más de cinco partidos políticos. Desde la mismísima perspectiva de la gobernabilidad, la reducción de la representatividad y de la pluralidad congresional parece perniciosa. La extrema fragmentación del congreso brasileño que ha colocado a los ejecutivos en situación minoritaria desde hace años no ha impedido que los presidentes hayan impulsado una agenda reformista. Podrá decirse que los brasileños han tenido la fortuna de tener a Cardoso y a Lula, mientras que nosotros hemos padecido, con Fox y Calderón, la reiteración de la incompetencia. Pero de aquellos milagros o estas desgracias no pueden dar cuenta las instituciones.
Valdría reconocer lo que muestran distintos estudios recientes: la eficacia de un régimen presidencial no cuelga solamente de factores electorales y partidistas, como plantean las iniciativas de Calderón y de Peña Nieto. Si queremos darle eficacia al presidencialismo no debemos esperar la llegada del gran milagro ni confiar en las virtudes de la presidencia hegemónica. Desde luego, es necesario reformar el régimen presidencial. No necesitamos debilitar el pluralismo para lograrlo. Deberíamos enfocarnos en los poderes legislativos del Presidente, en la dinámica del trabajo parlamentario y en los puentes de comunicación entre poderes. En las minucias está la clave de la reconstrucción presidencial; no en el artilugio de la mayoría.

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