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martes, 30 de marzo de 2010
miércoles, 24 de marzo de 2010
ESTADO DE BIENESTAR vs SOCIEDAD DE PROPIETARIOS
Es evidente a estas alturas que el “Estado de Bienestar” se ha mostrado incapaz de proporcionar convenientemente necesidades tan elementales como la sanidad, la educación o la jubilación. Al contrario, cada año requiere una cantidad creciente de recursos (impuestos) para ofrecernos unas prestaciones cada vez peores.

La alternativa que nos propone “la Sociedad de Propietarios” está en plena consonancia con los principios capitalistas, que han permitido a la Humanidad disfrutar de los mayores niveles de vida jamás alcanzados. En una Sociedad de Propietarios se defiende que los individuos tengamos libertad de disposición de nuestras rentas, en post de pagar menos impuestos al Estado, para que podamos ahorrar e invertir en una selección de acciones de las mejores empresas del país (principalmente; lo que no quita que nuestra cartera se complete/incremente con valores internacionales).
Es importante comprender que la bolsa no tiene nada que ver con los juegos de azar. Cuando compramos una acción estamos adquiriendo una parte de una empresa y, así, una porción de todos los beneficios que ésta genere en el futuro. La rentabilidad de la inversión en acciones procede de que nos apropiamos del crecimiento futuro de la empresa para incrementar nuestro patrimonio.
El incremento real de nuestro bienestar que se produciría en el caso de abandonar los “esquemas estatistas ” (preestablecidos y comúnmente aceptados por las masas) e invertir en bolsa es simplemente espectacular. Una persona que empezara a invertir a los 25 años $4.200 y luego incrementara la cuantía en un 4% cada año podría jubilarse a los 50 años con unas rentas mensuales de casi $2.400 y un patrimonio de aproximadamente 390.000 . Por supuesto, cuanto mayor sea la aportación anual antes podrá decidir jubilarse el inversor (incluso a los 40 años); si no, percibirá rentas aún mayores.

Pensemos en este supuesto totalmente realista: unos padres que decidan hacer a su hijo recién nacido el que sin duda será el mejor regalo que reciba en su vida: abrirle un fondo de valores bursátiles por valor de 12.000 . Ese fondo se habrá revalorizado hasta los 90.000 cuando el niño ya no sea tal y cumpla 30 años: le proporcionará unas rentas pasivas mensuales de más de 600 . Todo ello sin que el hijo “lo trabaje” y, lo que es más importante, ayudando a crear riqueza en el resto de la economía.
Nota: Todos estos cálculos se han obtenido con la estimación, de un crecimiento de la bolsa del 7% anual. Se trata de una cifra obtenida de la suma de un crecimiento de la economía del 4% de media (¡No vamos a estar en crisis toda la vida!), un beneficio de apalancamiento del 2% (diferencia entre el rendimiento del capital y el coste de la financiación) y una reinversión de los beneficios del 1%.
Ahora bien, cualquier individuo con una mínima cultura financiera podría dedicarse a seleccionar sus inversiones y superar ese 7% anual de rentabilidad media. (Decir que, por ejemplo, la rentabilidad media anual del Ibex 35 antes de la crisis era del 10%).
El problema es que la inmensa mayoría de la población ha crecido en una sociedad de trabajadores ajena a la actividad empresarial e inversora. Quien quiere alcanzar una posición económica abundante se esfuerza por conseguir un puesto de trabajo de alta remuneración, y para ello está dispuesto a estudiar entre 15 y 20 años; pero luego descuidan la organización de sus finanzas personales.
Dicho de otro modo: la mayoría de la sociedad comete el fatal error de confundir renta con riqueza. Los ricos no lo son porque obtengan cada año unas rentas muy elevadas que les permitan gastar de manera desbocada, sino porque han amasado un gran patrimonio y lo están destinando a tareas productivas.
Si percibimos grandes rentas salariales pero carecemos de riqueza podremos consumir como ricos durante un tiempo (¡Lo que nos ha pasado!), pero cuando esas rentas se interrumpan (por ejemplo, porque seamos despedidos) careceremos de un colchón que nos permita mantener nuestro estatus de vida (¡Lo que nos ha pasado!). Tendremos que recortar drásticamente nuestros gastos, incluso liquidar parte de nuestra insignificante riqueza (pensemos en un desempleado que tenga que vender su coche para poder pagar las cuotas de la hipoteca).
Si queremos consumir como ricos primero deberemos tener el patrimonio de un rico, y para ello sólo hay un camino: capitalizar nuestras rentas, esto es, ahorrar e invertir. O, como diría Robert Kiyosaki, deberemos pasar de una situación como la actual, donde trabajamos para el dinero, a una donde el dinero trabaje para nosotros.
Sólo la Sociedad de Propietarios crea los incentivos para que emerja esa necesaria cultura financiera, al hacer a las personas responsables de su dinero y de su propio futuro.
Además, la Sociedad de Propietarios tiene otros dos efectos que la hacen muy superior al Estado de Bienestar:
- El primero es que, a diferencia de éste, no destruye la riqueza, sino que la estimula. La acumulación de capital se incrementa enormemente gracias a los nuevos ahorros de las personas; igualmente, crecen la productividad y los salarios.
- La segunda es que nos vuelve independientes del Estado y de su aparato redistributivo. Nuestra pensión futura o nuestra seguridad presente no dependen de un aparato obligatorio y centralizado, sino de nuestro propio patrimonio.
¿Permitiremos que nuestra salud y manutención de jubilación dependa del consentimiento de un tercero: del Estado? ¿Te has parado a pensar qué te sucedería si a causa de “la quiebra del sistema” se dejara de hacer? Sólo la Sociedad de Propietarios nos garantiza prosperidad e Independencia Financiera frente al poder político.
El obsequio
Hace trece años se rompió el eje del régimen. En 1997 el PRI perdió la mayoría en la Cámara de Diputados y, desde entonces, el impulso del país se ha detenido. Es verdad que no se ha detenido la marcha del gobierno; no ha quedado paralizada la administración por falta de presupuesto o por ausencia de decisiones fiscales. También es cierto que la Constitución no se ha congelado. La ausencia de mayorías no ha detenido nuestra obsesión por reescribir a diario el texto constitucional. Pero ninguna de las prioridades del gobierno ha podido brincar los obstáculos del pluralismo. Los éxitos de nuestra democracia han sido triunfos del veto, más de la acción. De ahí la desesperación de muchos por la falta de resultados. De ahí la prisa por escapar del atolladero.
Desde aquel año, el país carece de una coalición gobernante. Los presidentes ocupan la casa presidencial pero no son cabeza de una alianza mayoritaria que pueda llevar a puerto sus iniciativas. Enfrentando una legislatura adversa, compuesta de partidos políticos disciplinados, al presidente corresponde acumular derrotas. La solución que muchos empiezan a baraja es el fortalecimiento de la posición presidencial en el Congreso a través de la conformación de una mayoría favorable. En ello coinciden el presidente Calderón y el gobernador Peña Nieto; algunos académicos y muchos opinadores. El presidente quiere que el Congreso se integre en la segunda vuelta de la elección presidencial. Que la legislatura se forme una vez que se conozca el ganador de la presidencia o cuando se hayan reducido a dos los contendientes por la silla presidencial. El gobernador busca rearmar la fórmula de composición del Congreso, entregándole un premio al partido más grande. Quien obtuviera el tercio mayor de los votos, recibiría la mayoría de los asientos en la Cámara de Diputados.
En ambos casos, se trata de entregarle un premio al presidente entrante. Darle, además de las llaves de Los Pinos, un regalo jugoso: su mayoría.
Que el presidente tenga instrumentos para gobernar, dicen. Seguiremos detenidos si no contamos con una presidencia democráticamente fuerte. No seremos capaces de impulsar las reformas que nos urgen, a menos de que le ofrezcamos al gobierno una eficaz palanca legislativa. La ruta represidencializadora que imaginan no es absurda. Un presidente respaldado en el Congreso tendría el camino despejado para gobernar y, sobre todo, para reformar. Un gobierno unificado (aquel donde Ejecutivo y Legislativo tienen sintonía partidista), trasluciría, la cadena de responsabilidad, aclarando a la opinión pública quién merece aplauso o condena. Pero lo que sorprende estas propuestas es su miopía histórica e institucional. No cabe duda de que, si la gobernación fuera el único criterio para orientar la reforma constitucional, estas medidas serían pertinentes porque maximizarían la probabilidad de que el gobierno tuviera músculo legislativo. Pero, ¿podemos cambiar las instituciones básicas del gobierno pensando solamente en ese propósito? ¿Podemos ignorar los otros valores que deben ser armonizados en la ingeniería constitucional? Cuando se diseñan reglas para el acceso y el ejercicio del poder, debe considerarse la tensión entre gobernación y representatividad; eficacia gubernativa y control político; poder y pluralismo. Llevar la cuerda a un extremo es sacrificar el valor contrario. Todo diseño político debe buscar el equilibrio entre representatividad, diversidad y control por un lado y eficacia gubernativa por el otro. Las propuestas represidencializadoras han identificado rutas para vigorizar el gobierno. Han pasado por alto sus costos. Regalarle mayoría al presidente, como quieren Calderón y Peña Nieto, significaría un acto de violencia contra el pluralismo. ¿Queremos eso? La diversidad pagaría el obsequio que se le quiere dar al presidente. El Congreso se tornaría básicamente bicolor. Es cierto que en muchos regímenes políticos el bipartidismo es funcional: recoge a su modo las demandas colectivas y canaliza institucionalmente a la oposición. La sobrerrepresentación puede ser legítima. El asunto ahora no es teórico sino práctico: en nuestras condiciones, reconociendo nuestro trayecto político, ¿sería funcional? Si hoy nos encontramos frustrados por la falta de ambición reformista en el gobierno, no podemos pensar que todo se deba a la ausencia de mayorías. No podemos reconstruir institucionalmente al país con ese único horizonte temporal. Cuando había mayorías en México, cuando el Congreso le era fiel al Presidente, no disfrutamos del beneficio de grandes reformas visionarias. Hoy mismo, los estados que cuentan con gobiernos mayoritarios no se destacan por su prisa innovadora. Regalarle al presidente una mayoría adicta es un atajo y puede ser una trampa. Las instituciones no se construyen con monosílabos. El no es estéril; el sí crédulo. Sólo con el escepticismo del pero se constituyen las democracias.
miércoles, 17 de marzo de 2010
El asco y la salchicha
La clase política se ha exhibido ridícula. El escándalo de la mentira es menor. Un par de políticos fue, en efecto, sorprendido con la mentira. Han dañado seriamente su reputación: poco crédito merece desde ahora su palabra. Pero no creo que esté ahí el núcleo del escándalo. A mi entender, lo más grave no es la falsedad, sino la materia del engaño: el papel de un pacto risible. Ahí está, en blanco y negro, mostrado públicamente por uno de los firmantes, un acuerdo para que dos partidos no se ofendan ni se coaliguen en un territorio, a cambio de… nada. Un convenio donde se pactan condiciones de competencia favorables a una de las partes sin que la otra obtenga ningún compromiso concreto. Advierto: no me parece indigno que dos organizaciones políticas convengan en hacer o no hacer coaliciones. Las leyes protegen ese derecho y pueden, por ello, ejercerlo de acuerdo a su estrategia. El problema no es que se pongan de acuerdo para no coaligarse: el problema es la contraprestación (para seguir el lenguaje licenciadesco del pacto). El problema es que de ese convenio no se desprenda ninguna consecuencia favorable para uno de los firmantes y para uno de los testigos que, en principio, debía de velar por el interés nacional. No se trata de un acuerdo electoral que ata un compromiso para impulsar reformas trascendentes; no se trata de otorgar un aliciente electoral a quien colabora en un paquete de transformaciones. Es el mantenimiento gratuito de una hegemonía territorial. Se accedió a las condiciones de un gobernador sin que sus interlocutores pusieran en negro sus exigencias. Si el Secretario de Gobernación renunció al Partido Acción Nacional por razones que no merece conocer la opinión pública, bien haría ahora renunciando a su título de abogado.
El episodio, a pesar del torbellino que ha levantado, no es sorprendente. Se inscribe en una larga cadena de acciones torpes e infructuosas. Malas maneras y nimios resultados. Recomendaba un estadista alemán que, quien quisiera comer salchichas, no se metiera a su fábrica. El producto puede ser bueno pero el proceso suele ser asqueroso. La fábrica de salchichas no puede tener paredes de cristal. Con la metáfora defendía el secreto de la política eficaz. Las buenas leyes no se producen con ingredientes exquisitos ni en cocinas limpísimas. Siempre habrá acuerdos indecorosos, concesiones indebidas, beneficiarios ocultos. Defendiendo el secreto de estado, Bismarck pedía que no nos metiéramos en la cocina del poder. Sugería también que al Estado le pidiéramos resultados—no lecciones de higiene. “Con las leyes, como con las salchichas, es mejor no ver cómo se hacen.” Yo no sé si el consejo del canciller prusiano sea válido, pero era claro en su parábola que la fábrica debía producir salchichas y que era mejor comérselas a ver cómo se hacían. La comida por encima de la curiosidad. El curioso, después de ver todo el proceso productivo, puede sentir tal repulsión que terminaría negándose el alimento. El embutido ya no será un sabroso alimento inocente sino una tripa repelente. Es mejor comer sin hacerse muchas preguntas, que revolverse el estómago con respuestas que no alimentan a nadie. Pues bien, nosotros nos sentimos asqueados y sin posibilidad de comer una salchicha. Indignados con la política y con las manos vacías de política. Nuestra democracia: una repulsiva fábrica de salchichas que no produce salchichas.
La publicidad se ha impuesto. Los espacios del secreto se hacen cada vez más angostos. Hoy podemos conocer el texto del pacto más idiota. Tendremos, incluso, el beneficio de que uno de los idiotas nos lo comunique. Sería un consuelo saber que de ese pacto sucio emergió una coincidencia histórica que transformó al país. Algo de razón podemos concederle a Maquiavelo cuando advertía que lo bueno no siempre nace de actos buenos. En la alquimia de la política hechos condenables pueden trasmutarse en consecuencias benéficas. Compensaría el desagrado por las mentiras el saber que en las oficinas del gobierno federal se pactó una estrategia electoral con un beneficiario político concreto pero que, a cambio de ese resguardo electoral, se obtuvieron beneficios nacionales. Sí: nos indignaría que el gobierno federal siguiera participando en la definición de la estrategia de un partido; sí: nos ofendería que desde esa oficina se le despeje el camino a un ambicioso; sí, nos desagradaría la hipocresía de quienes se dicen demócratas. Pero, si hubiera salchicha, tendríamos que poner el pacto en otra perspectiva. Tendríamos que aquilatar los beneficios tanto como los costos del acuerdo. Nos veríamos forzados a reconocer que, si bien se cuidó a un grupo político, también se obtuvo de él un compromiso de consecuencias benéficas. Pero hoy sentimos repugnancia por una manera de hacer política, disgusto por los fingimientos y simulaciones y, al mismo tiempo, padecemos la ausencia de resultados. Con asco y sin salchicha.
La publicidad se ha impuesto. Los espacios del secreto se hacen cada vez más angostos. Hoy podemos conocer el texto del pacto más idiota. Tendremos, incluso, el beneficio de que uno de los idiotas nos lo comunique. Sería un consuelo saber que de ese pacto sucio emergió una coincidencia histórica que transformó al país. Algo de razón podemos concederle a Maquiavelo cuando advertía que lo bueno no siempre nace de actos buenos. En la alquimia de la política hechos condenables pueden trasmutarse en consecuencias benéficas. Compensaría el desagrado por las mentiras el saber que en las oficinas del gobierno federal se pactó una estrategia electoral con un beneficiario político concreto pero que, a cambio de ese resguardo electoral, se obtuvieron beneficios nacionales. Sí: nos indignaría que el gobierno federal siguiera participando en la definición de la estrategia de un partido; sí: nos ofendería que desde esa oficina se le despeje el camino a un ambicioso; sí, nos desagradaría la hipocresía de quienes se dicen demócratas. Pero, si hubiera salchicha, tendríamos que poner el pacto en otra perspectiva. Tendríamos que aquilatar los beneficios tanto como los costos del acuerdo. Nos veríamos forzados a reconocer que, si bien se cuidó a un grupo político, también se obtuvo de él un compromiso de consecuencias benéficas. Pero hoy sentimos repugnancia por una manera de hacer política, disgusto por los fingimientos y simulaciones y, al mismo tiempo, padecemos la ausencia de resultados. Con asco y sin salchicha.
jueves, 11 de marzo de 2010
Contemporáneos de sí mismos
La frescura en las frases de la dirigente priista se adaptó bien a la mocedad del público asistente. Los octogenarios se habrán sentido en casa, acompañados de una música propia: la de su tiempo. Los priistas son contemporáneos de sí mismos. La dirigente del PRI reivindicó, como le gusta, la dimensión épica de la historia y los deberes que los habitantes del presente tenemos frente a nuestros muertitos.
Piensa que la historia nos compromete, que el pasado nos vigila para exigirnos todo el tiempo pruebas de fidelidad. Está convencida de que la política alcanza dignidad si se entrega al cuidado del pasado. Y piensa también—cosa curiosa—que esa filosofía no es propia de un conservador de once letras. La plantilla de su memoria es fija y le permite interpretar los más diversos fenómenos bajo la misma óptica. Las hazañas de los grandes mexicanos cambiaron nuestra historia; nos toca reverenciarlos y cuidar su legado. Si Lázaro Cárdenas tomó una decisión histórica; toca al presente mantenerla con orgullo e impedir cualquier alteración. Nada de manosear los símbolos patrios. Si don Fidel Velázquez se entregó desde muy joven a la causa de los trabajadores, debemos rendirle tributo impidiendo el cambio de la legislación laboral. ¡No pasarán!
La tesis de su discurso ante los dirigentes de la gran central obrera es bonita: gracias a la organización del proletariado y su pacto histórico con el partido de la Revolución, México conquistó una ley que no debe alterarse. Tiene sentido: si los trabajadores lograron unirse para defender sus intereses de clase y lograron redactar una ley bienhechora, no puede aceptarse que los de la derecha la tiren a la basura. A la constelación de talentos de la CTM debemos una conquista-irrenunciable. Esto dijo Paredes: “Dirigentes sindicales, diputados y senadores obreros e intelectuales al servicio del proletariado, contribuyeron de manera determinante en todo el proceso político, social y legislativo que culminó con la promulgación de la legislación laboral vigente.” Lo importante es que esa normativa que hoy rige no es pura ley, no es un acuerdo ordinario para normar las relaciones de trabajo: ¡es La Historia! Creo que esta es la línea que más me gusta del discurso de doña Beatriz: “en cada artículo de la Ley Federal del Trabajo se encuentran concentrados la historia y el presente de muchas de las luchas que dieron los trabajadores de México.” ¿Quién que no sea un maldito reaccionario, puede ir en contra de la historia? Sólo los malnacidos de la derecha pueden ser tan desleales.
¡Viva la CTM!
¡Viva el PRI!
¡Viva Beatriz Paredes!
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