No es claro que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación haya sido capaz de frenar la reforma educativa. Lo que es evidente es que ha sido capaz de imponer su ley en la Ciudad de México. Lo primero está por verse. Hay quien dice que el hecho de que no se discuta el dictamen sobre el servicio profesional docente, como se había previsto, es signo inequívoco de que el Congreso se doblegó ante la presión de la Coordinadora. Hay otros que dicen que esa reforma no se ha descarriado, simplemente se ha detenido para afianzar la amplitud de su consenso inicial y para atender críticas fundadas de los especialistas. Vale advertir que los impulsores de la reforma educativa no solamente enfrentan la presión de los maestros inconformes, sino también el deber de preservar la cohesión de la alianza política que permitió el cambio constitucional.
Está en suspenso, pues, el efecto legislativo de las movilizaciones magisteriales. De lo que no hay duda es de su impacto urbano. El Congreso pudo sesionar, pero no lo pudo hacer en su casa. Las protestas magisteriales bloquearon los accesos impidiendo que los legisladores entraran a su espacio natural. Los legisladores se refugiaron en un centro de convenciones y desde ahí sesionaron. El espectáculo es penoso: una legislatura arrimada, una representación que no puede trabajar en su domicilio y que se ve obligada a vivir en casa ajena. Si el Congreso necesita refugio es porque no hay Estado que lo proteja. Se ve obligado a instalarse en espacios que desmerecen porque no encuentra el garante de sus recintos, el defensor de sus actividades. El gobierno de la Ciudad de México falta a su obligación de asegurar el acceso a los órganos legislativos de la Federación. Al gobierno capitalino corresponde, en efecto, cuidar que el descontento no impida el cumplimiento de las responsabilidades públicas. La libertad de manifestación no implica el derecho a clausurar el Congreso, el permiso para acallar a los poderes públicos. Pero el gobierno del Distrito Federal contempló, como un espectador más, la manera en que los manifestantes cercaban al Congreso para impedir que los legisladores legislaran—o por lo menos para impedirlo que lo hicieran en casa.
Mucho mayor indignación causaron los maestros cuando, en su propósito de desquiciar a la ciudad, bloquearon el aeropuerto de la Ciudad de México. Nuevamente, los policías de la capital observaron mientras los manifestantes lograban su objetivo. Durante más de 10 horas, los maestros de la CNTE sitiaron la terminal Benito Juárez. La intervención policiaca fue incapaz de anticipar la ofensiva y garantizar el derecho de tránsito de los habitantes de la ciudad.
Encarando el repudio por su inacción, el Jefe de Gobierno del Distrito Federal advirtió: hay caos pero no hubo sangre. No es fácil descifrar el lenguaje burocrático del alcalde de la Ciudad de México pero parece que eso es lo que dice al declarar lo siguiente: “Cuando tienes aquí a 20 mil personas que están en una posición donde se puede dar un enfrentamiento, la consecuencia de la contención de esas personas, puede ser lo que nadie desea, que yo reitero es el derramamiento de sangre.” Para el alcalde, el costo de la paz es el caos. Esa es la disyuntiva bárbara que nos ofrece Miguel Ángel Mancera: caos o represión. No se quejen: una ciudad caótica es mejor que una ciudad ensangrentada.
Mancera niega a sus propias fuerzas la capacidad de aplicar la ley legalmente. En sus declaraciones (y en su acción) el alcalde se confiesa persuadido de que la actuación policiaca en el Distrito Federal sería indefectiblemente abusiva en casos como éste. El alcalde cree de que una intervención de la fuerza pública inevitablemente conduciría al escalamiento del conflicto e implicaría derramamiento de sangre. Tal parece que el antiguo procurador admite que las fuerzas capitalinas carecen de la conducción, el entrenamiento, el equipo, las reglas de procedimiento necesarios para cumplir con su obligación de preservar el orden público en la ciudad. La disyuntiva que presenta Miguel Ángel Mancera para la ciudad es inaceptable: no tenemos por qué escoger entre el caos y la represión. A su gobierno le corresponde el deber de garantizar el ejercicio de los derechos también en casos de extrema tensión. Le corresponde también equiparse física, profesional y jurídicamente para actuar legítimamente, respetando los derechos. Al gobierno capitalino—y a cualquier otro—le corresponde aplicar la ley (y en ocasiones eso significa hacer uso de la fuerza pública). Es una barbaridad pensar que la aplicación de la ley implica provocar a la muerte.
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jueves, 29 de agosto de 2013
La disyuntiva bárbara
miércoles, 21 de agosto de 2013
Reformismo vergonzante
A Enrique Peña Nieto le ha importado más defender la legitimidad histórica de su propuesta que su pertinencia económica o sus beneficios sociales. Para impulsarla en la opinión pública y en el Congreso ha insistido que es fiel a nuestra historia. Que no deshonra al general, sino que, en realidad, le rinde homenaje. El gobierno se siente orgulloso de ofrecernos una iniciativa que es literalmente restauradora. Recuperar cada una de las palabras que, en tiempos de Lázaro Cárdenas, tenía la Constitución en el apartado petrolero. No se preocupen, nos dice su gobierno: sólo estamos quitándole a la Constitución los añadidos posteriores al gobierno del Tata. La reforma constitucional que proponemos consiste en ... volver a principios de los años cuarenta.
Ya lo han señalado varios comentaristas en los últimos días, pero tal vez valga la pena insistir en el despropósito de la argumentación oficial. El discurso gubernamental coloca el debate en el peor sitio posible. Resaltar una supuesta fidelidad histórica es desenfocar la urgencia de poner al día nuestra industria; es perder de vista el deber de terminar con nuestra injustificable excepcionalidad. El literalismo del gobierno es el intento de seducir a un muerto. Dice Peña Nieto que su propuesta rescata "palabra por palabra el texto del artículo 27 Constitucional del Presidente Lázaro Cárdenas.” ¿Y? ¿Qué importa eso? ¿Qué importa si la reforma peñista vuelve a la redacción vigente en tiempos de Lázaro Cárdenas? ¿Qué importa sí se recoge la verdadera voluntad del general Cárdenas durante su presidencia o después de haber dejado el cargo? Desde su campaña, el candidato priísta pidió dejar atrás los tabúes que nos impiden comprender la condición de PEMEX y que, sobre todo, nos paralizan para cambiarlo. Ha creído su gobierno que, para romper el tabú, hay que cultivar el mito.
La invocación del general no solamente es un lance retórico reaccionario, sino es también torpe, ineficaz y tramposo. La intención evidente es desarmar a la oposición de izquierda y tranquilizar a los escépticos de su propio partido. Resguardar su iniciativa de la acusación de ser una medida 'neoliberal'. Difícilmente lo conseguirá pues se trata de una concesión en el plano exclusivo de la retórica (aunque ésta sea retórica constitucional). Al soltar apenas la propuesta constitucional, pospone o, más bien, esconde, su verdadero contenido. Presentar la iniciativa constitucional sin el desarrollo de las normas secundarias es una manera de disfrazar la reforma. Empaquetar el cambio con una envoltura que no corresponde a su contenido y mucho menos a su propósito.
Es notable que el gobierno no asuma con seguridad la lógica de su propia iniciativa. El gobierno propone apertura, pero lo hace con una timidez que parece, más bien, vergüenza. Como si estuviera haciendo algo indigno que hubiera que esconder con invocaciones a lo sagrado. Correspondía al gobierno ofrecer razones del cambio que propone. Defender su política sin simulaciones. Más que entregar símbolos para tranquilidad de los nacionalistas, el gobierno debía dirigirse, a mi juicio, a los críticos de nuestras aperturas fallidas. Esa es la historia a la que cualquier apertura tiene que dar la cara. Más que decirnos por qué esta política se parece a la cardenista; nos debe explicar porqué no se parece a la salinista.
La súbita devoción cardenista del presidente es muy poco persuasiva y, sin ser adorador de los santos, he decir que también resulta ofensiva ¿Pretende convencer a alguien de que la reforma que el gobierno diseña es realmente de filiación cardenista? ¿De verdad cree el gobierno que la simple alusión al expropiador es suficiente para conseguir el apoyo de la izquierda y prolongar el abrazo del consenso?
El asunto no es simplemente la falta de ideas, de solvencia argumentativa o de honestidad intelectual. El empaquetado de la propuesta da cuenta del temor presidencial por confrontar, la indisposición para la confrontación constructiva. Peña Nieto quiere agradar a todos y, ante todo, conservar la balsa consensualista. El presidente es un reformista vergonzante porque no asume la carga que conllevan las reforma. En efecto: si no hay reforma profunda sin adversarios poderosos, la ilusión del consenso perpetuo es, en el fondo, expresión de un miedo preservacionista. Los conservadores están convencidos de que la única política válida es la que declara su lealtad al pasado. La sabiduría de los muertos debe tener preferencia sobre los impulsos y las razones de los vivos. Pero la repentina fidelidad histórica de Peña Nieto no corresponde a la entendible prudencia del conservadurismo auténtico, sino a los temores de quien no tiene madera para la ineludible rivalidad. Resulta evidente que al pragmático que es, le resulta ajeno ese afán de arraigar su política en la historia. Un hombre impermeable a la lectura es igualmente insensible a los llamados del pasado. Si el presidente recurre a la historia es porque se aferra a la ilusión del consenso.
Ya lo han señalado varios comentaristas en los últimos días, pero tal vez valga la pena insistir en el despropósito de la argumentación oficial. El discurso gubernamental coloca el debate en el peor sitio posible. Resaltar una supuesta fidelidad histórica es desenfocar la urgencia de poner al día nuestra industria; es perder de vista el deber de terminar con nuestra injustificable excepcionalidad. El literalismo del gobierno es el intento de seducir a un muerto. Dice Peña Nieto que su propuesta rescata "palabra por palabra el texto del artículo 27 Constitucional del Presidente Lázaro Cárdenas.” ¿Y? ¿Qué importa eso? ¿Qué importa si la reforma peñista vuelve a la redacción vigente en tiempos de Lázaro Cárdenas? ¿Qué importa sí se recoge la verdadera voluntad del general Cárdenas durante su presidencia o después de haber dejado el cargo? Desde su campaña, el candidato priísta pidió dejar atrás los tabúes que nos impiden comprender la condición de PEMEX y que, sobre todo, nos paralizan para cambiarlo. Ha creído su gobierno que, para romper el tabú, hay que cultivar el mito.
La invocación del general no solamente es un lance retórico reaccionario, sino es también torpe, ineficaz y tramposo. La intención evidente es desarmar a la oposición de izquierda y tranquilizar a los escépticos de su propio partido. Resguardar su iniciativa de la acusación de ser una medida 'neoliberal'. Difícilmente lo conseguirá pues se trata de una concesión en el plano exclusivo de la retórica (aunque ésta sea retórica constitucional). Al soltar apenas la propuesta constitucional, pospone o, más bien, esconde, su verdadero contenido. Presentar la iniciativa constitucional sin el desarrollo de las normas secundarias es una manera de disfrazar la reforma. Empaquetar el cambio con una envoltura que no corresponde a su contenido y mucho menos a su propósito.
Es notable que el gobierno no asuma con seguridad la lógica de su propia iniciativa. El gobierno propone apertura, pero lo hace con una timidez que parece, más bien, vergüenza. Como si estuviera haciendo algo indigno que hubiera que esconder con invocaciones a lo sagrado. Correspondía al gobierno ofrecer razones del cambio que propone. Defender su política sin simulaciones. Más que entregar símbolos para tranquilidad de los nacionalistas, el gobierno debía dirigirse, a mi juicio, a los críticos de nuestras aperturas fallidas. Esa es la historia a la que cualquier apertura tiene que dar la cara. Más que decirnos por qué esta política se parece a la cardenista; nos debe explicar porqué no se parece a la salinista.
La súbita devoción cardenista del presidente es muy poco persuasiva y, sin ser adorador de los santos, he decir que también resulta ofensiva ¿Pretende convencer a alguien de que la reforma que el gobierno diseña es realmente de filiación cardenista? ¿De verdad cree el gobierno que la simple alusión al expropiador es suficiente para conseguir el apoyo de la izquierda y prolongar el abrazo del consenso?
El asunto no es simplemente la falta de ideas, de solvencia argumentativa o de honestidad intelectual. El empaquetado de la propuesta da cuenta del temor presidencial por confrontar, la indisposición para la confrontación constructiva. Peña Nieto quiere agradar a todos y, ante todo, conservar la balsa consensualista. El presidente es un reformista vergonzante porque no asume la carga que conllevan las reforma. En efecto: si no hay reforma profunda sin adversarios poderosos, la ilusión del consenso perpetuo es, en el fondo, expresión de un miedo preservacionista. Los conservadores están convencidos de que la única política válida es la que declara su lealtad al pasado. La sabiduría de los muertos debe tener preferencia sobre los impulsos y las razones de los vivos. Pero la repentina fidelidad histórica de Peña Nieto no corresponde a la entendible prudencia del conservadurismo auténtico, sino a los temores de quien no tiene madera para la ineludible rivalidad. Resulta evidente que al pragmático que es, le resulta ajeno ese afán de arraigar su política en la historia. Un hombre impermeable a la lectura es igualmente insensible a los llamados del pasado. Si el presidente recurre a la historia es porque se aferra a la ilusión del consenso.
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jueves, 15 de agosto de 2013
Guadalupanismo constitucional
Hace ya un poco más de cien años, Emilio Rabasa detectó uno de los problemas fundamentales de nuestra vida pública: no hemos aprendido a leer la constitución. Leer la constitución no es simplemente unir las letras de su texto, sus palabras, sus párrafos, fracciones, incisos. Es entender su sitio, ubicar la función que desempeña en el régimen de la moderación política y la eficacia democrática. En La constitución y la dictadura, una de las poquísimas obras de reflexión política mexicana que merecen el calificativo de clásico, Rabasa criticó el texto de la constitución vigente pero, sobre todo, criticó su lectura. La ley de 1857 le parecía la prescripción de la anarquía. Por eso mismo obligaba a los gobernantes a su infracción: deseando libertad, la constitución provocaba dictadura. Pero debajo de la denuncia de lo que consideraba ingenua mecánica liberal se desarrollaba una crítica aún más profunda y más vigente: la constitución no se ha configurado políticamente como regla porque la adoramos como símbolo. La constitución es un emblema antes que ser norma. La perversión no es inocua. Tratar a la constitución como reliquia es invalidarla como norma. Para respetar a la constitución hay de dejar de venerarla.
Dos tipos de veneración constitucional son perceptibles en nuestra vida pública. El primero es un tic de nuestro reformismo. El instinto del cambio es insertarse en la Constitución para apuntalarse. Tal parece que en México no hay transformación que valga que no implique un cambio al texto de la constitución. El reformismo es constitucional o no es. Se trata de un curioso impulso de consagración. Desmerece cualquier reforma que no alcanza grado constitucional. El reflejo se alimenta, desde luego, en la sospecha: resguardar el cambio de la reacción de las mayorías ocasionales. Pero, como hemos visto en los últimos lustros, pocas cosas tan efímeras como un párrafo de la constitución mexicana. El pluralismo no ha detenido sino, sorprendentemente, ha atizado esta manía. La constitución ha cambiado más en tiempos de gobiernos divididos que bajo el régimen de partido hegemónico.
La pretensión de este impulso es petrificar las decisiones del instante: el efecto es convertir la constitución en papel desechable. Así, la Constitución se ensancha constantemente. Se expande hasta cubrir los detalles más nimios de nuestra organización política. Todo ha de estar ahí, alcanzar ese sitio. Las reformas recientes en materia de telecomunicaciones son, por ejemplo, más extensas que la constitución completa de los Estados Unidos. Y no es que el documento de Filadelfia sea el modelo insuperable del constitucionalismo contemporáneo; es que hemos perdido el rango de fundamento que debe conservar cualquier constitución.
La otra forma de la veneración constitucional tiene el impulso contrario: en lugar de ubicar a la constitución como el destino de cualquier cambio, la ve como encarnación de lo inmutable. Símbolo de una nacionalidad en peligro, la constitución impone la verdadera prueba de patriotismo. La idea de cambiarle una coma a uno de los artículos venerados es idéntico a imaginar la venta del territorio nacional. No es una exageración. Con esas palabras se condena a quienes creen sensato cambiar el régimen constitucional del petróleo: traidores a la patria. Santanistas de palabra, obra u omisión quienes piensan en una redacción sacrílega, vendepatrias quienes trabajan para modificar la expresión inmaculada, desleales quienes no se ponen en pie de guerra para defender la sustancia inalterable de la Constitución. El guadalupanismo constitucional cree que el artículo 27 captura de tal manera las hazañas del pueblo mexicano que la mera idea de variar su redacción es sacrilegio. Reformar el apartado de petróleo en la Constitución equivaldría a ponerle minifalda a la virgen de Guadalupe o pintarle el pelo de rojo para atraer a los turistas. Nos advierten los guadalupanos: la imagen de Tepeyac y el artículo 27 son los hilos de nuestra frágil nacionalidad. Deshonrarlos es poner en riesgo la paz, la identidad de la nación. Para los devotos, por supuesto, no valen los argumentos de utilidad, las sugerencias del exterior. Qué nadie tenga reglas como las nuestras nos recuerda que la historia mexicana es única. ¿Quieren que la virgen se ponga el bikini de moda? Nadie ha tenido nuestra historia y por lo tanto, nadie puede comprender la importancia de nuestros altares. Tenía que ser una extranjera que no comprende la historia nacional quien se atreviera a preguntar hace unos años en la basílica de Guadalupe: ¿quién pintó este cuadro de la virgen? Dios, le respondieron de inmediato a Hillary Clinton, la ignorante. Lo mismo hacen esos desleales que ignoran la historia mexicana sin saber que el régimen constitucional del petróleo lo configuró La Historia de México.
Pañuelo desechable y sábana santa, la constitución no logra ubicarse como lo que ha de ser: la plataforma normativa de lo políticamente primordial.
Dos tipos de veneración constitucional son perceptibles en nuestra vida pública. El primero es un tic de nuestro reformismo. El instinto del cambio es insertarse en la Constitución para apuntalarse. Tal parece que en México no hay transformación que valga que no implique un cambio al texto de la constitución. El reformismo es constitucional o no es. Se trata de un curioso impulso de consagración. Desmerece cualquier reforma que no alcanza grado constitucional. El reflejo se alimenta, desde luego, en la sospecha: resguardar el cambio de la reacción de las mayorías ocasionales. Pero, como hemos visto en los últimos lustros, pocas cosas tan efímeras como un párrafo de la constitución mexicana. El pluralismo no ha detenido sino, sorprendentemente, ha atizado esta manía. La constitución ha cambiado más en tiempos de gobiernos divididos que bajo el régimen de partido hegemónico.
La pretensión de este impulso es petrificar las decisiones del instante: el efecto es convertir la constitución en papel desechable. Así, la Constitución se ensancha constantemente. Se expande hasta cubrir los detalles más nimios de nuestra organización política. Todo ha de estar ahí, alcanzar ese sitio. Las reformas recientes en materia de telecomunicaciones son, por ejemplo, más extensas que la constitución completa de los Estados Unidos. Y no es que el documento de Filadelfia sea el modelo insuperable del constitucionalismo contemporáneo; es que hemos perdido el rango de fundamento que debe conservar cualquier constitución.
La otra forma de la veneración constitucional tiene el impulso contrario: en lugar de ubicar a la constitución como el destino de cualquier cambio, la ve como encarnación de lo inmutable. Símbolo de una nacionalidad en peligro, la constitución impone la verdadera prueba de patriotismo. La idea de cambiarle una coma a uno de los artículos venerados es idéntico a imaginar la venta del territorio nacional. No es una exageración. Con esas palabras se condena a quienes creen sensato cambiar el régimen constitucional del petróleo: traidores a la patria. Santanistas de palabra, obra u omisión quienes piensan en una redacción sacrílega, vendepatrias quienes trabajan para modificar la expresión inmaculada, desleales quienes no se ponen en pie de guerra para defender la sustancia inalterable de la Constitución. El guadalupanismo constitucional cree que el artículo 27 captura de tal manera las hazañas del pueblo mexicano que la mera idea de variar su redacción es sacrilegio. Reformar el apartado de petróleo en la Constitución equivaldría a ponerle minifalda a la virgen de Guadalupe o pintarle el pelo de rojo para atraer a los turistas. Nos advierten los guadalupanos: la imagen de Tepeyac y el artículo 27 son los hilos de nuestra frágil nacionalidad. Deshonrarlos es poner en riesgo la paz, la identidad de la nación. Para los devotos, por supuesto, no valen los argumentos de utilidad, las sugerencias del exterior. Qué nadie tenga reglas como las nuestras nos recuerda que la historia mexicana es única. ¿Quieren que la virgen se ponga el bikini de moda? Nadie ha tenido nuestra historia y por lo tanto, nadie puede comprender la importancia de nuestros altares. Tenía que ser una extranjera que no comprende la historia nacional quien se atreviera a preguntar hace unos años en la basílica de Guadalupe: ¿quién pintó este cuadro de la virgen? Dios, le respondieron de inmediato a Hillary Clinton, la ignorante. Lo mismo hacen esos desleales que ignoran la historia mexicana sin saber que el régimen constitucional del petróleo lo configuró La Historia de México.
Pañuelo desechable y sábana santa, la constitución no logra ubicarse como lo que ha de ser: la plataforma normativa de lo políticamente primordial.
Después del consenso
Terminó el primer capítulo del gobierno de Enrique Peña Nieto. Tal vez no se ha reconocido formalmente, pero el momento del consenso concluyó. Era natural que así fuera. El acuerdo del gobierno con las oposiciones de izquierda y de derecha fue un logro de la negociación pero era, irremediablemente, un bastidor transitorio. Sirvió bien para la reapropiación de las funciones estatales—ésas en las que pueden coincidir naturalmente los partidos políticos, pero difícilmente puede emplearse como palanca de gobierno. La amplitud del consenso agonizante correspondía a esa recuperación de lo elemental: la rectoría del Estado en asuntos de educación o en materia de telecomunicaciones, campos en los que el poder público había cedido el mando. Al terminar el primer capítulo del gobierno se abre un tiempo que demanda una nueva estrategia y que exige otras cualidades del gobierno.
Hasta este momento, la presidencia no ha tenido más orgullo que el Pacto. Incapaz de dar buenas noticias en el frente de la seguridad; sin mucho que celebrar en el ámbito económico, la única medalla de la nueva administración es el Pacto. Adentro y afuera presume la celebración de ese acuerdo como inauguración de la eficacia. Tras el terco enfrentamiento, tras la enemistad polarizante, el gobierno ha celebrado esa alianza, como la invención de la productividad democrática, como el matraz que procesa las diferencias y las transforma en reformas conciliatorias. Mientras las oposiciones amenazan cada quince minutos y al menor pretexto con romper el pacto, el gobierno se aferra al emblema como la única balsa en altamar. Pero el tablón se ha vuelto ya un simple madero de flotación. Perdió el motor y no hay nadie que reme.
El consenso, ese instrumento, se convirtió en valor. A partir de ahora puede ser obstáculo de las reformas a la que inicialmente sirvió. Si las oposiciones han amenazado en salirse del Pacto y reasumir a plenitud su función opositora, el gobierno debe hacer lo propio: adelantar que puede dirigir fuera de esa mesa inicial. Puede hacerlo, no como amenaza sino como expresión de ese deber de definición que tiene todo gobierno. La presidencia debe reivindicar su vocación reformista, aunque la palanca de cambio sea otra. Ante las reformas que vienen—la fiscal y la energética—el gobierno debe correr el riesgo de la iniciativa. Si hasta el momento pudo cocinar las reformas iniciales junto con sus adversarios, ahora debe hablar en primera persona --y en singular. Y desde esa voz, buscar las alianzas necesarias
Ese es, a mi entender, el desafío de esta segunda etapa de gobierno: empezar a hablar como gobierno: asumir la palabra que, en aras del consenso, se trasladó a una mesa de negociación colectiva. En algún sentido, gobierno estuvo dispuesto a diluirse y ser uno entre tres. El presidente, en efecto, renunció a su facultad de iniciativa. Cedió, incluso una atribución valiosísima que heredó de su antecesor: esa iniciativa preferente que le permite al Ejecutivo insertarse activamente en el trabajo congresional. Toda iniciativa había de encontrar el respaldo del Pacto.
La lógica consensual implica obsequiar a cada fuerza política un poder de veto absoluto. La negativa de uno implica un bloqueo insuperable. Por eso el consenso, salvo contadas excepciones, tiende a la inmovilidad, a la preservación de lo existente. Si se necesita contar con el apoyo de todos, lo más probable es que las cosas se queden como están. El gobierno debe entender que su trofeo inicial se ha convertido en su celda. Lo que le permitió movimiento en el primer capítulo, se lo niega en el segundo.
La ambigüedad presidencial fue el lubricante del consenso. La palanca de la nueva eficacia tiene que ser la definición. La atmósfera del consenso era la concordia. La tesis era que los intereses de los partidos se podían hacer coincidir con el interés nacional: sólo había que negociar inteligentemente para qué éste saliera a flote. La mecánica mayoritaria demanda confrontación. No puede llevarse a puerto una reforma sustancial si no se está dispuesto a definir un proyecto de cambio, defenderlo públicamente y enfrentar con lucidez y habilidad a los adversarios. Esa es, a mi entender, la tarea crucial del gobierno y de la presidencia: entender que la política del consenso ha concluido y que se requiere fundar una política de mayoría. Para ello, no solamente hay que encontrar el aliado suficiente, sino hay que emplear instrumentos distintos. Si fue una sorpresa que el gobierno de Peña Nieto fuera capaz de poner en pie una alianza post-ideológica para dar los primeros pasos; será también una sorpresa si es capaz de remplazarla por una efectiva alianza modernizadora. El paso requiere una mudanza política profunda: una clara definición programática, una disposición a encarar las fricciones del conflicto y el empeño de librar la batalla pública y de construir una mayoría parlamentaria. El éxito inicial del gobierno de Peña Nieto se ha convertido ya en su principal obstáculo.
Hasta este momento, la presidencia no ha tenido más orgullo que el Pacto. Incapaz de dar buenas noticias en el frente de la seguridad; sin mucho que celebrar en el ámbito económico, la única medalla de la nueva administración es el Pacto. Adentro y afuera presume la celebración de ese acuerdo como inauguración de la eficacia. Tras el terco enfrentamiento, tras la enemistad polarizante, el gobierno ha celebrado esa alianza, como la invención de la productividad democrática, como el matraz que procesa las diferencias y las transforma en reformas conciliatorias. Mientras las oposiciones amenazan cada quince minutos y al menor pretexto con romper el pacto, el gobierno se aferra al emblema como la única balsa en altamar. Pero el tablón se ha vuelto ya un simple madero de flotación. Perdió el motor y no hay nadie que reme.
El consenso, ese instrumento, se convirtió en valor. A partir de ahora puede ser obstáculo de las reformas a la que inicialmente sirvió. Si las oposiciones han amenazado en salirse del Pacto y reasumir a plenitud su función opositora, el gobierno debe hacer lo propio: adelantar que puede dirigir fuera de esa mesa inicial. Puede hacerlo, no como amenaza sino como expresión de ese deber de definición que tiene todo gobierno. La presidencia debe reivindicar su vocación reformista, aunque la palanca de cambio sea otra. Ante las reformas que vienen—la fiscal y la energética—el gobierno debe correr el riesgo de la iniciativa. Si hasta el momento pudo cocinar las reformas iniciales junto con sus adversarios, ahora debe hablar en primera persona --y en singular. Y desde esa voz, buscar las alianzas necesarias
Ese es, a mi entender, el desafío de esta segunda etapa de gobierno: empezar a hablar como gobierno: asumir la palabra que, en aras del consenso, se trasladó a una mesa de negociación colectiva. En algún sentido, gobierno estuvo dispuesto a diluirse y ser uno entre tres. El presidente, en efecto, renunció a su facultad de iniciativa. Cedió, incluso una atribución valiosísima que heredó de su antecesor: esa iniciativa preferente que le permite al Ejecutivo insertarse activamente en el trabajo congresional. Toda iniciativa había de encontrar el respaldo del Pacto.
La lógica consensual implica obsequiar a cada fuerza política un poder de veto absoluto. La negativa de uno implica un bloqueo insuperable. Por eso el consenso, salvo contadas excepciones, tiende a la inmovilidad, a la preservación de lo existente. Si se necesita contar con el apoyo de todos, lo más probable es que las cosas se queden como están. El gobierno debe entender que su trofeo inicial se ha convertido en su celda. Lo que le permitió movimiento en el primer capítulo, se lo niega en el segundo.
La ambigüedad presidencial fue el lubricante del consenso. La palanca de la nueva eficacia tiene que ser la definición. La atmósfera del consenso era la concordia. La tesis era que los intereses de los partidos se podían hacer coincidir con el interés nacional: sólo había que negociar inteligentemente para qué éste saliera a flote. La mecánica mayoritaria demanda confrontación. No puede llevarse a puerto una reforma sustancial si no se está dispuesto a definir un proyecto de cambio, defenderlo públicamente y enfrentar con lucidez y habilidad a los adversarios. Esa es, a mi entender, la tarea crucial del gobierno y de la presidencia: entender que la política del consenso ha concluido y que se requiere fundar una política de mayoría. Para ello, no solamente hay que encontrar el aliado suficiente, sino hay que emplear instrumentos distintos. Si fue una sorpresa que el gobierno de Peña Nieto fuera capaz de poner en pie una alianza post-ideológica para dar los primeros pasos; será también una sorpresa si es capaz de remplazarla por una efectiva alianza modernizadora. El paso requiere una mudanza política profunda: una clara definición programática, una disposición a encarar las fricciones del conflicto y el empeño de librar la batalla pública y de construir una mayoría parlamentaria. El éxito inicial del gobierno de Peña Nieto se ha convertido ya en su principal obstáculo.
jueves, 8 de agosto de 2013
Una posible reforma en Pemex
El diseño e implementación de las reformas en materia de petróleo y gas natural tomarán tiempo en madurar y sus principales resultados económicos no se obtendrán en este periodo gubernamental. El gobierno actual tendrá que asumir sus costos políticos, sin derivar los principales beneficios de la reforma. En estas circunstancias, se requiere una verdadera visión de Estado para tomar estas decisiones. La fase de diseño puede tardar más de un año; los regímenes a los que se ha aludido difícilmente estarán en su lugar antes de 2016; los procesos de licitación y la suscripción de contratos podría tomar un año más; poner en marcha y ampliar las actividades de exploración y desarrollo será relativamente lento.
La nueva plataforma económica y jurídica del sector extractivo de la industria petrolera tendría que incluir cinco regímenes básicos: el sistema de licencias o de contratos y el de derechos e impuestos; el interés financiero directo del Estado en proyectos privados; el marco regulatorio y la organización estatal de actividades petroleras y gasíferas. El diseño y el desarrollo de estos regímenes requieren un cuidado meticuloso de detalles técnicos, económicos y legales. Los cambios propuestos tienen que encuadrar en el contexto de cuestiones más amplias de la industria petrolera. No sólo deberá abordar asuntos relativos a la expansión de la oferta petrolera y medir el éxito en términos de la inversión extranjera directa que podría desencadenar. Una perspectiva más amplia y de largo plazo es esencial. Deberá incluir temas como la administración de la demanda de energía, la descarbonización de la matriz energética, la reducción de la contaminación local y la mitigación de las emisiones de carbono, así como mantener precios competitivos y accesibles, entre otros.
Los derechos de propiedad del subsuelo están inequívocamente especificados en la Constitución, donde se establece que corresponde a la nación el dominio directo del petróleo y demás hidrocarburos, incluyendo la petroquímica básica, y que ésta llevará a cabo la explotación de dichos productos; el sector público tendrá a su cargo, de manera exclusiva, estas áreas estratégicas, en las que no se otorgarán concesiones ni contratos. En el resto del mundo estos derechos de propiedad pertenecen a la nación, la corona o el Estado. Solamente en Estados Unidos los particulares pueden disfrutar estos derechos, usualmente el propietario de la tierra en los que se encuentran.
Las restricciones con respecto a las concesiones y los contratos de producción compartida (CPC) no son exclusivas a México y, aunque son poco frecuentes, también se dan en Arabia Saudita y Kuwait, por ejemplo. En nuestro país los contratos de riesgo se permitieron hasta 1958. La reforma que propondrá el gobierno reafirmará, inequívocamente, este principio básico en relación a los derechos de propiedad. Podría también plantear el regreso al marco constitucional y legal previo a 1958. Lo único que estará a discusión será la modificación de las actuales restricciones constitucionales en relación a los contratos y concesiones para la extracción de hidrocarburos, dado que la inversión privada directa en la exploración y producción de petróleo y gas natural supone cambios en los artículos 27, 28 y 25 constitucionales, y en las leyes secundarias que de ellos se derivan.
Pemex ha utilizado diversas formas contractuales de servicios en sus actividades extractivas. En años recientes evolucionó de contratos de servicios puros a otros de servicios de producción integrados y a los de administración incentivada de producción. Su éxito ha sido limitado en términos de los objetivos originales de Pemex. No lograron atraer a las grandes empresas petroleras internacionales. Sólo Repsol y Petrobras respondieron a la invitación del gobierno a participar, con la esperanza de que sería el primer paso hacia eventuales contratos de riesgo compartido. Un par de empresas regionales independientes han estado involucradas. Sin embargo, los principales jugadores han sido las empresas internacionales de servicios petroleros integrados. Ahora, conforme Pemex se dirige a la exploración en aguas ultraprofundas y a recursos no convencionales, estos contratos de servicios son claramente inapropiados, en particular en el caso de proyectos complejos, de gran escala y altos riesgos.
Evaluar los méritos relativos de regímenes concesionarios y de CPC requiere una comprensión profunda de las condiciones específicas prevalecientes en materia económica, política, jurídica, industrial y geológica. En términos generales, los sistemas concesionarios modernos son técnicamente superiores a los CPC. Han evolucionado de modelos basados en un trato desigual a otros de carácter más equitativo. Hoy en día se designan como licencias las formas modernas de concesión.
Los países productores en el mundo desarrollado muestran una clara preferencia por el régimen de licencias, mientras que en los países en desarrollo predominan los CPC. En Gran Bretaña, Noruega, Canadá, Australia y mar adentro en la costa estadunidense del Golfo, se cuenta con sistemas concesionarios modernos. Otros, como Brasil, ahora tienen un sistema dual que incluye CPC en campos presal en adición a concesiones en otras áreas marinas. Esos patrones reflejan la evolución de los derechos de propiedad y de su cumplimiento; la existencia de un Estado de derecho y la credibilidad de compromisos legales; la estabilidad del régimen impositivo y la madurez del régimen regulatorio. México calificaría entre este grupo de países en la medida en que ha tenido por mucho tiempo un amplio sector privado, una presencia sustantiva de empresas internacionales en otros sectores industriales y de servicios; y está en condiciones de desarrollar e instrumentar un moderno régimen de derechos e impuestos petroleros vinculado a la infraestructura del impuesto sobre la renta, y de fortalecer el régimen regulatorio de las actividades extractivas.
Los CPC tienden a ser más intrincados, suponen un mayor poder discrecional en su elaboración y manejo e involucran una mayor participación de la empresa petrolera estatal. Los CPC son el resultado de negociaciones contractuales detalladas. Su complejidad está inversamente relacionada a la solidez y confiabilidad de la estructura legal de un país. Entre menos confiable el régimen legal, un mayor número de cuestiones tienen que ser incorporadas en el CPC, dado que éste intenta convertirse en una ley autocontenida. La inclusión de regulaciones como parte del contrato lo hace aún más complicado. La intervención de la empresa petrolera estatal exige un mayor compromiso gerencial en las negociaciones y en la operación. Asimismo, la estructura de los CPC no cuenta con los pesos y contrapesos que usualmente contiene un régimen de licencias.
Por razones simbólicas funcionarios gubernamentales y personal político pudieran preferir los CPC. En el ánimo de muchos mexicanos las concesiones están inevitablemente ligadas a la explotación predatoria del petróleo mexicano antes de la nacionalización de esta industria. Los ejecutivos de Pemex podrían tener la misma preferencia debido a que continuarían involucrados en proyectos gestionados bajo esta estructura, como socios de las empresas internacionales. En el caso de un régimen de licencias, la gestión y las responsabilidades del gobierno están más nítidamente definidas y delimitadas, y la asociación puede darse con una entidad estatal diferente a Pemex. Algunos podrán argumentar que es posible lograr una cierta convergencia en los resultados económicos de regímenes alternativos. Aun si éste fuera el caso, tienen muy diferentes implicaciones respecto a su gobierno, su transparencia y sus salvaguardas.
La nueva plataforma económica y jurídica del sector extractivo de la industria petrolera tendría que incluir cinco regímenes básicos: el sistema de licencias o de contratos y el de derechos e impuestos; el interés financiero directo del Estado en proyectos privados; el marco regulatorio y la organización estatal de actividades petroleras y gasíferas. El diseño y el desarrollo de estos regímenes requieren un cuidado meticuloso de detalles técnicos, económicos y legales. Los cambios propuestos tienen que encuadrar en el contexto de cuestiones más amplias de la industria petrolera. No sólo deberá abordar asuntos relativos a la expansión de la oferta petrolera y medir el éxito en términos de la inversión extranjera directa que podría desencadenar. Una perspectiva más amplia y de largo plazo es esencial. Deberá incluir temas como la administración de la demanda de energía, la descarbonización de la matriz energética, la reducción de la contaminación local y la mitigación de las emisiones de carbono, así como mantener precios competitivos y accesibles, entre otros.
Los derechos de propiedad del subsuelo están inequívocamente especificados en la Constitución, donde se establece que corresponde a la nación el dominio directo del petróleo y demás hidrocarburos, incluyendo la petroquímica básica, y que ésta llevará a cabo la explotación de dichos productos; el sector público tendrá a su cargo, de manera exclusiva, estas áreas estratégicas, en las que no se otorgarán concesiones ni contratos. En el resto del mundo estos derechos de propiedad pertenecen a la nación, la corona o el Estado. Solamente en Estados Unidos los particulares pueden disfrutar estos derechos, usualmente el propietario de la tierra en los que se encuentran.
Las restricciones con respecto a las concesiones y los contratos de producción compartida (CPC) no son exclusivas a México y, aunque son poco frecuentes, también se dan en Arabia Saudita y Kuwait, por ejemplo. En nuestro país los contratos de riesgo se permitieron hasta 1958. La reforma que propondrá el gobierno reafirmará, inequívocamente, este principio básico en relación a los derechos de propiedad. Podría también plantear el regreso al marco constitucional y legal previo a 1958. Lo único que estará a discusión será la modificación de las actuales restricciones constitucionales en relación a los contratos y concesiones para la extracción de hidrocarburos, dado que la inversión privada directa en la exploración y producción de petróleo y gas natural supone cambios en los artículos 27, 28 y 25 constitucionales, y en las leyes secundarias que de ellos se derivan.
Pemex ha utilizado diversas formas contractuales de servicios en sus actividades extractivas. En años recientes evolucionó de contratos de servicios puros a otros de servicios de producción integrados y a los de administración incentivada de producción. Su éxito ha sido limitado en términos de los objetivos originales de Pemex. No lograron atraer a las grandes empresas petroleras internacionales. Sólo Repsol y Petrobras respondieron a la invitación del gobierno a participar, con la esperanza de que sería el primer paso hacia eventuales contratos de riesgo compartido. Un par de empresas regionales independientes han estado involucradas. Sin embargo, los principales jugadores han sido las empresas internacionales de servicios petroleros integrados. Ahora, conforme Pemex se dirige a la exploración en aguas ultraprofundas y a recursos no convencionales, estos contratos de servicios son claramente inapropiados, en particular en el caso de proyectos complejos, de gran escala y altos riesgos.
Evaluar los méritos relativos de regímenes concesionarios y de CPC requiere una comprensión profunda de las condiciones específicas prevalecientes en materia económica, política, jurídica, industrial y geológica. En términos generales, los sistemas concesionarios modernos son técnicamente superiores a los CPC. Han evolucionado de modelos basados en un trato desigual a otros de carácter más equitativo. Hoy en día se designan como licencias las formas modernas de concesión.
Los países productores en el mundo desarrollado muestran una clara preferencia por el régimen de licencias, mientras que en los países en desarrollo predominan los CPC. En Gran Bretaña, Noruega, Canadá, Australia y mar adentro en la costa estadunidense del Golfo, se cuenta con sistemas concesionarios modernos. Otros, como Brasil, ahora tienen un sistema dual que incluye CPC en campos presal en adición a concesiones en otras áreas marinas. Esos patrones reflejan la evolución de los derechos de propiedad y de su cumplimiento; la existencia de un Estado de derecho y la credibilidad de compromisos legales; la estabilidad del régimen impositivo y la madurez del régimen regulatorio. México calificaría entre este grupo de países en la medida en que ha tenido por mucho tiempo un amplio sector privado, una presencia sustantiva de empresas internacionales en otros sectores industriales y de servicios; y está en condiciones de desarrollar e instrumentar un moderno régimen de derechos e impuestos petroleros vinculado a la infraestructura del impuesto sobre la renta, y de fortalecer el régimen regulatorio de las actividades extractivas.
Los CPC tienden a ser más intrincados, suponen un mayor poder discrecional en su elaboración y manejo e involucran una mayor participación de la empresa petrolera estatal. Los CPC son el resultado de negociaciones contractuales detalladas. Su complejidad está inversamente relacionada a la solidez y confiabilidad de la estructura legal de un país. Entre menos confiable el régimen legal, un mayor número de cuestiones tienen que ser incorporadas en el CPC, dado que éste intenta convertirse en una ley autocontenida. La inclusión de regulaciones como parte del contrato lo hace aún más complicado. La intervención de la empresa petrolera estatal exige un mayor compromiso gerencial en las negociaciones y en la operación. Asimismo, la estructura de los CPC no cuenta con los pesos y contrapesos que usualmente contiene un régimen de licencias.
Por razones simbólicas funcionarios gubernamentales y personal político pudieran preferir los CPC. En el ánimo de muchos mexicanos las concesiones están inevitablemente ligadas a la explotación predatoria del petróleo mexicano antes de la nacionalización de esta industria. Los ejecutivos de Pemex podrían tener la misma preferencia debido a que continuarían involucrados en proyectos gestionados bajo esta estructura, como socios de las empresas internacionales. En el caso de un régimen de licencias, la gestión y las responsabilidades del gobierno están más nítidamente definidas y delimitadas, y la asociación puede darse con una entidad estatal diferente a Pemex. Algunos podrán argumentar que es posible lograr una cierta convergencia en los resultados económicos de regímenes alternativos. Aun si éste fuera el caso, tienen muy diferentes implicaciones respecto a su gobierno, su transparencia y sus salvaguardas.
El Estado también puede participar directamente como inversionista en la industria petrolera, tanto en las licencias de producción, como en coinversiones en oleoductos y gasoductos submarinos, así como en otras instalaciones. Podría limitar su inversión a proyectos abiertos a la inversión privada en áreas geográficas bien definidas. El Estado tendría una participación financiera minoritaria, aunque significativa, pero no sería el operador. Esta responsabilidad sería asumida por un particular, miembro del consorcio responsable. El Estado puede establecer dos instituciones separadas para garantizar la transparencia. Un fondo que detentaría el interés financiero directo del Estado, que compartiría los costos de capital y operación, así como las utilidades, sobre las mismas bases que los demás propietarios; y una pequeña empresa estatal que administraría el fondo.
Este modelo, con algunas variantes, ha sido adoptado por Noruega, Dinamarca y, más recientemente, Brasil. Sus objetivos son maximizar los ingresos estatales derivados del petróleo y el gas, complementar los ingresos gubernamentales por concepto de derechos e impuestos petroleros y, a través de un mecanismo de inversión alternativo, hacer el sistema de recaudación más robusto. Otro objetivo es lograr un mayor equilibrio entre las empresas internacionales y el Estado, corrigiendo asimetrías de información, particularmente las que se refieren a la estructura de costos. En el caso mexicano, dado la larga existencia de un monopolio de exploración y producción, el establecimiento de una entidad estatal adicional puede resultar útil, en particular si Pemex está sobrecargado con sus responsabilidades actuales.
La reforma petrolera presupone cambios básicos en el régimen de derechos e impuestos petroleros y, de manera más general, una reforma fiscal que aumente de manera significativa los ingresos de otras fuentes. La extraordinaria baja carga fiscal explica, en gran medida, la cómoda dependencia del Estado del petróleo. En los últimos seis años, en que la industria petrolera atravesó por un ciclo completo de precios, la participación media de los derechos e impuestos pagados por Pemex Exploración y Producción (PEP) respecto a sus rendimientos antes de impuestos fue de 96% y 68% de sus ingresos brutos. De 2007 a 2012, los ingresos petroleros contribuyeron 29% de los ingresos totales del gobierno federal, un monto equivalente a 4.7 puntos porcentuales del PIB. Si la participación gubernamental en los rendimientos de PEP se hubiera reducido en 2012 a 70%, la pérdida de ingresos hubiera sido equivalente a 1.3 puntos porcentuales del PIB. Este monto hubiera tenido que ser compensado por otros ingresos fiscales.
La situación, claramente, es insostenible tanto para el gobierno como para Pemex. Desde luego no es compatible con costos de exploración y desarrollo más elevados, y tampoco con la inversión privada en la industria petrolera. El régimen fiscal petrolero tiene que ser rediseñado completamente, comenzando por primeros principios, y una transición cuidadosa tiene que instrumentarse en el contexto de una reforma fiscal a fondo. Además, un nuevo régimen de derechos e impuestos debe ofrecer incentivos positivos y negativos a Pemex para mejorar la eficiencia de las actividades extractivas. Más importante aún, tendrá que garantizar una participación gubernamental elevada, aunque razonable.
El marco regulatorio de las actividades extractivas tiene que ser transformado y desarrollado plenamente, y el regulador deberá contar con mayores recursos técnicos y financieros, mayor autonomía respecto al gobierno y una protección adecuada que impida su captura por parte de Pemex y de eventuales jugadores privados. La Comisión Nacional de Hidrocarburos es producto de la reforma petrolera de 2008. La Secretaría de Energía mantuvo todos los poderes regulatorios y otorgó a la Comisión lo que esencialmente es un papel asesor. Ha realizado trabajo útil dando a conocer información que en el pasado no era de carácter público. Sus conflictos con Pemex han sido intensos debido a reclamos de que interviene en esferas de carácter operativo y gerencial, sin contar con el conocimiento técnico necesario. Además, desde su instalación, la Comisión ha sido castigada financieramente.
El corpus de regulaciones es a todas luces inadecuado y la Comisión depende, en gran medida, de la autorregulación de Pemex. En cuestiones de seguridad y medio ambiente no está convergiendo a un ritmo razonable con las mejores prácticas de la industria ni con los estándares estadunidenses. Esto es fuente de preocupación en actividades mar adentro, particularmente las que se realizan cerca de la frontera marítima con Estados Unidos. En términos generales, el cumplimiento de normas es laxo y la capacidad de supervisión e inspección casi inexistente. En las condiciones actuales, de atribuírsele poderes de administración del sistema de licencias, sería difícil que se desempeñara de manera creíble. Por lo tanto, el fortalecimiento del marco y de las instituciones regulatorias constituye un prerrequisito para la inversión privada en la industria petrolera.
Este modelo, con algunas variantes, ha sido adoptado por Noruega, Dinamarca y, más recientemente, Brasil. Sus objetivos son maximizar los ingresos estatales derivados del petróleo y el gas, complementar los ingresos gubernamentales por concepto de derechos e impuestos petroleros y, a través de un mecanismo de inversión alternativo, hacer el sistema de recaudación más robusto. Otro objetivo es lograr un mayor equilibrio entre las empresas internacionales y el Estado, corrigiendo asimetrías de información, particularmente las que se refieren a la estructura de costos. En el caso mexicano, dado la larga existencia de un monopolio de exploración y producción, el establecimiento de una entidad estatal adicional puede resultar útil, en particular si Pemex está sobrecargado con sus responsabilidades actuales.
La reforma petrolera presupone cambios básicos en el régimen de derechos e impuestos petroleros y, de manera más general, una reforma fiscal que aumente de manera significativa los ingresos de otras fuentes. La extraordinaria baja carga fiscal explica, en gran medida, la cómoda dependencia del Estado del petróleo. En los últimos seis años, en que la industria petrolera atravesó por un ciclo completo de precios, la participación media de los derechos e impuestos pagados por Pemex Exploración y Producción (PEP) respecto a sus rendimientos antes de impuestos fue de 96% y 68% de sus ingresos brutos. De 2007 a 2012, los ingresos petroleros contribuyeron 29% de los ingresos totales del gobierno federal, un monto equivalente a 4.7 puntos porcentuales del PIB. Si la participación gubernamental en los rendimientos de PEP se hubiera reducido en 2012 a 70%, la pérdida de ingresos hubiera sido equivalente a 1.3 puntos porcentuales del PIB. Este monto hubiera tenido que ser compensado por otros ingresos fiscales.
La situación, claramente, es insostenible tanto para el gobierno como para Pemex. Desde luego no es compatible con costos de exploración y desarrollo más elevados, y tampoco con la inversión privada en la industria petrolera. El régimen fiscal petrolero tiene que ser rediseñado completamente, comenzando por primeros principios, y una transición cuidadosa tiene que instrumentarse en el contexto de una reforma fiscal a fondo. Además, un nuevo régimen de derechos e impuestos debe ofrecer incentivos positivos y negativos a Pemex para mejorar la eficiencia de las actividades extractivas. Más importante aún, tendrá que garantizar una participación gubernamental elevada, aunque razonable.
El marco regulatorio de las actividades extractivas tiene que ser transformado y desarrollado plenamente, y el regulador deberá contar con mayores recursos técnicos y financieros, mayor autonomía respecto al gobierno y una protección adecuada que impida su captura por parte de Pemex y de eventuales jugadores privados. La Comisión Nacional de Hidrocarburos es producto de la reforma petrolera de 2008. La Secretaría de Energía mantuvo todos los poderes regulatorios y otorgó a la Comisión lo que esencialmente es un papel asesor. Ha realizado trabajo útil dando a conocer información que en el pasado no era de carácter público. Sus conflictos con Pemex han sido intensos debido a reclamos de que interviene en esferas de carácter operativo y gerencial, sin contar con el conocimiento técnico necesario. Además, desde su instalación, la Comisión ha sido castigada financieramente.
El corpus de regulaciones es a todas luces inadecuado y la Comisión depende, en gran medida, de la autorregulación de Pemex. En cuestiones de seguridad y medio ambiente no está convergiendo a un ritmo razonable con las mejores prácticas de la industria ni con los estándares estadunidenses. Esto es fuente de preocupación en actividades mar adentro, particularmente las que se realizan cerca de la frontera marítima con Estados Unidos. En términos generales, el cumplimiento de normas es laxo y la capacidad de supervisión e inspección casi inexistente. En las condiciones actuales, de atribuírsele poderes de administración del sistema de licencias, sería difícil que se desempeñara de manera creíble. Por lo tanto, el fortalecimiento del marco y de las instituciones regulatorias constituye un prerrequisito para la inversión privada en la industria petrolera.
Transformación de Pemex
Un aspecto central de la reforma petrolera es mejorar el desempeño operativo de Pemex y fortalecer su capacidad para manejar, eficaz y eficientemente proyectos de inversión de gran escala y complejidad. Esta empresa estatal es demasiado grande y sus activos demasiado valiosos como para dejarla fracasar. Además, está lejos de experimentar un colapso institucional. Sin embargo, sus rezagos siguen aumentando. El fin de la era de petróleo fácil y de renta económica masiva plantea nuevos retos para los que Pemex está mal preparado. La complejidad técnica de muchos de sus futuros proyectos exige el acceso a nuevas tecnologías y a un cuerpo gerencial de mayor calibre. Las habilidades de buena parte de su personal técnico de alto nivel y de sus ingenieros no alcanzan los estándares requeridos. Los trabajadores calificados no están siendo debidamente entrenados y carecen de la supervisión y liderazgo esperado de los cuadros gerenciales medios. Esto explica, en parte, la frecuencia de accidentes. La innovación no es premiada y actitudes conservadores adversas al riesgo tienden a prevalecer en todos los niveles. Pemex no es la primera opción de empleo de jóvenes talentosos. Las funciones de reclutamiento, selección, entrenamiento, retención y planeación de la carrera de sus ingenieros son débiles y, en algunas instancias, inexistentes. Como resultado de ciclos previos de contratación, una alta proporción de individuos está llegando a la edad de jubilación, por lo que el reemplazo generacional de personal experimentado se vuelve imperativo. Los niveles de remuneración privilegian la sobrevivencia en el empleo, dadas las generosas pensiones y los beneficios postjubilatorios. Sin embargo, las remuneraciones no son necesariamente competitivas en niveles críticos de la escala salarial.
El sindicato petrolero y su liderazgo plantean múltiples obstáculos al mejoramiento de la eficiencia operativa y a un buen gobierno corporativo. Su poder político anacrónico inhibe reformas necesarias y ofende a la sociedad. En nuestro pasado autoritario los sindicatos del sector público jugaron un papel importante en la estructura y proceso político del país, movilizando a los trabajadores para fines netamente políticos. Hoy en día, bajo un régimen más democrático en el que el poder se origina en las urnas, esta función está desapareciendo. En no pocos casos el comportamiento de los liderazgos sindicales tradicionales ha sido un símbolo de abuso y de corrupción. El sindicato petrolero impone una pesada carga financiera a través del sobreempleo, diversos privilegios y múltiples prácticas restrictivas que afectan la productividad, la vida democrática y la obligación de rendir cuentas de los recursos públicos que recibe.
El gobierno corporativo y el de la industria también son disfuncionales. El Consejo de Administración de Pemex está formado por secretarios de Estado, miembros del sindicato y un grupo de consejeros de tiempo completo que fueron propuestos por sus partidos políticos. Los conflictos de interés son obvios. Los miembros que representan al gobierno tienen una obligación fiduciaria con Pemex y al mismo tiempo deciden, en su responsabilidad principal, cuestiones que pueden afectar a la empresa de manera negativa. Los miembros del sindicato cuidan, predominantemente, sus intereses políticos y a sus afiliados. Los consejeros profesionales no son independientes. Los principales directivos de Pemex son designados por el presidente de la República. En el ente corporativo las designaciones tienden a ser de personal externo con escasos conocimientos de la industria. Esto debilita su liderazgo, al depender de cuadros internos para manejar la empresa, aunque desconfíen de ellos.
Las prerrogativas del Consejo y de los directivos de Pemex están mal definidas. En la práctica el papel del cuerpo directivo, los consejeros, los funcionarios públicos y los reguladores no está claramente determinado ni las fronteras de sus respectivas responsabilidades establecidas con precisión. La secretaría de Estado que supervisa a la industria petrolera tiene múltiples funciones: desarrolla e instrumenta políticas públicas, ejerce los derechos de propiedad del Estado respecto al subsuelo y al monopolio petrolero estatal, y regula a la industria. Sin embargo, no cuenta con los recursos humanos, financieros e institucionales suficientes para desempeñar estas funciones. La Secretaría de Hacienda no sólo fija los derechos y los impuestos, así como los precios de sus productos, sino que también aprueba el presupuesto anual de Pemex, línea por línea, dado que es una parte central del presupuesto federal. La ambigua demarcación, formal e informal, entre el gobierno y la empresa petrolera milita en contra de la autonomía de gestión. El proceso de control privilegia procedimientos y no se basa en resultados. En todos estos asuntos el gobierno y Pemex están lejos de operar de acuerdo a las mejores prácticas.
Pemex enfrenta flujos de efectivo negativos que tienen que ser financiados con fondos presupuestales del gobierno federal y que llevan a una dependencia creciente respecto del endeudamiento externo. A fines de 2012 el endeudamiento total aumentó a cerca de 60 mil millones de dólares. Adicionalmente, reservas no fondeadas para pensiones y obligaciones laborales postjubilatorias ascienden a 99 mil millones de dólares. Una opción es reducir la carga fiscal de Pemex y otra es abrir la industria a la inversión privada, o una combinación de ambas. Los flujos de inversión privada tardarán tiempo en ampliarse, por lo que se necesita reducir con prontitud el monto de los derechos e impuestos. Esto implica una reforma fiscal exitosa que permita sustituir ingresos petroleros.
Sin estos cambios la posición financiera de Pemex continuará deteriorándose, limitando aún más sus presupuestos de inversión. Además, si ha de explorar y desarrollar los recursos localizados en aguas ultraprofundas y en depósitos de lutitas y, al mismo tiempo, sostener la producción de sus activos maduros, aumentarán los requerimientos de capital de la industria petrolera. Los riesgos que estos nuevos proyectos suponen, y la incertidumbre respecto a su tamaño y su perfil temporal, plantean retos adicionales. Liberar a Pemex de una parte de esta pesada carga financiera y gerencial permitiría a la empresa mejorar su desempeño en áreas donde su experiencia e infraestructura ofrecen mayores ventajas comparativas. En cualquier caso, PEP tendrá que mejorar su desempeño para justificar la asignación de los cuantiosos recursos que utiliza. Deberá estar más consciente que no es lo mismo gastar que invertir.
Las prerrogativas del Consejo y de los directivos de Pemex están mal definidas. En la práctica el papel del cuerpo directivo, los consejeros, los funcionarios públicos y los reguladores no está claramente determinado ni las fronteras de sus respectivas responsabilidades establecidas con precisión. La secretaría de Estado que supervisa a la industria petrolera tiene múltiples funciones: desarrolla e instrumenta políticas públicas, ejerce los derechos de propiedad del Estado respecto al subsuelo y al monopolio petrolero estatal, y regula a la industria. Sin embargo, no cuenta con los recursos humanos, financieros e institucionales suficientes para desempeñar estas funciones. La Secretaría de Hacienda no sólo fija los derechos y los impuestos, así como los precios de sus productos, sino que también aprueba el presupuesto anual de Pemex, línea por línea, dado que es una parte central del presupuesto federal. La ambigua demarcación, formal e informal, entre el gobierno y la empresa petrolera milita en contra de la autonomía de gestión. El proceso de control privilegia procedimientos y no se basa en resultados. En todos estos asuntos el gobierno y Pemex están lejos de operar de acuerdo a las mejores prácticas.
Pemex enfrenta flujos de efectivo negativos que tienen que ser financiados con fondos presupuestales del gobierno federal y que llevan a una dependencia creciente respecto del endeudamiento externo. A fines de 2012 el endeudamiento total aumentó a cerca de 60 mil millones de dólares. Adicionalmente, reservas no fondeadas para pensiones y obligaciones laborales postjubilatorias ascienden a 99 mil millones de dólares. Una opción es reducir la carga fiscal de Pemex y otra es abrir la industria a la inversión privada, o una combinación de ambas. Los flujos de inversión privada tardarán tiempo en ampliarse, por lo que se necesita reducir con prontitud el monto de los derechos e impuestos. Esto implica una reforma fiscal exitosa que permita sustituir ingresos petroleros.
Sin estos cambios la posición financiera de Pemex continuará deteriorándose, limitando aún más sus presupuestos de inversión. Además, si ha de explorar y desarrollar los recursos localizados en aguas ultraprofundas y en depósitos de lutitas y, al mismo tiempo, sostener la producción de sus activos maduros, aumentarán los requerimientos de capital de la industria petrolera. Los riesgos que estos nuevos proyectos suponen, y la incertidumbre respecto a su tamaño y su perfil temporal, plantean retos adicionales. Liberar a Pemex de una parte de esta pesada carga financiera y gerencial permitiría a la empresa mejorar su desempeño en áreas donde su experiencia e infraestructura ofrecen mayores ventajas comparativas. En cualquier caso, PEP tendrá que mejorar su desempeño para justificar la asignación de los cuantiosos recursos que utiliza. Deberá estar más consciente que no es lo mismo gastar que invertir.
A los dueños de los recursos del subsuelo no nos queda más remedio que pagar por ver. Es necesario invertir montos sustanciales y desplegar intensas actividades para identificar y verificar la existencia de recursos que aún están por descubrirse. Si bien hay indicios de mayores volúmenes de hidrocarburos, la realidad es que poco sabemos de su tamaño, la proporción económicamente recuperable de ellos y la magnitud de su eventual costo. De lo que no hay duda es que hoy carecemos de las bases para iniciar un verdadero renacimiento de la industria petrolera. El tiempo se nos agota. El prolongado debate entre estadistas y desreguladores plantea una falsa dicotomía entre Estado y mercado, que no recoge ni responde a la complejidad de los problemas de la industria petrolera. La introducción de la competencia y el fin del monopolio estatal exigen formas nuevas y más eficaces de intervención estatal y el desarrollo de estructuras de mercado más robustas. El futuro de la industria petrolera y de Pemex depende de ello.
Notas sobre una posible reforma petrolera
Nuevas circunstancias externas e internas, así como una creciente frustración respecto a nuestra incapacidad para transformar el patrón de desarrollo de Pemex, me han llevado a pensar en la necesidad de abrir esta industria a la competencia y a la inversión privada, bajo un marco regulatorio fuerte y eficaz. Mantengo la firme convicción de que podemos preservar a Pemex como una empresa petrolera integrada, de carácter dominante, manejada con criterios eminentemente comerciales y empresariales, y con una identidad nacional inequívoca. Para ello deberá someterse a una profunda renovación institucional.
El cambio de mi postura fue un proceso amargo, pero no era inevitable. Siempre hubo opciones alternativas y oportunidades que no fuimos capaces de reconocer y tampoco actuamos en consecuencia. Una industria que extrae y procesa recursos naturales finitos tiene, necesariamente, que renovarse para evitar su declinación. Hoy, ante una situación que considero insostenible, la industria requiere más mercado y más Estado. Habrá que transitar de una intervención estatal directa a una indirecta, que mediante la regulación establezca las reglas del juego con las que podrán desenvolverse mercados vigorosos, que alienten una mayor eficiencia y movilicen mayores recursos. Sin embargo, debemos mantener un escepticismo vigilante frente a soluciones de mercado, dados sus recurrentes fracasos cuando se debilita la regulación estatal.
El cambio de mi postura fue un proceso amargo, pero no era inevitable. Siempre hubo opciones alternativas y oportunidades que no fuimos capaces de reconocer y tampoco actuamos en consecuencia. Una industria que extrae y procesa recursos naturales finitos tiene, necesariamente, que renovarse para evitar su declinación. Hoy, ante una situación que considero insostenible, la industria requiere más mercado y más Estado. Habrá que transitar de una intervención estatal directa a una indirecta, que mediante la regulación establezca las reglas del juego con las que podrán desenvolverse mercados vigorosos, que alienten una mayor eficiencia y movilicen mayores recursos. Sin embargo, debemos mantener un escepticismo vigilante frente a soluciones de mercado, dados sus recurrentes fracasos cuando se debilita la regulación estatal.
Reticencias a la reforma
Si bien hay múltiples diagnósticos en torno a la problemática de la industria petrolera mexicana, carecemos de un diagnóstico crítico compartido. Con lenguaje diplomático complaciente se alude a problemas específicos, sin enmarcarlos en un contexto general y sin explicar sus causas. Hay también una clara preferencia por llamar la atención sobre supuestos éxitos parciales y subrayar que ya se avanza en la solución de deficiencias evidentes. El arreglo institucional del sector no favoreció la realización de un análisis integral del paradigma petrolero dominante ni alentó el reconocimiento de las disyuntivas y los dilemas que enfrenta la reforma petrolera, así como sus riesgos y los problemas que entraña.
Por largo tiempo el gobierno ha dado señales contradictorias al privilegiar objetivos de corto plazo, desatendiendo problemas estructurales de la industria petrolera, y concentrándose en su aportación neta de recursos al fisco y, en menor grado, su contribución al financiamiento de la balanza comercial. La masiva renta económica generada se dispersó parcialmente a través de formas toleradas de ineficiencia, subsidios, corrupción y abandono administrativo. Algunos piensan que con sólo anunciar una nueva política pública se resolverán añejos problemas, prometiendo soluciones sin costos económicos y sociales, mientras que otros más tienden a agotar sus energías en la denuncia de los males que nos aquejan y de su supuesto origen.
La privatización de la industria petrolera tiene dos acepciones: la venta de activos de una entidad estatal y la apertura de sus actividades sustantivas a la inversión privada. La nación es la propietaria de las reservas y Pemex sólo tiene el derecho exclusivo de explotar estas reservas por cuenta y orden del Estado. Insistir en que no se privatizará la industria petrolera mexicana, dado que los hidrocarburos continuarán siendo de la nación o porque no se venderán activos propiedad de Pemex, confunde a la opinión pública. Abrir a la inversión privada la extracción de petróleo y gas natural es, en todas partes, una forma de privatización, que en la mayoría de las veces se refleja en el registro de las reservas como activos de empresas particulares.
La polarización de posiciones respecto al desarrollo de la industria petrolera y de la participación privada en la misma ha generado más calor que luz. Los extremos antagónicos se radicalizaron aún más, alimentándose mutuamente de la desconfianza que se profesan. Las partes expresaron con certeza principios y convicciones, así como ignorancia técnica y desconocimiento de la operación y la administración de la industria petrolera. Mientras se ha sostenido esta guerra ideológica, continuó el deterioro de Pemex y se malograron esfuerzos limitados de reforma.
Entre nosotros hay una corriente de opinión que ve al sector energético como una isla soberana y autárquica que debe escapar a la lógica del desarrollo capitalista del resto de la economía mexicana. Cree que para lograrlo conviene integrar defensivamente al sector energético en una sola entidad que abarque a las empresas estatales de electricidad y petróleo. Desde esta perspectiva es también deseable aislarlas de los efectos corrosivos del comercio internacional. De ahí viene la propuesta de dejar de exportar petróleo, construir cinco refinerías simples que permitan dejar de importar productos destilados, así como gas natural, que sería sustituido por combustóleo para cubrir los requerimientos de centrales eléctricas. Quienes así piensan recuerdan una historia heroica, añoran una edad de oro que nunca existió y aspiran a un futuro que en muy pocos países existe. Hacen caso omiso a las implicaciones económicas y ambientales de su propuesta.
Por otra parte, a una corriente ultraliberal le interesa desmantelar a Pemex, pues aborrece la intervención directa del Estado en la economía y cree que la transferencia de estos activos a particulares resuelve todos sus problemas. Esta escuela tiene una fe ciega en el funcionamiento libre del mercado en el sector energético, lo que implica la privatización de sus empresas estatales, la apertura plena a la inversión extranjera directa y una regulación económica mínima. Aceptan que esto se haga mal, pero rápido, para crear los intereses particulares que eviten cualquier reversión. Sus soluciones de libro de texto no requieren de un conocimiento detallado del sector.
Sin embargo, es importante comprender la renuencia mexicana a la privatización de la industria petrolera. Históricamente puede explicarse en torno a tres procesos profundos: nuestra revolución social, el nacionalismo revolucionario y el capitalismo burocrático que caracterizó gran parte de la historia del siglo XX y que culminó a finales de los años cincuenta con lo que se consideró como el perfeccionamiento del monopolio petrolero estatal y la mexicanización de la industria eléctrica. La propiedad estatal de las actividades productivas era vista como la esencia del socialismo. Su predominio en las cumbres dominantes de la estructura económica fue un precepto leninista ampliamente adoptado en países en desarrollo. A su vez, nuestra vigorosa tradición nacionalista hizo hincapié en la soberanía sobre los recursos naturales como sostén fundamental de la autonomía económica. Finalmente, el capitalismo burocrático mexicano utilizó de manera eficaz el poder político para alentar el desarrollo. La crisis económica de 1982 y sus repercusiones políticas erosionaron el papel del Estado en la vida económica del país; y el deterioro de las finanzas públicas afectó de manera inevitable las finanzas de las empresas estatales. A un Estado pobre correspondía una empresa petrolera estatal pobre. El abandono de principios socialistas, el debilitamiento del nacionalismo mexicano y la globalización han creado un vacío ideológico en el que se desarrolla la política de apertura a la participación privada del sector energético.
La reticencia a la privatización petrolera obedece también a riesgos reales que ésta entraña. Sobresalen dos: la eventual desnacionalización de esta industria y la formación de empresas privadas con poderes monopólicos. Estos fenómenos se han producido en otros sectores de la economía. Basta recordar la historia contemporánea de la banca comercial y de las telecomunicaciones, entre otras. Hay quienes no consideran importante la nacionalidad de la propiedad de las empresas en un régimen internacional de Estados-nación. Sin embargo, ¿quién duda que Exxon y Chevron sean empresas estadunidenses, que Total sea francesa y BP británica? La nacionalidad de Statoil, Petrobras y Saudi Aramco es inequívoca. Todas estas empresas son verdaderos campeones nacionales. Para evitar que la privatización se convierta en desnacionalización es necesario modernizar a Pemex y establecer las debidas salvaguardas en relación a la participación privada en la industria petrolera. A su vez, la monopolización privada sólo puede evitarse mediante un régimen regulatorio que esté en plenas funciones antes de que se dé la apertura a la inversión privada.
La reticencia a la privatización petrolera obedece también a riesgos reales que ésta entraña. Sobresalen dos: la eventual desnacionalización de esta industria y la formación de empresas privadas con poderes monopólicos. Estos fenómenos se han producido en otros sectores de la economía. Basta recordar la historia contemporánea de la banca comercial y de las telecomunicaciones, entre otras. Hay quienes no consideran importante la nacionalidad de la propiedad de las empresas en un régimen internacional de Estados-nación. Sin embargo, ¿quién duda que Exxon y Chevron sean empresas estadunidenses, que Total sea francesa y BP británica? La nacionalidad de Statoil, Petrobras y Saudi Aramco es inequívoca. Todas estas empresas son verdaderos campeones nacionales. Para evitar que la privatización se convierta en desnacionalización es necesario modernizar a Pemex y establecer las debidas salvaguardas en relación a la participación privada en la industria petrolera. A su vez, la monopolización privada sólo puede evitarse mediante un régimen regulatorio que esté en plenas funciones antes de que se dé la apertura a la inversión privada.
Consideraciones tácticas
El gobierno mexicano tendrá que resolver complejos dilemas estratégicos y tácticos que envuelven a una posible propuesta de reforma energética. En primer lugar, tiene que elegir entre diversas alternativas respecto al alcance, la profundidad, la secuencia y el calendario de la reforma. Tiene también que definir la ruta que seguirá para lograr su aprobación en el Congreso y los pasos que tomará para su instrumentación. La fallida reforma petrolera de 2008 ofrece diversas lecciones. Una de ellas es que la decisión de evitar una reforma constitucional la emasculó. Concedido este asunto capital, se inició una amplia discusión que desembocó en una sobrelegislación desordenada a la que todas las partes contribuyeron. La falta de un claro sentido de dirección abrió la posibilidad de que se aprobara una reforma cuya paternidad todos terminaron desconociendo. La reforma de 2008 fue el producto de una profunda desconfianza estratégica, que reflejaba suspicacias mutuas respecto a las intenciones de largo plazo de cada uno de los actores principales.
La triste historia de la reforma de 2008 ha llevado a algunos a proponer que la nueva propuesta se limite, por ahora, a excluir de la Constitución las restricciones que impiden la inversión privada en el sector energético, dejando para más adelante detalles que se especificarían en leyes reglamentarias y decretos, donde las mayorías exigidas son menores o, incluso, no se necesita pasar por el Congreso. Además, dado que algunos de los principales asuntos energéticos dejarían de estar en el ámbito constitucional, las nuevas leyes tenderían a ser más escuetas, evitando la tentación de abundar en detalles que las abrirían a extensas discusiones y a la introducción de múltiples salvaguardas. Una buena parte de dichas precisiones se ubicaría en el marco regulatorio, donde predominarían discusiones técnicas mejor delimitadas.
Este posicionamiento táctico minimalista se basa en supuestos discutibles. La reforma del sector energético, particularmente del petróleo, no es un asunto político y económico menor. En otras partes del mundo ha suscitado un amplio e intenso debate público. Pensar que es factible solicitar al Congreso y a la opinión pública un cheque en blanco en relación a temas de esta importancia es poco realista. Sería necesario, cuando menos, esbozar los elementos propositivos más importantes respecto a las modalidades que asumiría la reforma y justificarlos. La información mínima requerida sería suficiente para abrir el debate que se busca eludir. No revelarla ocasionaría todo tipo de suspicacias. La cultura política actual exige una mayor deliberación sobre políticas públicas, que en el pasado tendía evitarse mediante actos de autoridad. Aun si esta maniobra tuviera éxito en el corto plazo, sus costos a más largo plazo podrían ser elevados.
El vacío que se crearía entre una apertura legislativa a secas y la formulación normativa secundaria entraña importantes riesgos. Resultaría difícil coordinar la acción de los principales agentes económicos en condiciones de incertidumbre, abriendo el espacio a las presiones de múltiples grupos de interés, cuyas expectativas podrían diferir significativamente de lo que eventualmente se acordara. Entonces, si éste fuera el caso, se tendría que actuar con mayor premura, corriendo el riesgo de cometer errores importantes de alto costo, provocar consecuencias no buscadas y reducir el poder de negociación del Estado.
La fragmentación política de los partidos de oposición dificulta lo obtención de la mayoría necesaria para aprobar reformas constitucionales. Es posible que algunos legisladores sostengan posiciones irreductibles. Otros más podrán actuar de manera oportunista, reflejando conflictos al interior de su fracción parlamentaria. Algunos intercambiarán su apoyo por concesiones sustanciales en otros asuntos que se ventilan en el Congreso. No sería la primera vez que la aprobación de una reforma se sujete a la de otra. En cualquier caso el ejercicio de la disciplina partidista no puede darse por descontada.
La reforma supone, necesariamente, cambios constitucionales importantes. De no proponerse o si no pudieran lograrse, sería mejor esperar un momento más propicio. Sin embargo, esta posibilidad está restringida por las declaraciones reiteradas de que se enviará al Congreso una iniciativa de reforma energética en septiembre de 2013. Antes de que esto suceda el gobierno tendrá que diseñar los cambios constitucionales y legales que propondrá, los términos de los cambios al marco regulatorio, un nuevo sistema de regalías e impuestos petroleros y la identificación de los desarrollos institucionales requeridos. La reforma de nuestra industria del petróleo y del gas exige un esfuerzo sostenido, mucha paciencia y disciplina. Desafortunadamente, no hay arreglos fáciles ni soluciones sencillas a la compleja gama de problemas que enfrenta. En primera instancia, el gobierno tendrá que formular un documento de política energética que plantee de manera clara sus principales objetivos, describa los problemas que espera poder resolver, reconozca pragmáticamente las restricciones que enfrenta, identifique los principales instrumentos de cambio disponibles y estructure estrategias. Tendrá también que lidiar con los conflictos que surjan entre los esfuerzos dirigidos a la reforma, la reestructuración de Pemex y otras cuestiones estratégicas.
La reforma constitucional es una condición necesaria, más no suficiente, del cambio. La reforma de 1995, que abrió los gasoductos a la inversión privada, es un buen ejemplo que hay que recordar. Tuvo un efecto limitado sobre la construcción de los ductos requeridos, debido a una política inapropiada y al fracaso en torno a cuestiones regulatorias y de organización industrial. A 18 años de distancia, el país va de un recorte de suministro a otro por falta de capacidad de transporte de gas.
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