Luego de que el Juez XIII de Distrito en Materia Penal exonerara a Raúl Salinas de Gortari, hermano del expresidente, Carlos Salinas de Gortari, por el delito de enriquecimiento ilícito, la Procuraduría General de la República (PGR) presentó una apelación.
Ahora el asunto se encuentra en un Tribunal Unitario, que modificará, revocará, confirmará o repondrá la sentencia, cuyo plazo para determinar la situación será en aproximadamente 20 a 25 días, sin exceder el plazo de 30 días.
Carlos López Cruz, juez XIII de Distrito de Procesos Penales Federales en el Distrito Federal, determinó que Raúl Salinas no es penalmente responsable de la comisión de dicho delito.
Juan Manuel Gutiérrez también fue exonerado, se le acusaba del mismo delito, además de peculado y fue acusado por el Ministerio Público de ser el prestanombres de Salinas de Gortari.
De ratificarse la sentencia, se tendrán que devolver todos los bienes que le fueron asegurados el 2 de abril de 1996 por orden del Juez IV de Distrito en Materia Penal en el Distrito Federal.
También la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) tiene que descongelar seis cuentas bancarias y el mismo número de cuentas de cheques.
En caso de que se confirme la resolución absolutoria, las autoridades tendrán que devolver a Raúl Salinas de Gortari las propiedades que le fueron confiscadas en 1996 y descongelar varias de sus cuentas bancarias.
El hermano del expresidente de México, quien gobernó de 1988 a 1994, fue excarcelado en junio del 2005, fecha en la que fue absuelto del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu y otros cargos como defraudación fiscal, lavado de dinero, peculado y narcotráfico.
Páginas
miércoles, 31 de julio de 2013
Raúl Salinas exonerado de enriquecimiento ilícito
lunes, 22 de julio de 2013
Ejecuciones a control remoto
El Presidente de los Estados Unidos, el Premio Nobel de la Paz de 2009, ha abrazado con entusiasmo una política pública que, con timidez, inició su antecesor. Se trata de una programa gubernamental para exterminar a sus enemigos a control remoto. El asesinato como política pública. Ejecuciones extrajudiciales reconocidas abiertamente por el presidente Obama y defendidas como forma legítima de actuación gubernamental. A la distancia, el ejecutor mueve una nave no tripulada cuya misión es hace volar al enemigo. No corre ningún riesgo, observa una pantalla mientras oprime botones y mueve palancas. Alguien podría pensar que juega en una computadora pero no es trivial el efecto de sus movimientos. Detrás de la pantalla, la muerte.
El centro de la política antiterrorista del gobierno norteamericano es un macabro videojuego. Un programa pretendidamente preciso de asesinatos a distancia. Esta política pública ha sido diseñada tecnológica y legalmente. Se basa en la idea de que es mejor matar que procesar; que es preferible asesinar al enemigo que apresarlo. Obama rompió con la política bélica de Bush II. Caras, inútiles, quizá contraproducentes, las intervenciones militares en Irak o en Afganistán tenían una ambición descomunal: transformar a los Estados enemigos en aliados; reconfigurar la política interior de esos países para evitar que apoyen o que financien a los terroristas; impedir que se asienten en su territorio, campos de entrenamiento. Rehacer el Estado o inventarles nación a través de la ocupación militar. Transformar al enemigo en ejemplo para los vecinos. Obama no tiene esa pretensión. Sabe bien que las guerras son impopulares, que cuestan mucho dinero, que son mala publicidad y que conllevan enormes responsabilidades posteriores. Por eso ha variado la estrategia: en lugar de ocupar territorialmente el país que amenaza, ha puesto en marcha el más amplio programa de exterminio selectivo del que se tenga memoria. Miles de personas han sido asesinadas por este programa eufemísticamente descrito como operaciones de contingencia en el extranjero. El blanco ya no es el Estado que apadrina terroristas: el blanco es, literalmente, el terrorista.
En mayo de este año, el presidente Obama pronunció un discurso en la Universidad de la Defensa en el que delineó su estrategia contra el terrorismo. Habló de la necesidad de terminar con la guerra. Como toda guerra, la guerra contra el terrorismo debe terminar, dijo Lo que debía ponerse en práctica ahora era una estrategia de desmantelamiento de las organizaciones terroristas. La violencia de los extremistas debía enfrentarse con un esfuerzo permanente y de gran precisión. Alejándose de la escabrosa invasión, Obama defiende la precisión quirúrgica del asesinato. Los drones convertidos en el eje de una política. En realidad lo que propone Obama es la continuación de la guerra por otras vías. Como bien ha advertido el pensador liberal Stephen Holmes, su política no pretende terminar con la guerra: quiere ocultarla. Sigamos con la guerra, pero que a nadie le incomode. Continuemos en guerra pero que ésta ya no salga en la televisión. Prosigamos la batalla pero que ésta no penetre en la conciencia de los ciudadanos norteamericanos.
El presidente del vastísimo programa de espionaje resulta también el presidente del ocultamiento más efectivo. Los ataques a control remoto son en efecto, por su propia naturaleza, secretos. Podrán devastar una comunidad remota, aniquilar civiles que no tienen nada que ver con el terrorismo, matar a niños pero no salen en las noticias de la noche. Con las guerras convencionales viajan periodistas, camarógrafos, cronistas que describen, que narran, que retratan los horrores de la guerra. Los drones no tienen asientos para llevar a la prensa al viaje. Las embestidas de Obama han logrado escapar de la publicidad y son, por ello mismo, infinitamente más peligrosas.
Bush fue el presidente de Guantánamo, Obama será el presidente de los drones, escribe Holmes. No se trata de una mejora sino, el fondo, del agravamiento de una política que desprecia la ley y que anula los derechos. El presidente de un país decidiendo por sí y ante sí quién merece la muerte en cualquier rincón del planeta. De acuerdo al código imperial, le corresponde esa “facultad” de designar a quien merece la muerte sin juicio y sin derecho a defensa. Hay una discrepancia entre Obama y su antecesor sobre los usos de la fuerza militar. Pero debajo de ese desacuerdo hay una coincidencia profunda: la convicción de que sus “enemigos” carecen de derechos. Obama sigue--y tal vez profundiza—la certeza de su antecesor de que los sospechosos de estar involucrados en actividades terroristas no merecen procesos justos e imparciales. No deben ser aprisionados de por vida y sin derecho a defenderse: merecen ser exterminados.
El centro de la política antiterrorista del gobierno norteamericano es un macabro videojuego. Un programa pretendidamente preciso de asesinatos a distancia. Esta política pública ha sido diseñada tecnológica y legalmente. Se basa en la idea de que es mejor matar que procesar; que es preferible asesinar al enemigo que apresarlo. Obama rompió con la política bélica de Bush II. Caras, inútiles, quizá contraproducentes, las intervenciones militares en Irak o en Afganistán tenían una ambición descomunal: transformar a los Estados enemigos en aliados; reconfigurar la política interior de esos países para evitar que apoyen o que financien a los terroristas; impedir que se asienten en su territorio, campos de entrenamiento. Rehacer el Estado o inventarles nación a través de la ocupación militar. Transformar al enemigo en ejemplo para los vecinos. Obama no tiene esa pretensión. Sabe bien que las guerras son impopulares, que cuestan mucho dinero, que son mala publicidad y que conllevan enormes responsabilidades posteriores. Por eso ha variado la estrategia: en lugar de ocupar territorialmente el país que amenaza, ha puesto en marcha el más amplio programa de exterminio selectivo del que se tenga memoria. Miles de personas han sido asesinadas por este programa eufemísticamente descrito como operaciones de contingencia en el extranjero. El blanco ya no es el Estado que apadrina terroristas: el blanco es, literalmente, el terrorista.
En mayo de este año, el presidente Obama pronunció un discurso en la Universidad de la Defensa en el que delineó su estrategia contra el terrorismo. Habló de la necesidad de terminar con la guerra. Como toda guerra, la guerra contra el terrorismo debe terminar, dijo Lo que debía ponerse en práctica ahora era una estrategia de desmantelamiento de las organizaciones terroristas. La violencia de los extremistas debía enfrentarse con un esfuerzo permanente y de gran precisión. Alejándose de la escabrosa invasión, Obama defiende la precisión quirúrgica del asesinato. Los drones convertidos en el eje de una política. En realidad lo que propone Obama es la continuación de la guerra por otras vías. Como bien ha advertido el pensador liberal Stephen Holmes, su política no pretende terminar con la guerra: quiere ocultarla. Sigamos con la guerra, pero que a nadie le incomode. Continuemos en guerra pero que ésta ya no salga en la televisión. Prosigamos la batalla pero que ésta no penetre en la conciencia de los ciudadanos norteamericanos.
El presidente del vastísimo programa de espionaje resulta también el presidente del ocultamiento más efectivo. Los ataques a control remoto son en efecto, por su propia naturaleza, secretos. Podrán devastar una comunidad remota, aniquilar civiles que no tienen nada que ver con el terrorismo, matar a niños pero no salen en las noticias de la noche. Con las guerras convencionales viajan periodistas, camarógrafos, cronistas que describen, que narran, que retratan los horrores de la guerra. Los drones no tienen asientos para llevar a la prensa al viaje. Las embestidas de Obama han logrado escapar de la publicidad y son, por ello mismo, infinitamente más peligrosas.
Bush fue el presidente de Guantánamo, Obama será el presidente de los drones, escribe Holmes. No se trata de una mejora sino, el fondo, del agravamiento de una política que desprecia la ley y que anula los derechos. El presidente de un país decidiendo por sí y ante sí quién merece la muerte en cualquier rincón del planeta. De acuerdo al código imperial, le corresponde esa “facultad” de designar a quien merece la muerte sin juicio y sin derecho a defensa. Hay una discrepancia entre Obama y su antecesor sobre los usos de la fuerza militar. Pero debajo de ese desacuerdo hay una coincidencia profunda: la convicción de que sus “enemigos” carecen de derechos. Obama sigue--y tal vez profundiza—la certeza de su antecesor de que los sospechosos de estar involucrados en actividades terroristas no merecen procesos justos e imparciales. No deben ser aprisionados de por vida y sin derecho a defenderse: merecen ser exterminados.
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lunes, 15 de julio de 2013
Zarpar y navegar
La coalición reformista superó un escollo importante. Las elecciones pudieron haber sido la estocada de muerte de esa extraña alianza política que se constituyó al arranque del gobierno. No lo aniquilaron porque cada fuerza política pudo colgarse medallas del voto; porque nadie perdió todo, porque nadie ganó todo. A pesar de los cambios en el calendario, las elecciones siguen siendo la coartada periódica del desacuerdo. Si bien es evidente que las elecciones regionales reflejan procesos locales, aquéllas son usadas una y otra vez como pieza del tablero nacional. El azar puso la moneda electoral en sintonía con los intereses de frágil pacto reformista. Puede decirse que ha ganado tiempo pero no que haya vencido sus obstáculos.
El Pacto por México pudo aprovechar oportunidades que parecen imposibles de estabilizar en el tiempo. Invento imaginativo, el Pacto no es solución duradera. La primera ventaja del Pacto fue la sorpresa. En noviembre de 2012 nadie imaginaba la confluencia de las tres principales fuerzas políticas en un programa ambicioso y, a la vez, concreto. Las fuerzas coaligadas actuaron con rapidez y tino. Acertaron en la secuencia de las reformas y fueron capaces de mostrar, muy pronto, los frutos de su acuerdo. Los opositores no tuvieron tiempo de organizarse para la protesta. El pacto conformó un grupo compacto de negociadores que enfrentó adversarios débiles, dispersos y distraídos. Aún dentro de los propios partidos, el pacto pudo imponerse por la velocidad con la que se puso en pie. El vocabulario empleado entonces fue revelador: cambios para la recuperación de la rectoría del Estado. La expresión no era vacía: reflejaba la convicción de la clase política de que los intereses privados necesitaban ser acotados y que sólo a las fuerzas democráticamente representativas correspondía dictar la política pública.
La coalición reformista enfrenta retos nuevos. Ya no queda sorpresa en el Pacto; los opositores han tenido ya tiempo para organizarse y diseñar una estrategia de resistencia; las coincidencias constitucionales tienen que descender a la legislación secundaria. La prisa del impulso inicial ha desaparecido. Si hace unos meses se podía percibir el ímpetu de reformas que se sucedían velozmente, ahora vemos lentitud, vacilación. Si antes era notable la cohesión de un grupo compacto que conducía las deliberaciones en el Congreso, hoy se aprecia nuevamente la complejidad de la negociación parlamentaria. Si antes los grupos afectados por las reformas eran tomados por sorpresa por la determinación de la coalición reformista, ahora los vemos nuevamente librando la batalla por la preservación del status quo.
Las contrariedades del Pacto son, en realidad, las contrariedades del gobierno de Peña Nieto. Difícilmente puede negarse que su barco zarpó bien. Sorprendentemente bien. Pudo librarse de los viejos anclajes, se deshizo con agilidad de algunos fardos del pasado y se alejó rápidamente del puerto. Algunos celebraron que, como ya se había apartado del muelle en el que atracaba, había llegado al destino. No: apenas levó anclas. Pero, por mucho que celebren la prensa extranjera y sus publicistas nacionales, no ha llegado a ningún lado. Vale insistir, las reformas que ha permitido el Pacto por México no son en realidad, reformas. Son, más bien, fundamentos de reformas. No cuestiono que sean buenas plataformas. Digo que son eso: tarimas. No ha habido aún una reforma educativa: tuvimos buena prerreforma educativa.
En esa materia, como en las otras, lo que sigue pendiente es lo complejo: el detalle del que depende el efecto de las reformas tan anunciadas. El panorama del presente es ya distinto al de diciembre del 2012. Los adversarios de la reforma educativa han cerrado filas, mientras sus promotores han perdido sentido de urgencia y dudan. La coalición reformista muestra sus grietas y el tiempo para el acuerdo se agota. Y el Pacto por México sigue siendo el gancho del que cuelga, no solamente la imagen, sino también la estrategia del gobierno federal. ¿Qué será la administración de Peña Nieto cuando, tarde o temprano, ese contrato sucumba? Su naturaleza es evidentemente transitoria: tarde o temprano los partidos se distanciarán y el pacto morirá. ¿Se prepara el gobierno federal para lo inevitable? ¿Nos ofrece un barco a la deriva?
El gobierno de Peña Nieto encontró una estrategia inteligente para salir del muelle. No es claro que tenga un plan de navegación. Al parecer, sigue atado a una única hoja de ruta que mostraba la secuencia de pasos para salir del puerto… no para llegar al destino. El plan para desatracar el gobierno fue exitoso pero es ya insuficiente. Y sin embargo, el gobierno no parece tener más estrategia que soltar amarras. Zarpar no es navegar.
El Pacto por México pudo aprovechar oportunidades que parecen imposibles de estabilizar en el tiempo. Invento imaginativo, el Pacto no es solución duradera. La primera ventaja del Pacto fue la sorpresa. En noviembre de 2012 nadie imaginaba la confluencia de las tres principales fuerzas políticas en un programa ambicioso y, a la vez, concreto. Las fuerzas coaligadas actuaron con rapidez y tino. Acertaron en la secuencia de las reformas y fueron capaces de mostrar, muy pronto, los frutos de su acuerdo. Los opositores no tuvieron tiempo de organizarse para la protesta. El pacto conformó un grupo compacto de negociadores que enfrentó adversarios débiles, dispersos y distraídos. Aún dentro de los propios partidos, el pacto pudo imponerse por la velocidad con la que se puso en pie. El vocabulario empleado entonces fue revelador: cambios para la recuperación de la rectoría del Estado. La expresión no era vacía: reflejaba la convicción de la clase política de que los intereses privados necesitaban ser acotados y que sólo a las fuerzas democráticamente representativas correspondía dictar la política pública.
La coalición reformista enfrenta retos nuevos. Ya no queda sorpresa en el Pacto; los opositores han tenido ya tiempo para organizarse y diseñar una estrategia de resistencia; las coincidencias constitucionales tienen que descender a la legislación secundaria. La prisa del impulso inicial ha desaparecido. Si hace unos meses se podía percibir el ímpetu de reformas que se sucedían velozmente, ahora vemos lentitud, vacilación. Si antes era notable la cohesión de un grupo compacto que conducía las deliberaciones en el Congreso, hoy se aprecia nuevamente la complejidad de la negociación parlamentaria. Si antes los grupos afectados por las reformas eran tomados por sorpresa por la determinación de la coalición reformista, ahora los vemos nuevamente librando la batalla por la preservación del status quo.
Las contrariedades del Pacto son, en realidad, las contrariedades del gobierno de Peña Nieto. Difícilmente puede negarse que su barco zarpó bien. Sorprendentemente bien. Pudo librarse de los viejos anclajes, se deshizo con agilidad de algunos fardos del pasado y se alejó rápidamente del puerto. Algunos celebraron que, como ya se había apartado del muelle en el que atracaba, había llegado al destino. No: apenas levó anclas. Pero, por mucho que celebren la prensa extranjera y sus publicistas nacionales, no ha llegado a ningún lado. Vale insistir, las reformas que ha permitido el Pacto por México no son en realidad, reformas. Son, más bien, fundamentos de reformas. No cuestiono que sean buenas plataformas. Digo que son eso: tarimas. No ha habido aún una reforma educativa: tuvimos buena prerreforma educativa.
En esa materia, como en las otras, lo que sigue pendiente es lo complejo: el detalle del que depende el efecto de las reformas tan anunciadas. El panorama del presente es ya distinto al de diciembre del 2012. Los adversarios de la reforma educativa han cerrado filas, mientras sus promotores han perdido sentido de urgencia y dudan. La coalición reformista muestra sus grietas y el tiempo para el acuerdo se agota. Y el Pacto por México sigue siendo el gancho del que cuelga, no solamente la imagen, sino también la estrategia del gobierno federal. ¿Qué será la administración de Peña Nieto cuando, tarde o temprano, ese contrato sucumba? Su naturaleza es evidentemente transitoria: tarde o temprano los partidos se distanciarán y el pacto morirá. ¿Se prepara el gobierno federal para lo inevitable? ¿Nos ofrece un barco a la deriva?
El gobierno de Peña Nieto encontró una estrategia inteligente para salir del muelle. No es claro que tenga un plan de navegación. Al parecer, sigue atado a una única hoja de ruta que mostraba la secuencia de pasos para salir del puerto… no para llegar al destino. El plan para desatracar el gobierno fue exitoso pero es ya insuficiente. Y sin embargo, el gobierno no parece tener más estrategia que soltar amarras. Zarpar no es navegar.
miércoles, 10 de julio de 2013
Golpismo prestigioso
Fareed Zakaria tomaba nota de los regímenes que parecían democracias pero eran sólo cáscara de democracia. Las llamó democracias iliberales. Gobiernos surgidos del voto pero libres para actuar a su antojo. El internacionalista veía que, en diversas áreas del mundo, se levantaba una estructura de dominación autoritaria cobijada por una manta democrática. Eran regímenes que parecían sorprendentemente exitosos para legitimarse electoralmente al tiempo que ejercían el poder sin restricciones formales serias. Autocracias electivas, también se les ha llamado. Al hablar de estas democracias vacías, Zakaria no descubría nada nuevo. La tensión entre poder mayoritario y derechos de las minorías es tan antigua como la primera elección. No es novedad tampoco que los instrumentos tradicionales de la democracia, como el voto, sean empleados para trastocar sus principios fundamentales. Pero aquel influyente texto de Zakaria contribuía a escapar de cierta ingenuidad que imaginaba las transiciones democráticas en el mundo como superación definitiva de las propensiones autocráticas. Que se extienda la práctica electoral no significa que se respeten los derechos, que se eviten los abusos, que se detenga la corrupción.
Zakaria enfatizaba la naturaleza compleja de la democracia constitucional. La democracia liberal es el acoplamiento de dos principios o, tal vez, de dos disposiciones políticas. La apuesta por la legitimidad popular y la desconfianza en el poder. En la democraciac liberal hay por ello una fe y un recelo. Por una parte busca afirmar la decisión popular. Por la otra, cuida los derechos individuales. Quiere el poder para la mayoría pero le impone al mismo tiempo, límites infranqueables. Al llamar la atención sobre el déficit liberal de muchas democracias contemporáneas en aquel texto de 1997, Zakaria no convocaba a una benevolente autocracia liberal. Por el contrario, invitaba a recuperar la tradición constitucional del liberalismo que habría de cuidar a las democracias de sus posibles secuestradores. Esa era una pista razonable para curtir los gobiernos electivos con protecciones eficaces. Pero lo que se empieza a escuchar en distintos círculos intelectuales, periodísticos y políticos representa una lamentable retroceso. Se han vuelto a hacer escuchar las voces de quienes creen en la necesidad de afirmar—así sea por vía autoritaria—los dispositivos del liberalismo occidental para que después pueda implantarse una democracia segura. La manera en que se ha recibido el golpe de estado egipcio es buena muestra de esta deplorable regresión.
El gobierno democráticamente electo de Egipto fue depuesto por el ejército. El presidente que pudo haber sido castigado en las urnas fue removido por las fuerzas armadas. Ruptura violenta del orden constitucional. En efecto, el diario financiero sigue considerando la vía pinochetista como ejemplar: Los egipcios, escriben, “serían afortunados si sus nuevos gobernantes militares terminaran pareciéndose a Augusto Pinochet de Chile, quien asumió el poder entre el caos pero contrató reformistas de mercado y condujo una transición a la democracia.”Despreciar la importancia procedimental de la democracia es un retroceso intelectual gravísimo. Tendrá seguramente consecuencias siniestras. Si hace un año los islamistas confiaron en el dispositivo electoral, ¿por qué habrían de creer hoy en él? ¿Cómo pueden asentarse las instituciones demoliberales si se concede a la fuerza el poder de aplastarlas? El peligro contemporáneo no es solamente el de los populismos antiliberales. También lo es el de los liberalismos antidemocráticos.
Revolución de la sensibilidad
La historia es el espectáculo de las paradojas dijo, con otras palabras, Alexis de Tocqueville. No camina en una coherente línea recta, vinculando virtudes con provechos, sino muchas veces convirtiendo en benéfico lo innoble. Aquello que sostiene un régimen es también lo que lo amenaza. Al hablar del cambio político detectó que la mejora es riesgosa. La revolución no es el estallido provocado por la inmovilidad. Por el contrario, es producto de ese cambio. La revolución no es, como pensó Burke, la suplente furiosa de la reforma que no llega: es la hija impaciente de la reforma que tuvo éxito. La prosperidad instaura demandas que son casi imposibles de atender. Por eso la mejoría no alimenta la complacencia sino la rebeldía. Así lo ponía el sociólogo francés: “No siempre sobreviene una revolución cuando se va de mal en peor. La mayoría de las veces ocurre que un pueblo que había soportado sin quejarse, y como si no las sintiera, las leyes más abrumadoras, las repudia con violencia cuando se aligera su carga. El régimen destruido por una revolución casi siempre es mejor que el que lo había precedido inmediatamente, y la experiencia enseña que el momento más peligroso para un mal gobierno suele ser aquel en que empieza a reformarse.”
Tocqueville no recomendaba, por supuesto, la perpetuación de la opresión. Eternizar la servidumbre y la indigencia para no correr el riesgo de la inestabilidad. Advertía simplemente que la prosperidad económica, la igualación política, el avance de las libertades lanzaba a la política desafíos extraordinariamente complejos, retos que la postración nunca provoca. La prosperidad estimula el descontento. A los franceses, dice el sociólogo en su ensayo histórico, “les pareció su posición más insoportable cuanto mejor era.” Ese es asombro que cautiva a Tocqueville: la estabilidad está en mayor riesgo precisamente cuando los sociedades prosperan más rápidamente. Bajo el despotismo pétreo, los peores arbitrariedades son asumidas como algo ineludible, cuando las libertades se abren camino, los abusos más leves generaran un escándalo. Cuando no se espera nada del futuro, el hombre se vuelve sumiso, calla, obedece. Pero cuando se activa la imaginación de un futuro venturoso, el hombre se apresura a exigirlo de inmediato.
La indignación recorta su mecha. No es que los abusos sean nuevos, dice Tocqueville. Lo nuevo es la impresión que producen. Los atropellos antes eran padecidos y sufridos como algo ineludible, como la carga que el destino había impuesto sobre nosotros. Ahora, como efecto del creciente bienestar, los atropellos son vistos como aberraciones intolerables. “Los vicios en el sistema financiero incluso habían sido más escandalosos en épocas anteriores—escribe en El antiguo régimen y la revolución—pero desde entonces se habían producido tanto en el gobierno como en la sociedad cambios que habían hecho la sensibilidad infinitamente mayor que antes.” Lo que detecta Tocqueville es una transformación que precede a la revolución política: una revolución de la sensibilidad. Se trata de un cambio notable en el clima de la moral pública. Una transformación en el veredicto de lo inaceptable, un ensanchamiento de la indignación pública, un abreviación de la paciencia.
Esta transformación de la sensibilidad común es uno de los fenómenos de nuestro tiempo. Explica en buena medida el carácter combustible de la convivencia contemporánea. Lo que antes podía parecer trivial desata ahora movilizaciones que tumban dictadores y sacuden democracias. No se activa el descontento en las zonas de postración económica sino, significativamente, en aquellos países que han registrado mayor crecimiento. Las recientes protestas en el mundo se han dado, sobre todo, en los países económicamente exitosos. Ese el elemento común en las protestas de Chile, Brasil, Túnez o Turquía. Lo que desata el descontento parecería menor: la instalación de un mercado en la ciudad; el costo de las universidades, el gasto por la construcción de un estadio. Precisamente esa aparente trivialidad revela la nueva sensibilidad pública. Lo que antes se admitía como una esfera de decisiones gubernamentales es vista hoy como algo que merece una discusión pública y propiamente democrática. ¿Cuál es el sitio de la educación pública? ¿Cómo deben tomarse decisiones que afectan el patrimonio cultural de una ciudad? ¿Cuáles son las prioridades económicas de una sociedad marcada por la desigualdad?
Como advertía Tocqueville en su tiempo, esta nueva sensibilidad es, al mismo tiempo, resultado de cambios venturosos y el gran desafío para la política. En el ensanchamiento de lo inaceptable hay un adelanto moral, cívico. Pero no es sencillo procesar estos reflejos de indignación para ser algo más que desahogo público. Si bien pueden contribuir a la derrocamiento de una dictadura o la caída de un gobierno impopular, no es claro que sean capaces de articular alternativa.
Tocqueville no recomendaba, por supuesto, la perpetuación de la opresión. Eternizar la servidumbre y la indigencia para no correr el riesgo de la inestabilidad. Advertía simplemente que la prosperidad económica, la igualación política, el avance de las libertades lanzaba a la política desafíos extraordinariamente complejos, retos que la postración nunca provoca. La prosperidad estimula el descontento. A los franceses, dice el sociólogo en su ensayo histórico, “les pareció su posición más insoportable cuanto mejor era.” Ese es asombro que cautiva a Tocqueville: la estabilidad está en mayor riesgo precisamente cuando los sociedades prosperan más rápidamente. Bajo el despotismo pétreo, los peores arbitrariedades son asumidas como algo ineludible, cuando las libertades se abren camino, los abusos más leves generaran un escándalo. Cuando no se espera nada del futuro, el hombre se vuelve sumiso, calla, obedece. Pero cuando se activa la imaginación de un futuro venturoso, el hombre se apresura a exigirlo de inmediato.
La indignación recorta su mecha. No es que los abusos sean nuevos, dice Tocqueville. Lo nuevo es la impresión que producen. Los atropellos antes eran padecidos y sufridos como algo ineludible, como la carga que el destino había impuesto sobre nosotros. Ahora, como efecto del creciente bienestar, los atropellos son vistos como aberraciones intolerables. “Los vicios en el sistema financiero incluso habían sido más escandalosos en épocas anteriores—escribe en El antiguo régimen y la revolución—pero desde entonces se habían producido tanto en el gobierno como en la sociedad cambios que habían hecho la sensibilidad infinitamente mayor que antes.” Lo que detecta Tocqueville es una transformación que precede a la revolución política: una revolución de la sensibilidad. Se trata de un cambio notable en el clima de la moral pública. Una transformación en el veredicto de lo inaceptable, un ensanchamiento de la indignación pública, un abreviación de la paciencia.
Esta transformación de la sensibilidad común es uno de los fenómenos de nuestro tiempo. Explica en buena medida el carácter combustible de la convivencia contemporánea. Lo que antes podía parecer trivial desata ahora movilizaciones que tumban dictadores y sacuden democracias. No se activa el descontento en las zonas de postración económica sino, significativamente, en aquellos países que han registrado mayor crecimiento. Las recientes protestas en el mundo se han dado, sobre todo, en los países económicamente exitosos. Ese el elemento común en las protestas de Chile, Brasil, Túnez o Turquía. Lo que desata el descontento parecería menor: la instalación de un mercado en la ciudad; el costo de las universidades, el gasto por la construcción de un estadio. Precisamente esa aparente trivialidad revela la nueva sensibilidad pública. Lo que antes se admitía como una esfera de decisiones gubernamentales es vista hoy como algo que merece una discusión pública y propiamente democrática. ¿Cuál es el sitio de la educación pública? ¿Cómo deben tomarse decisiones que afectan el patrimonio cultural de una ciudad? ¿Cuáles son las prioridades económicas de una sociedad marcada por la desigualdad?
Como advertía Tocqueville en su tiempo, esta nueva sensibilidad es, al mismo tiempo, resultado de cambios venturosos y el gran desafío para la política. En el ensanchamiento de lo inaceptable hay un adelanto moral, cívico. Pero no es sencillo procesar estos reflejos de indignación para ser algo más que desahogo público. Si bien pueden contribuir a la derrocamiento de una dictadura o la caída de un gobierno impopular, no es claro que sean capaces de articular alternativa.
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