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miércoles, 23 de octubre de 2013

Club gobernante

Estados Unidos nació inventando una ciudad. Su Congreso, en una de sus primeras decisiones, decidió levantar, sobre un pantano, una ciudad hecha para la política y sólo para ella. No hay mito en su fundación, no hay leyendas de sus primeros pobladores que hagan misteriosa, sobrehumana la aparición de la ciudad. Un decreto ordenó su creación en 1790. Sigue siendo en alguna medida una isla: una ciudad de trazo imperial y arquitectura republicana que vive para sí misma, a pesar de haber nacido como enclave de la neutralidad federal. Un libro reciente se ha propuesto hacer la antropología de esa ciudad. Mark Leibovich, corresponsal del New York Times en Washington, publicó hace unos meses una crónica divertida, venenosa, demoledora del club que gobierna al país más poderoso de la tierra. El libro se titula Este pueblo y adopta la forma de una crónica de sociales. Se habla aquí del hormigueo de un pequeño grupo de privilegiados que va de una fiesta a otra, de una sesión del Congreso a un estudio de televisión, de una campaña política a cena de beneficencia. El libro ha causado conmoción. La élite washingtoniana se descubre retratada en sus páginas, con una mezcla de morbo y vergüenza.

En la primera lectura, este libro que conozco gracias a la recomendación de Leo Zuckermann, no es más que un largo catálogo de chismes. Más de trescientas páginas de indiscreciones. Washington aparece como una especie de condominio en el que todos han pasado por la recámara de todos, donde todos se han peleado alguna vez a muerte y se han jurado también amor eterno. Una comedia en la que todos, inflados por la vanidad y la megalomanía, se imaginan que cambiarán al mundo y sólo logran cambiar de peinado. El chismerío tiene su gracia y su importancia. Entender la política es, en buena medida, comprender esa telaraña de simpatía y animosidad que marca las relaciones humanas. Lo es más en este cuadro de costumbres políticas tan alejadas de cualquier noción de servicio público. La política reducida a la producción de fama y a la explotación mercantil de la fama.

Pero detrás del chisme está la tragedia de una democracia que se pudrió. Leibovich retrata la decadencia política norteamericana. El paisaje es risible pero también nauseabundo: un testimonio de la monstruosidad de la democracia estadounidense en nuestro tiempo. El sistema político que fue visto como ejemplar se ha convertido en una auténtica abominación: un régimen artrítico que sirve al dinero. De acuerdo a cálculos de Lawrence Lessig, un congresista en Washington dedica tres de cada cinco días laborables a recaudar dinero. Los otros dos se dedicará, supongo, a escribir tarjetas de agradecimiento a los donantes. No hay democracia contemporánea en el mundo que tenga tal dependencia del dinero, una política con cubierta pluralista que se entregue tan escandalosamente a sus patrocinadores. En Washington no se vende el voto: se renta.

Cuenta Leibovich que Ken Duberstein fue jefe de la Oficina del presidente Reagan durante seis meses y medio. El mejor negocio que pudo haber hecho: lleva 24 años explotando esas semanas en la Casa Blanca. La crónica de Este pueblo registra el imperio de los intereses privados, la ausencia de una plataforma de servicio. Democracia venal. Más que una clase gobernante, Estados Unidos tiene un club gobernante, cuyo gerente es el lobista. Si el lobista fue, durante algún tiempo, accesorio de la política washingtoniana, hoy está en el centro. Los cabilderos se han convertido en los verdaderos dueños del gobierno, los regentes del congreso, los amos de la administración. Lo son porque se han vendido en aquel pueblo como los indispensables, los provisores del éxito político: la ruta profesional para ganar una elección; el puente único para acceder al Congreso; los brujos de la complejidad burocrática, los expertos en barroquismos legislativos. Su poder está, sobre todo, en el sitio que ocupan en las carreras políticas de Washington: son origen y final de clase gobernante. En 1974 menos del 5% de los congresistas en retiro se dedicaba al cabildeo. La inmensa mayoría regresaba a su estado a dedicarse a otras cosas. Ahora, la mitad de los exlegisladores se vuelve cabildero.

El gobierno de los lobistas ha taponado los ductos de la circulación democrática. Ajenos a cualquier principio de rendición de cuentas, los cabilderos administran la democracia como un espectáculo de poder, fama y dinero. En este sabroso e indignante relato de Leibovich, no hay pista de renovación posible: el club ha descubierto la forma de perpetuarse. Si acaso, existe el reciclaje: un legislador se vuelve cabildero, un asesor se transforma en comentarista, un encuestador deja la campaña para incorporarse a un canal de televisión. La idea central de este libro es que Washington no sirve más que para sí misma. Su política no sirve ni siquiera a los políticos, sino sólo a sus padrinos.

Un gobierno sin argumentos

Un presidente hace de su gabinete un espejo de sí mismo. El jefe impone un estilo que, tarde o temprano, se convierte en sello de equipo. El gabinete de Enrique Peña Nieto es un gabinete sin argumentos. El gobierno impulsa un par de reformas relevantes y no hay quien salga a la plaza pública a defenderlas. Tan pronto como se anuncian las iniciativas de reforma, emprenden la retirada sus promotores. Son los enemigos de las reformas quienes ocupan el espacio público, mientras los representantes del gobierno se ocultan.

Oficialmente existe un Secretario de Energía. Al parecer, no está vacante la dirección de Petróleos Mexicanos. Pero ninguno de esos funcionarios ha dado la batalla pública por la reforma que propone el gobierno. Entiendo que deben tener mucho trabajo. Imagino que su agenda estará repleta de reuniones y ceremonias; que leerán documentos y dictarán sus instrucciones. No sugiero que estén rascándose la barriga mientras se esconden. Lo que percibo es que en el trajín de su semana no hay espacio para exponer públicamente las razones de la reforma que ha propuesto el presidente. Quienes ocupan el debate con argumentos—sean convincentes o no—son los enemigos de la reforma. A ellos se les puede escuchar en el radio y la televisión, se les puede ver convocando a manifestaciones públicas de repudio, se les lee en manifiestos y declaraciones. Mientras tanto, el gobierno se hace escuchar con anuncios de radio y de televisión. La imaginación discursiva se reduce a la producción de comerciales. Nada más. El gobierno federal no tiene argumentos pero tiene una agencia de publicidad.

No es muy distinto lo que puede percibirse en otras reformas de la administración. El Secretario de Educación fue invisible durante la fase legislativa de la reforma a la docencia. Al Secretario de Hacienda, alguna vez ubicuo y lúcido, apenas se le escucha para mostrar disposición de diálogo, pero no para sostener las razones detrás de su propuesta fiscal. La disonancia del concierto público proviene fundamentalmente de esta vacante. Se esperaría del gobierno una argumentación que sostenga la lógica de sus reformas y una respuesta que se haga cargo de las críticas. No puede haber una auténtica deliberación pública cuando uno de los agentes principales de la decisión carece de determinación polémica. Ése es precisamente el nervio ausente en esta administración: disposición para discutir, energía para defender en público lo que se impulsa en la política palaciega.


Lo que trasmite este gobierno es la exuberancia del lugar común. Escúchese al Secretario de Gobernación, uno de los pocos funcionarios del gobierno federal que da la cara constantemente. Da la cara sí: pero nunca encuentra la palabra. Será difícil descifrar la dicción del hidalguense, es un reto seguir el hilo de sus frases, es imposible encontrar una idea bajo el torrente de los tópicos. Las dificultades expresivas del Secretario de Gobernación no me parecen triviales: son el símbolo de un gobierno que carece de recursos para comunicarse públicamente, a través de la razón. Se comunica con imágenes prefabricadas, no con ideas, con argumentos, con datos. ¿Puede hablarse de un gobierno reformista que es incapaz de articular las razones de su reforma? La administración priista ha confiado que sí. Su cálculo ha sido que no es necesaria la persuasión colectiva sino que es suficiente la negociación cupular.

Puede verse el Pacto por México desde esa óptica: el escondite de un gobierno que no sabe por qué quiere lo que quiere. El Pacto por México le ofreció a los priistas el retorno de la política palaciega, esa política que se hace en oficinas cerradas, que se teje en negociaciones secretas. Nueva política para regresar a la más antigua. El Pacto fue una camisa hecha a la medida de las debilidades discursivas del gobierno peñista. Una mesa fuera del Congreso donde el gobierno puede “operar políticamente”, como lo llaman, sin necesidad de dar razones públicas de los actos públicos. Una excusa también para rehuir la confrontación de ideas e intereses. Bajo la sábana del consenso no debe asomarse ninguna idea desafiante, es decir, ninguna idea.

La democracia puede entenderse como un complejo proceso deliberativo, es decir, un régimen exigente no solamente con la legalidad sino también con la argumentación. El gobierno de Peña Nieto podrá haber entendido la consecuencia del pluralismo, pero no comprende las exigencias de la deliberación pública. Acepta la aritmética democrática pero no comprende el imperativo de la reflexión democrática. Sabe que tiene que negociar pero desprecia el deber de argumentar. Exigir esas razones públicas no es prurito intelectual: la torpeza expresiva terminará siendo ineficacia. Ya lo está siendo.

Macartismo y fatuidad nacionalista

Por unos minutos, el Senado se convirtió en un Comité de Actividades Antimexicanas. Un comité que, a pesar de tener un solo miembro, habla mucho de una tendencia de nuestro debate público: describir al adversario como enemigo de la patria tejiendo complejas conspiraciones de las fuerzas obscuras para adueñarse del alma nacional. Para el cazador de antimexicanos no hay discrepancias que merezcan esclarecerse: sólo deslealtades que deben ser denunciadas públicamente. El Senado había organizado un foro para debatir la reforma energética. Para la primera sesión fueron invitados Cuauhtémoc Cárdenas, Federico Reyes Heroles y Juan Pardinas, quienes expusieron sus ideas sobre el sentido del cambio necesario. El debate fue bloqueado por una inquisición breve e insustancial pero elocuente. Tras elogiar ritualmente a Cuauhtémoc Cárdenas, el senador Manuel Bartlett dijo, palabras más, palabras menos: tenemos frente a nosotros a dos agentes del extranjero. Pretenden entregar la riqueza mexicana a nuestros explotadores. No tiene sentido escuchar sus argumentos: son antimexicanos. La polémica es una distracción: lo importante es demoler el prestigio del interlocutor.
Un recurso frecuente del macartismo es el intento de anular la dignidad personal del adversario. El sospechoso carece de identidad, no tiene ideas propias, camina movido por el impulso de una agencia perversa. Es enemigo de la Patria pero actúa sin voluntad propia. Reyes Heroles no exponía sus ideas sino que actuaba como publicista del gobierno; Pardinas era un empleado de empresas extranjeras. El conspiratismo necesita oponer su épica de dignidad a la farsa de los títeres; los patriotas contra esos trapos que son movidos por el maligno. El otro ha sido lobotomizado por el comunismo internacional, por las potencias extranjeras, por la raza sucia. El macartismo es el patriotismo que se remanga la camisa, dijo Joseph McCarthy para justificar su cacería. Bartlett se imaginará patriota en lucha contra los desleales. Su intercambio con Juan Pardinas en el Senado refleja esa vertiente de nacionalismo persecutorio que lanza descalificaciones sin necesidad de aportar pruebas y sin perder el tiempo elaborando una sola idea. Para el coordinador del grupo parlamentario del PT en el Senado, el Instituto Mexicano para la Competitividad que dirige Pardinas no es más que una institución al servicio de los Estados Unidos. El hecho de que Pardinas haya participado en una reunión del Centro Woodrow Wilson de Washington lo convierte en un empleado del gobierno norteamericano.

Orgulloso de su desplante, el senador escribió después que había desenmascarado a un “vendepatrias”. Ése es, en efecto, su vocabulario… y su mundo. Era el deber de un “nacionalista” exhibir a quien entrega las riquezas de México al extranjero. De eso hay que hablar: de la coartada nacionalista. Sigue vigente en ciertos círculos la convicción conservadora (que aquí pasa por progresista) de que el nacionalismo es idéntico al patriotismo. Que el único que cuida los intereses nacionales es el nacionalista. No lo es. El siglo XX debió enseñarnos algo. El nacionalista no busca lo mejor para México, busca lo propio. Le importa el certificado de origen de las propuestas para desentenderse de sus efectos. Por eso el gran crítico Jorge Cuesta decía que el nacionalismo era el colmo de la fatuidad. El nacionalista es el aduanero del gusto, el aduanero de las ideas. Lo nuestro es siempre preferible a lo ajeno por la sencilla razón … de que es nuestro. De ahí su filiación profunda con el conservadurismo: el nacionalista se empeña en preservar porque no se atreve a imaginar. Si algo sirve afuera no funcionaría aquí. Somos únicos, somos irrepetibles, somos incomparables. El exterior es siempre amenaza de contaminación, un peligro para nuestra identidad. El nacionalista está convencido de que su miopía es rasgo de superioridad ética. No ve de lejos porque no le interesa, porque cree que lo distante es inservible. No parece preocuparle a los perredistas que el modelo que defiende el ingeniero Cárdenas sea único en el mundo. Que no haya país en el planeta que siga su esquema es, tal vez motivo de orgullo: si no hay nadie como nosotros, no podemos tomar ejemplos de nadie.

El compromiso del nacionalista se demuestra en el activo desprecio por el mundo. Cada experiencia es distinta, dice Cuauhtémoc Cárdenas, como si fuera inservible la experiencia de otros. El nacionalista cree que el recuerdo (el que reitera sus prejuicios, por supuesto) basta para ubicarse en el mundo. Despreciables, los curiosos que piensan que afuera puede haber lecciones que aprender. El aduanero entiende que su deber es impedir que las ideas de fuera se cuelen a México. Por ello habrá que agradecerle al senador Bartlett que haya señalado públicamente otro de los pecados de Juan Pardinas para que no pretenda engañarnos: ¡habla inglés con acento británico!

domingo, 22 de septiembre de 2013

Nuestra guerra civil fría

Todo acto de fuerza es un fracaso del poder, pensaba Hannah Arendt. La fuerza, más que instrumento del poder, era para ella, su negación esencial. Es que entendía la política como un espacio comunicativo: la convivencia que proviene del diálogo, el hallazgo del propósito común y el respeto a las diferencias. Arendt quiso echar abajo esa tradición moderna que hace de la política un instrumento de subordinación, la imposición de unos sobre otros. El poder auténtico no somete, coordina. No avasalla, concilia. Por eso la política de Arendt era moral e intelectualmente exigente: requería de ojos que de toleran la realidad, capacidad de juicio, razonabilidad y aptitud para el diálogo. No sé si la perspectiva filosófica de Arendt sea del todo convincente pero en algo tiene razón: la fuerza es el fracaso del entendimiento.

En la controversia mexicana hay, desde luego, una batalla por la definición del rumbo. Un conflicto que no se puede esconder. Unos lo entienden en clave de modernidad, otros lo pintan como épica de identidad. Ser modernos o ser nosotros. Ahí acentúan prosperidad, allá cohesión. Pero esa confrontación, tan natural y saludable como reduccionista, es más profunda que un desacuerdo. El desacuerdo es un componente indispensable de la dinámica política. El desacuerdo es el choque que provoca movimiento, que sujeta al adversario, que ventila la historia. Pero el desacuerdo mexicano de las últimas décadas va más allá de la discrepancia. Hemos vivido una polarización profunda que incluso obstruye el conflicto. La polarización mexicana es la negación radical del otro, su demonización, su exterminio simbólico.

Los últimos treinta años mexicanos han sido la era de nuestra polarización. No ha sido, como la del siglo XIX, una polarización armada, pero ha sido, para usar una expresión del periodista polaco Adam Michnik, una guerra civil fría que tiene partido al país sin que haya una instancia, un poder, un instrumento capaz de vencer los tercos hermetismos. Sí, una guerra: hostilidad que no imagina conciliación, ni reconoce la victoria de otro. Es cierto que la política institucional ha encontrado una palanca de desempate, pero también es cierto que la polarización sigue tan viva como antes y quizá estimulada ahora con el antagonismo del parlamento y la calle. Cuando hablo de la polarización no me refiero a la existencia de una dura polémica opositora, de una confrontación ideológica con vencedores y vencidos. Me refiero a la identificación del otro como el sujeto que debe ser aniquilado porque carece del derecho de existir.

Las batallas del petróleo y la escuela han dejado buen testimonio de esta guerra civil fría. Se trata, sin duda de episodios importantes de nuestra vida pública: recursos bajo tierra y recursos entre orejas. Lo que me interesa de esa polémica no son aquí los argumentos, sino el tono de los argumentos; no la polémica sino el retrato de los polemistas. Los días recientes pueden ubicarse como días de vergüenza nacional. No lo digo por la ocupación de la plaza central de la Ciudad de México por parte de la Coordinadora de maestros, ni lo digo tampoco por el desalojo del zócalo. Lo digo por la ebullición del racismo y del clasismo de estas jornadas. Carlos Bravo Regidor ha dejado constancia de esos resortes del desprecio que se han activado en las redes sociales. Los indios, los nacos, los sucios; los ignorantes, los flojos que detienen el progreso de la nación. Esos morenos que han bajado de las montañas para manchar una plaza que necesita ser desinfectada. Para nuestros racistas que sonríen en las páginas de sociales y refunfuñan en sus camionetas, México debe ser limpiado, blanqueado, civilizado. Lo digo también por el resurgimiento del discurso del patriotismo excluyente: quienes no concuerdan con nosotros son antipatriotas, traidores a la patria. La reforma energética no debe ser examinada en términos de su utilidad práctica, su pertinencia técnica, sus consecuencias económicas, sino como la prueba de la lealtad patriótica, del amor a la patria. Nacionalismo y patriotismo se confunden groseramente. Sólo la vía nacionalista (o, más bien estatista) es fórmula patriótica. Por eso los otros no tienen malas ideas, son malnacidos, vendedores de México. No son mexicanos equivocados, son mexicanos indignos.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Fe en la ley

Se conmemora en estos días el bicentenario de la Constitución de Apatzingán. Se promulgaría en octubre de 1814 pero, desde septiembre del año anterior, el Congreso de Chilpancingo trabajaría en la redacción de la primera constitución mexicana. Fue el 14 de septiembre de 1813 cuando José María Morelos leyó su famoso documento con los principios básicos a los que debería sujetarse el constituyente: los Sentimientos de la nación. Morelos reafirmaba la independencia de la América mexicana, y la intransigencia religiosa. Prohibía la esclavitud y la tortura, al tiempo que pedía fiestas mensuales para la virgen de Guadalupe. Declaraba enfáticamente que la soberanía provenía del pueblo pero sugería una junta de sabios para asesorar al Congreso. La constitución que habrá de promulgarse, decía Morelos, ha de asegurar la igualdad para que sólo la virtud y el vicio distinga a un americano de otro. Eso sí: los herejes, prescribiría la constitución más tarde, no podrían considerados como ciudadanos. El punto 12 de los Sentimientos es, sin duda, el fragmento más memorable de este documento cargado de idealismo: “Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto.”

La escasa vigencia de la Constitución de Apatzingán no ha limitado, sino tal vez magnificado, su fascinación. Se le imagina como una especie de Carta purísima, noble e intacta. Una ley inmune a una realidad a la que apenas intentó moldear. Ahí nace, según Luis Villoro, la noción de que el país se constituye desde cero, y con leyes. El pasado es irracional y opresivo, el futuro es lógico y liberador. El Congreso de Chilpancingo actúa como si fuera “el fundamento último de la sociedad naciente”. Hacer patria es descubrir la ley perfecta, la norma equilibrada que refleje el trazo de la Justicia. A esa utopía se refirió también Edmundo O’Gorman: “En Apatzingán nace para nosotros la tendencia tan patente en nuestro fervor legislativo, de ver en la norma constitucional un poder mágico para el remedio de todos los males porque en el fondo de esa vieja creencia está la vieja fe dieciochesca de que la ley buen no es sino trasunto de los secretos poderes del universo.” Para lograr la felicidad no habría más que traducir al lenguaje de ley los principios del evangelio natural.

Que reformar es legislar se ha convertido en un tópico de nuestro tiempo. Que el cambio tiene sede legislativa y concluye el día que se consagra en el Diario Oficial es la superstición abogadil en la que seguimos atorados. El reformista de nuestro tiempo parece renovar su fe en los efectos mágicos de la ley. Si antes advertía el deber de ajustarla al Derecho Natural, hoy quiere recomponer los ‘incentivos’. En el momento en que sirvan racionalmente al interés común y escapen de esas caprichosas configuraciones del abuso, darán paso a la modernidad. El culto a las “reformas estructurales” (catapultas de la felicidad nacional que en tanto se parecen a la utopía de Apatzingán) no es más que la puesta al día de esa fe. Se retrasa nuestro acceso a la modernidad porque no hemos logrado convertir el nuevo evangelio en Ley. Los escépticos de la prescripción, los críticos de la fórmula salvadora son responsables de nuestra postración. Los herederos del aquel utopismo no pierden oportunidad para recordarnos qué felices seríamos si se hubieran aprobado ya las “reformas estructurales.” Pero el país se aferra a su desdicha…

Que las reformas tengan un episodio legislativo no significa que ahí se agoten, que concluyan cuando se publican oficialmente. Se ha conseguido la mayoría para cambiar el marco legal de la educación en el país. Hasta donde veo, los cambios son positivos y modestos. Con enorme timidez se ha introducido el principio del mérito para recibir del Estado la responsabilidad de educar. Que el marco normativo haya cambiado, que el sistema educativo tenga nuevas bases constitucionales y nuevas reglas segundarias no significa que el proceso educativo haya cambiado. Ahora viene el desafío complejo. Sea lo que sea, la calidad educativa no es producto parlamentario. La condición de nuestra educación no depende de la intervención ocasional de los diputados y los senadores, sino de los maestros, de los alumnos, de los padres de familia, de la autoridad educativa. Si el marco legislativo de la educación ha mejorado como dicen sus promotores, hay un océano para que la letra de la ley transforme el proceso del aula. Los maestros que está de moda satanizar tienen el gis por el mango. Ignorarlos con argumentos de soberbia burocrática es desdeñar las complejidades de un proceso auténticamente reformista. Creer que la ley es el cambio es ignorarlo todo. El gobierno y su coalición rehicieron la ley. Sólo la ley.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El rasero de la eficacia

Regresaron con la presunción de que ellos sí sabían gobernar. Que todo lo que había pasado en los últimos doce años era producto de la incompetencia de unos ingenuos. No eran capaces de producir orden, no sabían cómo trabajar con el Congreso, ni siquiera se entendían entre sí. Eran los responsables de la explosión de la violencia, del retraso en las reformas, de la “pérdida de autoridad”. Los panistas sabrían ganar elecciones pero no sabían gobernar. Ya no eran los “místicos del voto de antes”: ahora eran inútiles con votos. Los priistas cultivaron así la leyenda de su época: antes de la llegada del PAN, la política era un reloj que funcionaba con exactitud, una pirámide bien asentada donde regía el principio de autoridad.

El candidato del PRI hizo de la eficacia el centro de su oferta política. Sería el presidente que le devolvería empuje al país. Su proyecto no se distinguía con claridad del proyecto panista. La diferencia era el acento en la capacidad. El gobernador del Estado de México ofrecía oficio al servicio de la continuidad. Al enfatizar esa capacidad para lograr lo deseado, Peña Nieto apuntaba la ineptitud de los panistas y afirmaba, a la vez, el valor con el que habría de medirse su gestión. Pena querido a peña no hay valor con el que habra lograr lo deseado, Peña Nieto señalaba la ineficacia Nieto ha querido que se le evalúe con el medidor de la eficacia: capacidad para conseguir lo propuesto. Desde luego, el rasero de la eficacia no es el único que debe emplearse para medir la acción política. ¿Eficacia de qué? ¿Eficacia para qué? ¿Eficacia a qué costo? Ser eficaz es conseguir lo que uno quiere, no es necesariamente lograr lo conveniente. Que el gobierno se salga con la suya no es necesariamente una buena cosa. Pero, si bien debemos decir que ese valor no es el único relevante, podríamos aceptarlo para evaluar la acción de un gobierno que se presume eficaz.

El Pacto por México embonó a la perfección con el propósito de construir una “democracia de resultados”. Una coalición extravagante que incorporó a la izquierda y a la derecha en un programa reformista ambicioso y relativamente concreto. El pacto fue una bolsa de oxígeno para tres enfermos: el gobierno necesitaba votos en el Congreso; al PAN le urgía deslindarse de su pasado reciente; al PRD le convenía marcar la diferencia con sus radicales. Funcionó. No solamente facilitó las primeras reformas de la administración, también ayudó a redefinir el perfil de los partidos y trazar con nitidez sus diferencias interiores. Se trató de un pacto de la clase política para reivindicar lo legítimamente común: una política de Estado frente a los poderosos intereses parciales.

No fue poco lo que se logró con ese acuerdo en los primeros meses de gobierno. Parecía, en efecto, que se había encontrado una fórmula para la eficacia: negociaciones entre el gobierno y los dirigentes partidistas que eran ratificadas velozmente por el Congreso. Algo había de cierto en el eslogan: la política movía a México. La mesa del Pacto sustituyó en la práctica al Legislativo como foro de la discusión y el acuerdo. Esa fue la primera avería de la eficacia. Los legisladores empezaron a resentir el maltrato de las cúpulas y a oponer su resistencia al libreto del gobierno y sus aliados. El Pacto hizo crisis primero por la fragilidad de los liderazgos partidistas, por la precaria cohesión interna de las oposiciones, por las vivas animosidades que hormiguean dentro de los partidos.

Pero la eficacia se desmorona a golpes de imprevisión, docilidad y descoordinación del gobierno federal. En pocas semanas se ha diluido la imagen de capacidad política. El gobierno no tiene más discurso que elogiar su despegue y el hallazgo de aquel pacto. La presidencia renuncia al liderazgo, incluso a los instrumentos constitucionales de su poder, como lo es la iniciativa preferente. El gobierno parece haber abdicado a su voluntad: quiere lo que quiere la mesa del Pacto y no se atreve a pensar por fuera de ese espacio. Tal vez no debería sorprender, pero es notable la falta de argumentos del gobierno para defender sus políticas—más aún su indisposición para razonar en público sus propios proyectos. El gobierno cree que una campaña publicitaria y la tonta evocación del general Cárdenas puede vender su reforma energética. Los críticos de la incompetencia reciente han dejado todos los espacios a sus adversarios. Al tiempo que el discurso oficial enfatiza la ambición reformista, el equipo presidencial es profundamente conservador… e incompetente. El aterrizaje de la reforma educativa es una lección de ineptitud y de arrogancia. Nadie que haya vivido en México en los últimos años podría sorprenderse de la reacción magisterial. Nadie… menos el gobierno de Enrique Peña Nieto.

Atado a su única estrategia, renuente a cualquier conflicto, desprovisto de un equipo coherente y enérgico, congénitamente indispuesto a la polémica, el gobierno federal se atasca de nuevo en la esterilidad. El espejismo de la eficacia priista no aguantó un año.

jueves, 29 de agosto de 2013

La disyuntiva bárbara

No es claro que la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación haya sido capaz de frenar la reforma educativa. Lo que es evidente es que ha sido capaz de imponer su ley en la Ciudad de México. Lo primero está por verse. Hay quien dice que el hecho de que no se discuta el dictamen sobre el servicio profesional docente, como se había previsto, es signo inequívoco de que el Congreso se doblegó ante la presión de la Coordinadora. Hay otros que dicen que esa reforma no se ha descarriado, simplemente se ha detenido para afianzar la amplitud de su consenso inicial y para atender críticas fundadas de los especialistas. Vale advertir que los impulsores de la reforma educativa no solamente enfrentan la presión de los maestros inconformes, sino también el deber de preservar la cohesión de la alianza política que permitió el cambio constitucional.

Está en suspenso, pues, el efecto legislativo de las movilizaciones magisteriales. De lo que no hay duda es de su impacto urbano. El Congreso pudo sesionar, pero no lo pudo hacer en su casa. Las protestas magisteriales bloquearon los accesos impidiendo que los legisladores entraran a su espacio natural. Los legisladores se refugiaron en un centro de convenciones y desde ahí sesionaron. El espectáculo es penoso: una legislatura arrimada, una representación que no puede trabajar en su domicilio y que se ve obligada a vivir en casa ajena. Si el Congreso necesita refugio es porque no hay Estado que lo proteja. Se ve obligado a instalarse en espacios que desmerecen porque no encuentra el garante de sus recintos, el defensor de sus actividades. El gobierno de la Ciudad de México falta a su obligación de asegurar el acceso a los órganos legislativos de la Federación. Al gobierno capitalino corresponde, en efecto, cuidar que el descontento no impida el cumplimiento de las responsabilidades públicas. La libertad de manifestación no implica el derecho a clausurar el Congreso, el permiso para acallar a los poderes públicos. Pero el gobierno del Distrito Federal contempló, como un espectador más, la manera en que los manifestantes cercaban al Congreso para impedir que los legisladores legislaran—o por lo menos para impedirlo que lo hicieran en casa.

Mucho mayor indignación causaron los maestros cuando, en su propósito de desquiciar a la ciudad, bloquearon el aeropuerto de la Ciudad de México. Nuevamente, los policías de la capital observaron mientras los manifestantes lograban su objetivo. Durante más de 10 horas, los maestros de la CNTE sitiaron la terminal Benito Juárez. La intervención policiaca fue incapaz de anticipar la ofensiva y garantizar el derecho de tránsito de los habitantes de la ciudad.

Encarando el repudio por su inacción, el Jefe de Gobierno del Distrito Federal advirtió: hay caos pero no hubo sangre. No es fácil descifrar el lenguaje burocrático del alcalde de la Ciudad de México pero parece que eso es lo que dice al declarar lo siguiente: “Cuando tienes aquí a 20 mil personas que están en una posición donde se puede dar un enfrentamiento, la consecuencia de la contención de esas personas, puede ser lo que nadie desea, que yo reitero es el derramamiento de sangre.” Para el alcalde, el costo de la paz es el caos. Esa es la disyuntiva bárbara que nos ofrece Miguel Ángel Mancera: caos o represión. No se quejen: una ciudad caótica es mejor que una ciudad ensangrentada.

Mancera niega a sus propias fuerzas la capacidad de aplicar la ley legalmente. En sus declaraciones (y en su acción) el alcalde se confiesa persuadido de que la actuación policiaca en el Distrito Federal sería indefectiblemente abusiva en casos como éste. El alcalde cree de que una intervención de la fuerza pública inevitablemente conduciría al escalamiento del conflicto e implicaría derramamiento de sangre. Tal parece que el antiguo procurador admite que las fuerzas capitalinas carecen de la conducción, el entrenamiento, el equipo, las reglas de procedimiento necesarios para cumplir con su obligación de preservar el orden público en la ciudad. La disyuntiva que presenta Miguel Ángel Mancera para la ciudad es inaceptable: no tenemos por qué escoger entre el caos y la represión. A su gobierno le corresponde el deber de garantizar el ejercicio de los derechos también en casos de extrema tensión. Le corresponde también equiparse física, profesional y jurídicamente para actuar legítimamente, respetando los derechos. Al gobierno capitalino—y a cualquier otro—le corresponde aplicar la ley (y en ocasiones eso significa hacer uso de la fuerza pública). Es una barbaridad pensar que la aplicación de la ley implica provocar a la muerte.

miércoles, 21 de agosto de 2013

Reformismo vergonzante

A Enrique Peña Nieto le ha importado más defender la legitimidad histórica de su propuesta que su pertinencia económica o sus beneficios sociales. Para impulsarla en la opinión pública y en el Congreso ha insistido que es fiel a nuestra historia. Que no deshonra al general, sino que, en realidad, le rinde homenaje. El gobierno se siente orgulloso de ofrecernos una iniciativa que es literalmente restauradora. Recuperar cada una de las palabras que, en tiempos de Lázaro Cárdenas, tenía la Constitución en el apartado petrolero. No se preocupen, nos dice su gobierno: sólo estamos quitándole a la Constitución los añadidos posteriores al gobierno del Tata. La reforma constitucional que proponemos consiste en ... volver a principios de los años cuarenta.

Ya lo han señalado varios comentaristas en los últimos días, pero tal vez valga la pena insistir en el despropósito de la argumentación oficial. El discurso gubernamental coloca el debate en el peor sitio posible. Resaltar una supuesta fidelidad histórica es desenfocar la urgencia de poner al día nuestra industria; es perder de vista el deber de terminar con nuestra injustificable excepcionalidad. El literalismo del gobierno es el intento de seducir a un muerto. Dice Peña Nieto que su propuesta rescata "palabra por palabra el texto del artículo 27 Constitucional del Presidente Lázaro Cárdenas.” ¿Y? ¿Qué importa eso? ¿Qué importa si la reforma peñista vuelve a la redacción vigente en tiempos de Lázaro Cárdenas? ¿Qué importa sí se recoge la verdadera voluntad del general Cárdenas durante su presidencia o después de haber dejado el cargo? Desde su campaña, el candidato priísta pidió dejar atrás los tabúes que nos impiden comprender la condición de PEMEX y que, sobre todo, nos paralizan para cambiarlo. Ha creído su gobierno que, para romper el tabú, hay que cultivar el mito.

La invocación del general no solamente es un lance retórico reaccionario, sino es también torpe, ineficaz y tramposo. La intención evidente es desarmar a la oposición de izquierda y tranquilizar a los escépticos de su propio partido. Resguardar su iniciativa de la acusación de ser una medida 'neoliberal'. Difícilmente lo conseguirá pues se trata de una concesión en el plano exclusivo de la retórica (aunque ésta sea retórica constitucional). Al soltar apenas la propuesta constitucional, pospone o, más bien, esconde, su verdadero contenido. Presentar la iniciativa constitucional sin el desarrollo de las normas secundarias es una manera de disfrazar la reforma. Empaquetar el cambio con una envoltura que no corresponde a su contenido y mucho menos a su propósito.

Es notable que el gobierno no asuma con seguridad la lógica de su propia iniciativa. El gobierno propone apertura, pero lo hace con una timidez que parece, más bien, vergüenza. Como si estuviera haciendo algo indigno que hubiera que esconder con invocaciones a lo sagrado. Correspondía al gobierno ofrecer razones del cambio que propone. Defender su política sin simulaciones. Más que entregar símbolos para tranquilidad de los nacionalistas, el gobierno debía dirigirse, a mi juicio, a los críticos de nuestras aperturas fallidas. Esa es la historia a la que cualquier apertura tiene que dar la cara. Más que decirnos por qué esta política se parece a la cardenista; nos debe explicar porqué no se parece a la salinista.

La súbita devoción cardenista del presidente es muy poco persuasiva y, sin ser adorador de los santos, he decir que también resulta ofensiva ¿Pretende convencer a alguien de que la reforma que el gobierno diseña es realmente de filiación cardenista? ¿De verdad cree el gobierno que la simple alusión al expropiador es suficiente para conseguir el apoyo de la izquierda y prolongar el abrazo del consenso?

El asunto no es simplemente la falta de ideas, de solvencia argumentativa o de honestidad intelectual. El empaquetado de la propuesta da cuenta del temor presidencial por confrontar, la indisposición para la confrontación constructiva. Peña Nieto quiere agradar a todos y, ante todo, conservar la balsa consensualista. El presidente es un reformista vergonzante porque no asume la carga que conllevan las reforma. En efecto: si no hay reforma profunda sin adversarios poderosos, la ilusión del consenso perpetuo es, en el fondo, expresión de un miedo preservacionista. Los conservadores están convencidos de que la única política válida es la que declara su lealtad al pasado. La sabiduría de los muertos debe tener preferencia sobre los impulsos y las razones de los vivos. Pero la repentina fidelidad histórica de Peña Nieto no corresponde a la entendible prudencia del conservadurismo auténtico, sino a los temores de quien no tiene madera para la ineludible rivalidad. Resulta evidente que al pragmático que es, le resulta ajeno ese afán de arraigar su política en la historia. Un hombre impermeable a la lectura es igualmente insensible a los llamados del pasado. Si el presidente recurre a la historia es porque se aferra a la ilusión del consenso.

jueves, 15 de agosto de 2013

Guadalupanismo constitucional

Hace ya un poco más de cien años, Emilio Rabasa detectó uno de los problemas fundamentales de nuestra vida pública: no hemos aprendido a leer la constitución. Leer la constitución no es simplemente unir las letras de su texto, sus palabras, sus párrafos, fracciones, incisos. Es entender su sitio, ubicar la función que desempeña en el régimen de la moderación política y la eficacia democrática. En La constitución y la dictadura, una de las poquísimas obras de reflexión política mexicana que merecen el calificativo de clásico, Rabasa criticó el texto de la constitución vigente pero, sobre todo, criticó su lectura. La ley de 1857 le parecía la prescripción de la anarquía. Por eso mismo obligaba a los gobernantes a su infracción: deseando libertad, la constitución provocaba dictadura. Pero debajo de la denuncia de lo que consideraba ingenua mecánica liberal se desarrollaba una crítica aún más profunda y más vigente: la constitución no se ha configurado políticamente como regla porque la adoramos como símbolo. La constitución es un emblema antes que ser norma. La perversión no es inocua. Tratar a la constitución como reliquia es invalidarla como norma. Para respetar a la constitución hay de dejar de venerarla.

Dos tipos de veneración constitucional son perceptibles en nuestra vida pública. El primero es un tic de nuestro reformismo. El instinto del cambio es insertarse en la Constitución para apuntalarse. Tal parece que en México no hay transformación que valga que no implique un cambio al texto de la constitución. El reformismo es constitucional o no es. Se trata de un curioso impulso de consagración. Desmerece cualquier reforma que no alcanza grado constitucional. El reflejo se alimenta, desde luego, en la sospecha: resguardar el cambio de la reacción de las mayorías ocasionales. Pero, como hemos visto en los últimos lustros, pocas cosas tan efímeras como un párrafo de la constitución mexicana. El pluralismo no ha detenido sino, sorprendentemente, ha atizado esta manía. La constitución ha cambiado más en tiempos de gobiernos divididos que bajo el régimen de partido hegemónico.

La pretensión de este impulso es petrificar las decisiones del instante: el efecto es convertir la constitución en papel desechable. Así, la Constitución se ensancha constantemente. Se expande hasta cubrir los detalles más nimios de nuestra organización política. Todo ha de estar ahí, alcanzar ese sitio. Las reformas recientes en materia de telecomunicaciones son, por ejemplo, más extensas que la constitución completa de los Estados Unidos. Y no es que el documento de Filadelfia sea el modelo insuperable del constitucionalismo contemporáneo; es que hemos perdido el rango de fundamento que debe conservar cualquier constitución.

La otra forma de la veneración constitucional tiene el impulso contrario: en lugar de ubicar a la constitución como el destino de cualquier cambio, la ve como encarnación de lo inmutable. Símbolo de una nacionalidad en peligro, la constitución impone la verdadera prueba de patriotismo. La idea de cambiarle una coma a uno de los artículos venerados es idéntico a imaginar la venta del territorio nacional. No es una exageración. Con esas palabras se condena a quienes creen sensato cambiar el régimen constitucional del petróleo: traidores a la patria. Santanistas de palabra, obra u omisión quienes piensan en una redacción sacrílega, vendepatrias quienes trabajan para modificar la expresión inmaculada, desleales quienes no se ponen en pie de guerra para defender la sustancia inalterable de la Constitución. El guadalupanismo constitucional cree que el artículo 27 captura de tal manera las hazañas del pueblo mexicano que la mera idea de variar su redacción es sacrilegio. Reformar el apartado de petróleo en la Constitución equivaldría a ponerle minifalda a la virgen de Guadalupe o pintarle el pelo de rojo para atraer a los turistas. Nos advierten los guadalupanos: la imagen de Tepeyac y el artículo 27 son los hilos de nuestra frágil nacionalidad. Deshonrarlos es poner en riesgo la paz, la identidad de la nación. Para los devotos, por supuesto, no valen los argumentos de utilidad, las sugerencias del exterior. Qué nadie tenga reglas como las nuestras nos recuerda que la historia mexicana es única. ¿Quieren que la virgen se ponga el bikini de moda? Nadie ha tenido nuestra historia y por lo tanto, nadie puede comprender la importancia de nuestros altares. Tenía que ser una extranjera que no comprende la historia nacional quien se atreviera a preguntar hace unos años en la basílica de Guadalupe: ¿quién pintó este cuadro de la virgen? Dios, le respondieron de inmediato a Hillary Clinton, la ignorante. Lo mismo hacen esos desleales que ignoran la historia mexicana sin saber que el régimen constitucional del petróleo lo configuró La Historia de México.

Pañuelo desechable y sábana santa, la constitución no logra ubicarse como lo que ha de ser: la plataforma normativa de lo políticamente primordial.

Después del consenso

Terminó el primer capítulo del gobierno de Enrique Peña Nieto. Tal vez no se ha reconocido formalmente, pero el momento del consenso concluyó. Era natural que así fuera. El acuerdo del gobierno con las oposiciones de izquierda y de derecha fue un logro de la negociación pero era, irremediablemente, un bastidor transitorio. Sirvió bien para la reapropiación de las funciones estatales—ésas en las que pueden coincidir naturalmente los partidos políticos, pero difícilmente puede emplearse como palanca de gobierno. La amplitud del consenso agonizante correspondía a esa recuperación de lo elemental: la rectoría del Estado en asuntos de educación o en materia de telecomunicaciones, campos en los que el poder público había cedido el mando. Al terminar el primer capítulo del gobierno se abre un tiempo que demanda una nueva estrategia y que exige otras cualidades del gobierno. 

Hasta este momento, la presidencia no ha tenido más orgullo que el Pacto. Incapaz de dar buenas noticias en el frente de la seguridad; sin mucho que celebrar en el ámbito económico, la única medalla de la nueva administración es el Pacto. Adentro y afuera presume la celebración de ese acuerdo como inauguración de la eficacia. Tras el terco enfrentamiento, tras la enemistad polarizante, el gobierno ha celebrado esa alianza, como la invención de la productividad democrática, como el matraz que procesa las diferencias y las transforma en reformas conciliatorias. Mientras las oposiciones amenazan cada quince minutos y al menor pretexto con romper el pacto, el gobierno se aferra al emblema como la única balsa en altamar. Pero el tablón se ha vuelto ya un simple madero de flotación. Perdió el motor y no hay nadie que reme.

El consenso, ese instrumento, se convirtió en valor. A partir de ahora puede ser obstáculo de las reformas a la que inicialmente sirvió. Si las oposiciones han amenazado en salirse del Pacto y reasumir a plenitud su función opositora, el gobierno debe hacer lo propio: adelantar que puede dirigir fuera de esa mesa inicial. Puede hacerlo, no como amenaza sino como expresión de ese deber de definición que tiene todo gobierno. La presidencia debe reivindicar su vocación reformista, aunque la palanca de cambio sea otra. Ante las reformas que vienen—la fiscal y la energética—el gobierno debe correr el riesgo de la iniciativa. Si hasta el momento pudo cocinar las reformas iniciales junto con sus adversarios, ahora debe hablar en primera persona --y en singular. Y desde esa voz, buscar las alianzas necesarias

Ese es, a mi entender, el desafío de esta segunda etapa de gobierno: empezar a hablar como gobierno: asumir la palabra que, en aras del consenso, se trasladó a una mesa de negociación colectiva. En algún sentido, gobierno estuvo dispuesto a diluirse y ser uno entre tres. El presidente, en efecto, renunció a su facultad de iniciativa. Cedió, incluso una atribución valiosísima que heredó de su antecesor: esa iniciativa preferente que le permite al Ejecutivo insertarse activamente en el trabajo congresional. Toda iniciativa había de encontrar el respaldo del Pacto.

La lógica consensual implica obsequiar a cada fuerza política un poder de veto absoluto. La negativa de uno implica un bloqueo insuperable. Por eso el consenso, salvo contadas excepciones, tiende a la inmovilidad, a la preservación de lo existente. Si se necesita contar con el apoyo de todos, lo más probable es que las cosas se queden como están. El gobierno debe entender que su trofeo inicial se ha convertido en su celda. Lo que le permitió movimiento en el primer capítulo, se lo niega en el segundo.

La ambigüedad presidencial fue el lubricante del consenso. La palanca de la nueva eficacia tiene que ser la definición. La atmósfera del consenso era la concordia. La tesis era que los intereses de los partidos se podían hacer coincidir con el interés nacional: sólo había que negociar inteligentemente para qué éste saliera a flote. La mecánica mayoritaria demanda confrontación. No puede llevarse a puerto una reforma sustancial si no se está dispuesto a definir un proyecto de cambio, defenderlo públicamente y enfrentar con lucidez y habilidad a los adversarios. Esa es, a mi entender, la tarea crucial del gobierno y de la presidencia: entender que la política del consenso ha concluido y que se requiere fundar una política de mayoría. Para ello, no solamente hay que encontrar el aliado suficiente, sino hay que emplear instrumentos distintos. Si fue una sorpresa que el gobierno de Peña Nieto fuera capaz de poner en pie una alianza post-ideológica para dar los primeros pasos; será también una sorpresa si es capaz de remplazarla por una efectiva alianza modernizadora. El paso requiere una mudanza política profunda: una clara definición programática, una disposición a encarar las fricciones del conflicto y el empeño de librar la batalla pública y de construir una mayoría parlamentaria. El éxito inicial del gobierno de Peña Nieto se ha convertido ya en su principal obstáculo.

jueves, 8 de agosto de 2013

Una posible reforma en Pemex

El diseño e implementación de las reformas en materia de petróleo y gas natural tomarán tiempo en madurar y sus principales resultados económicos no se obtendrán en este periodo gubernamental. El gobierno actual tendrá que asumir sus costos políticos, sin derivar los principales beneficios de la reforma. En estas circunstancias, se requiere una verdadera visión de Estado para tomar estas decisiones. La fase de diseño puede tardar más de un año; los regímenes a los que se ha aludido difícilmente estarán en su lugar antes de 2016; los procesos de licitación y la suscripción de contratos podría tomar un año más; poner en marcha y ampliar las actividades de exploración y desarrollo será relativamente lento.

La nueva plataforma económica y jurídica del sector extractivo de la industria petrolera tendría que incluir cinco regímenes básicos: el sistema de licencias o  de contratos y el de derechos e impuestos; el interés financiero directo del Estado en proyectos privados; el marco regulatorio y la organización estatal de actividades petroleras y gasíferas. El diseño y el desarrollo de estos regímenes requieren un cuidado meticuloso de detalles técnicos, económicos y legales. Los cambios propuestos tienen que encuadrar en el contexto de cuestiones más amplias de la industria petrolera. No sólo deberá abordar asuntos relativos a la expansión de la oferta petrolera y medir el éxito en términos de la inversión extranjera directa que podría desencadenar. Una perspectiva más amplia y de largo plazo es esencial. Deberá incluir temas como la administración de la demanda de energía, la descarbonización de la matriz energética, la reducción de la contaminación local y la mitigación de las emisiones de carbono, así como mantener precios competitivos y accesibles, entre otros.

Los derechos de propiedad del subsuelo están inequívocamente especificados en la Constitución, donde se establece que corresponde a la nación el dominio directo del petróleo y demás hidrocarburos, incluyendo la petroquímica básica, y que ésta llevará a cabo la explotación de dichos productos; el sector público tendrá a su cargo, de manera exclusiva, estas áreas estratégicas, en las que no se otorgarán concesiones ni contratos. En el resto del mundo estos derechos de propiedad pertenecen a la nación, la corona o el Estado. Solamente en Estados Unidos los particulares pueden disfrutar estos derechos, usualmente el propietario de la tierra en los que se encuentran.

Las restricciones con respecto a las concesiones y los contratos de producción compartida (CPC) no son exclusivas a México y, aunque son poco frecuentes, también se dan en Arabia Saudita y Kuwait, por ejemplo. En nuestro país los contratos de riesgo se permitieron hasta 1958. La reforma que propondrá el gobierno reafirmará, inequívocamente, este principio básico en relación a los derechos de propiedad. Podría también plantear el regreso al marco constitucional y legal previo a 1958. Lo único que estará a discusión será la modificación de las actuales restricciones constitucionales en relación a los contratos y concesiones para la extracción de hidrocarburos, dado que la inversión privada directa en la exploración y producción de petróleo y gas natural supone cambios en los artículos 27, 28 y 25 constitucionales, y en las leyes secundarias que de ellos se derivan.

Pemex ha utilizado diversas formas contractuales de servicios en sus actividades extractivas. En años recientes evolucionó de contratos de servicios puros a otros de servicios de producción integrados y a los de administración incentivada de producción. Su éxito ha sido limitado en términos de los objetivos originales de Pemex. No lograron atraer a las grandes empresas petroleras internacionales. Sólo Repsol y Petrobras respondieron a la invitación del gobierno a participar, con la esperanza de que sería el primer paso hacia eventuales contratos de riesgo compartido. Un par de empresas regionales independientes han estado involucradas. Sin embargo, los principales jugadores han sido las empresas internacionales de servicios petroleros integrados. Ahora, conforme Pemex se dirige a la exploración en aguas ultraprofundas y a recursos no convencionales, estos contratos de servicios son claramente inapropiados, en particular en el caso de proyectos complejos, de gran escala y altos riesgos.

Evaluar los méritos relativos de regímenes concesionarios y de CPC requiere una comprensión profunda de las condiciones específicas prevalecientes en materia económica, política, jurídica, industrial y geológica. En términos generales, los sistemas concesionarios modernos son técnicamente superiores a los CPC. Han evolucionado de modelos basados en un trato desigual a otros de carácter más equitativo. Hoy en día se designan como licencias las formas modernas de concesión.

Los países productores en el mundo desarrollado muestran una clara preferencia por el régimen de licencias, mientras que en los países en desarrollo predominan los CPC. En Gran Bretaña, Noruega, Canadá, Australia y mar adentro en la costa estadunidense del Golfo, se cuenta con sistemas concesionarios modernos. Otros, como Brasil, ahora tienen un sistema dual que incluye CPC en campos presal en adición a concesiones en otras áreas marinas. Esos patrones reflejan la evolución de los derechos de propiedad y de su cumplimiento; la existencia de un Estado de derecho y la credibilidad de compromisos legales; la estabilidad del régimen impositivo y la madurez del régimen regulatorio. México calificaría entre este grupo de países en la medida en que ha tenido por mucho tiempo un amplio sector privado, una presencia sustantiva de empresas internacionales en otros sectores industriales y de servicios; y está en condiciones de desarrollar e instrumentar un moderno régimen de derechos e impuestos petroleros vinculado a la infraestructura del impuesto sobre la renta, y de fortalecer el régimen regulatorio de las actividades extractivas.

Los CPC tienden a ser más intrincados, suponen un mayor poder discrecional en su elaboración y manejo e involucran una mayor participación de la empresa petrolera estatal. Los CPC son el resultado de negociaciones contractuales detalladas. Su complejidad está inversamente relacionada a la solidez y confiabilidad de la estructura legal de un país. Entre menos confiable el régimen legal, un mayor número de cuestiones tienen que ser incorporadas en el CPC, dado que éste intenta convertirse en una ley autocontenida. La inclusión de regulaciones como parte del contrato lo hace aún más complicado. La intervención de la empresa petrolera estatal exige un mayor compromiso gerencial en las negociaciones y en la operación. Asimismo, la estructura de los CPC no cuenta con los pesos y contrapesos que usualmente contiene un régimen de licencias.

Por razones simbólicas funcionarios gubernamentales y personal político pudieran preferir los CPC. En el ánimo de muchos mexicanos las concesiones están inevitablemente ligadas a la explotación predatoria del petróleo mexicano antes de la nacionalización de esta industria. Los ejecutivos de Pemex podrían tener la misma preferencia debido a que continuarían involucrados en proyectos gestionados bajo esta estructura, como socios de las empresas internacionales. En el caso de un régimen de licencias, la gestión y las responsabilidades del gobierno están más nítidamente definidas y delimitadas, y la asociación puede darse con una entidad estatal diferente a Pemex. Algunos podrán argumentar que es posible lograr una cierta convergencia en los resultados económicos de regímenes alternativos. Aun si éste fuera el caso, tienen muy diferentes implicaciones respecto a su gobierno, su transparencia y sus salvaguardas.
Reforma

El Estado también puede participar directamente como inversionista en la industria petrolera, tanto en las licencias de producción, como en coinversiones en oleoductos y gasoductos submarinos, así como en otras instalaciones. Podría limitar su inversión a proyectos abiertos a la inversión privada en áreas geográficas bien definidas. El Estado tendría una participación financiera minoritaria, aunque significativa, pero no sería el operador. Esta responsabilidad sería asumida por un particular, miembro del consorcio responsable. El Estado puede establecer dos instituciones separadas para garantizar la transparencia. Un fondo que detentaría el interés financiero directo del Estado, que compartiría los costos de capital y operación, así como las utilidades, sobre las mismas bases que los demás propietarios; y una pequeña empresa estatal que administraría el fondo.

Este modelo, con algunas variantes, ha sido adoptado por Noruega, Dinamarca y, más recientemente, Brasil. Sus objetivos son maximizar los ingresos estatales derivados del petróleo y el gas, complementar los ingresos gubernamentales por concepto de derechos e impuestos petroleros y, a través de un mecanismo de inversión alternativo, hacer el sistema de recaudación más robusto. Otro objetivo es lograr un mayor equilibrio entre las empresas internacionales y el Estado, corrigiendo asimetrías de información, particularmente las que se refieren a la estructura de costos. En el caso mexicano, dado la larga existencia de un monopolio de exploración y producción, el establecimiento de una entidad estatal adicional puede resultar útil, en particular si Pemex está sobrecargado con sus responsabilidades actuales.

La reforma petrolera presupone cambios básicos en el régimen de derechos e impuestos petroleros y, de manera más general, una reforma fiscal que aumente de manera significativa los ingresos de otras fuentes. La extraordinaria baja carga fiscal explica, en gran medida, la cómoda dependencia del Estado del petróleo. En los últimos seis años, en que la industria petrolera atravesó por un ciclo completo de precios, la participación media de los derechos e impuestos pagados por Pemex Exploración y Producción (PEP) respecto a sus rendimientos antes de impuestos fue de 96% y 68% de sus ingresos brutos. De 2007 a 2012, los ingresos petroleros contribuyeron 29% de los ingresos totales del gobierno federal, un monto equivalente a 4.7 puntos porcentuales del PIB. Si la participación gubernamental en los rendimientos de PEP se hubiera reducido en 2012 a 70%, la pérdida de ingresos hubiera sido equivalente a 1.3 puntos porcentuales del PIB. Este monto hubiera tenido que ser compensado por otros ingresos fiscales.

La situación, claramente, es insostenible tanto para el gobierno como para Pemex. Desde luego no es compatible con costos de exploración y desarrollo más elevados, y tampoco con la inversión privada en la industria petrolera. El régimen fiscal petrolero tiene que ser rediseñado completamente, comenzando por primeros principios, y una transición cuidadosa tiene que instrumentarse en el contexto de una reforma fiscal a fondo. Además, un nuevo régimen de derechos e impuestos debe ofrecer incentivos positivos y negativos a Pemex para mejorar la eficiencia de las actividades extractivas. Más importante aún, tendrá que garantizar una participación gubernamental elevada, aunque razonable.

El marco regulatorio de las actividades extractivas tiene que ser transformado y desarrollado plenamente, y el regulador deberá contar con mayores recursos técnicos y financieros, mayor autonomía respecto al gobierno y una protección adecuada que impida su captura por parte de Pemex y de eventuales jugadores privados. La Comisión Nacional de Hidrocarburos es producto de la reforma petrolera de 2008. La Secretaría de Energía mantuvo todos los poderes regulatorios y otorgó a la Comisión lo que esencialmente es un papel asesor. Ha realizado trabajo útil dando a conocer información que en el pasado no era de carácter público. Sus conflictos con Pemex han sido intensos debido a reclamos de que interviene en esferas de carácter operativo y gerencial, sin contar con el conocimiento técnico necesario. Además, desde su instalación, la Comisión ha sido castigada financieramente.

El corpus de regulaciones es a todas luces inadecuado y la Comisión depende, en gran medida, de la autorregulación de Pemex. En cuestiones de seguridad y medio ambiente no está convergiendo a un ritmo razonable con las mejores prácticas de la industria ni con los estándares estadunidenses. Esto es fuente de preocupación en actividades mar adentro, particularmente las que se realizan cerca de la frontera marítima con Estados Unidos. En términos generales, el cumplimiento de normas es laxo y la capacidad de supervisión e inspección casi inexistente. En las condiciones actuales, de atribuírsele poderes de administración del sistema de licencias, sería difícil que se desempeñara de manera creíble. Por lo tanto, el fortalecimiento del marco y de las instituciones regulatorias constituye un prerrequisito para la inversión privada en la industria petrolera.

Transformación de Pemex

Un aspecto central de la reforma petrolera es mejorar el desempeño operativo de Pemex y fortalecer su capacidad para manejar, eficaz y eficientemente proyectos de inversión de gran escala y complejidad. Esta empresa estatal es demasiado grande y sus activos demasiado valiosos como para dejarla fracasar. Además, está lejos de experimentar un colapso institucional. Sin embargo, sus rezagos siguen aumentando. El fin de la era de petróleo fácil y de renta económica masiva plantea nuevos retos para los que Pemex está mal preparado. La complejidad técnica de muchos de sus futuros proyectos exige el acceso a nuevas tecnologías y a un cuerpo gerencial de mayor calibre. Las habilidades de buena parte de su personal técnico de alto nivel y de sus ingenieros no alcanzan los estándares requeridos. Los trabajadores calificados no están siendo debidamente entrenados y carecen de la supervisión y liderazgo esperado de los cuadros gerenciales medios. Esto explica, en parte, la frecuencia de accidentes. La innovación no es premiada y actitudes conservadores adversas al riesgo tienden a prevalecer en todos los niveles. Pemex no es la primera opción de empleo de jóvenes talentosos. Las funciones de reclutamiento, selección, entrenamiento, retención y planeación de la carrera de sus ingenieros son débiles y, en algunas instancias, inexistentes. Como resultado de ciclos previos de contratación, una alta proporción de individuos está llegando a la edad de jubilación, por lo que el reemplazo generacional de personal experimentado se vuelve imperativo. Los niveles de remuneración privilegian la sobrevivencia en el empleo, dadas las generosas pensiones y los beneficios postjubilatorios. Sin embargo, las remuneraciones no son necesariamente competitivas en niveles críticos de la escala salarial.

El sindicato petrolero y su liderazgo plantean múltiples obstáculos al mejoramiento de la eficiencia operativa y a un buen gobierno corporativo. Su poder político anacrónico inhibe  reformas necesarias y ofende a la sociedad. En nuestro pasado autoritario los sindicatos del sector público jugaron un papel importante en la estructura y proceso político del país, movilizando a los trabajadores para fines netamente políticos. Hoy en día, bajo un régimen más democrático en el que el poder se origina en las urnas, esta función está desapareciendo. En no pocos casos el comportamiento de los liderazgos sindicales tradicionales ha sido un símbolo de abuso y de corrupción. El sindicato petrolero impone una pesada carga financiera a través del sobreempleo, diversos privilegios y múltiples prácticas restrictivas que afectan la productividad, la vida democrática y la obligación de rendir cuentas de los recursos públicos que recibe.
Reforma
El gobierno corporativo y el de la industria también son disfuncionales. El Consejo de Administración de Pemex está formado por secretarios de Estado, miembros del sindicato y un grupo de consejeros de tiempo completo que fueron propuestos por sus partidos políticos. Los conflictos de interés son obvios. Los miembros que representan al gobierno tienen una obligación fiduciaria con Pemex y al mismo tiempo deciden, en su responsabilidad principal, cuestiones que pueden afectar a la empresa de manera negativa. Los miembros del sindicato cuidan, predominantemente, sus intereses políticos y a sus afiliados. Los consejeros profesionales no son independientes. Los principales directivos de Pemex son designados por el presidente de la República. En el ente corporativo las designaciones tienden a ser de personal externo con escasos conocimientos de la industria. Esto debilita su liderazgo, al depender de cuadros internos para manejar la empresa, aunque desconfíen de ellos.

Las prerrogativas del Consejo y de los directivos de Pemex están mal definidas. En la práctica el papel del cuerpo directivo, los consejeros, los funcionarios públicos y los reguladores no está claramente determinado ni las fronteras de sus respectivas responsabilidades establecidas con precisión. La secretaría de Estado que supervisa a la industria petrolera tiene múltiples funciones: desarrolla e instrumenta políticas públicas, ejerce los derechos de propiedad del Estado respecto al subsuelo y al monopolio petrolero estatal, y regula a la industria. Sin embargo, no cuenta con los recursos humanos, financieros e institucionales suficientes para desempeñar estas funciones. La Secretaría de Hacienda no sólo fija los derechos y los impuestos, así como los precios de sus productos, sino que también aprueba el presupuesto anual de Pemex, línea por línea, dado que es una parte central del presupuesto federal. La ambigua demarcación, formal e informal, entre el gobierno y la empresa petrolera milita en contra de la autonomía de gestión. El proceso de control privilegia procedimientos y no se basa en resultados. En todos estos asuntos el gobierno y Pemex están lejos de operar de acuerdo a las mejores prácticas.

Pemex enfrenta flujos de efectivo negativos que tienen que ser financiados con fondos presupuestales del gobierno federal y que llevan a una dependencia creciente respecto del endeudamiento externo. A fines de 2012 el endeudamiento total aumentó a cerca de 60 mil millones de dólares. Adicionalmente, reservas no fondeadas para pensiones y obligaciones laborales postjubilatorias ascienden a 99 mil millones de dólares. Una opción es reducir la carga fiscal de Pemex y otra es abrir la industria a la inversión privada, o una combinación de ambas. Los flujos de inversión privada tardarán tiempo en ampliarse, por lo que se necesita reducir con prontitud el monto de los derechos e impuestos. Esto implica una reforma fiscal exitosa que permita sustituir ingresos petroleros.

Sin estos cambios la posición financiera de Pemex continuará deteriorándose, limitando aún más sus presupuestos de inversión. Además, si ha de explorar y desarrollar los recursos localizados en aguas ultraprofundas y en depósitos de lutitas y,  al mismo tiempo, sostener la producción de sus activos maduros, aumentarán los requerimientos de capital de la industria petrolera. Los riesgos que estos nuevos proyectos suponen, y la incertidumbre respecto a su tamaño y su perfil temporal,  plantean retos adicionales. Liberar a Pemex de una parte de esta pesada carga financiera y gerencial permitiría a la empresa mejorar su desempeño en áreas donde su experiencia e infraestructura ofrecen mayores ventajas comparativas. En cualquier caso, PEP tendrá que mejorar su desempeño para justificar la asignación de los cuantiosos recursos que utiliza. Deberá estar más consciente que no es lo mismo gastar que invertir.
A los dueños de los recursos del subsuelo no nos queda más remedio que pagar por ver. Es necesario invertir montos sustanciales y desplegar intensas actividades para identificar y verificar la existencia de recursos que aún están por descubrirse. Si bien hay indicios de mayores volúmenes de hidrocarburos, la realidad es que poco sabemos de su tamaño, la proporción económicamente recuperable de ellos y la magnitud de su eventual costo. De lo que no hay duda es que hoy carecemos de las bases para iniciar un verdadero renacimiento de la industria petrolera. El tiempo se nos agota. El prolongado debate entre estadistas y desreguladores plantea una falsa dicotomía entre Estado y mercado, que no recoge ni responde a la complejidad de los problemas de la industria petrolera. La introducción de la competencia y el fin del monopolio estatal exigen formas nuevas y más eficaces de intervención estatal y el desarrollo de estructuras de mercado más robustas. El futuro de la industria petrolera y de Pemex depende de ello.

Notas sobre una posible reforma petrolera

Nuevas circunstancias externas e internas, así como una creciente frustración respecto a nuestra incapacidad para transformar el patrón de desarrollo de Pemex, me han llevado a pensar en la necesidad de abrir esta industria a la competencia y a la inversión privada, bajo un marco regulatorio fuerte y eficaz. Mantengo la firme convicción de que podemos preservar a Pemex como una empresa petrolera integrada, de carácter dominante, manejada con criterios eminentemente comerciales y empresariales, y con una identidad nacional inequívoca. Para ello deberá someterse a una profunda renovación institucional.

El cambio de mi postura fue un proceso amargo, pero no era inevitable. Siempre hubo opciones alternativas y oportunidades que no fuimos capaces de reconocer y tampoco actuamos en consecuencia. Una industria que extrae y procesa recursos naturales finitos tiene, necesariamente, que renovarse para evitar su declinación. Hoy, ante una situación que considero insostenible, la industria requiere más mercado y más Estado. Habrá que transitar de una intervención estatal directa a una indirecta, que mediante la regulación establezca las reglas del juego con las que podrán desenvolverse mercados vigorosos, que alienten una mayor eficiencia y movilicen mayores recursos. Sin embargo, debemos mantener un escepticismo vigilante frente a soluciones de mercado, dados sus recurrentes fracasos cuando se debilita la regulación estatal.
Reticencias a la reforma 

Si bien hay múltiples diagnósticos en torno a la problemática de la industria petrolera mexicana, carecemos de un diagnóstico crítico compartido. Con lenguaje diplomático complaciente se alude a problemas específicos, sin enmarcarlos en un contexto general y sin explicar sus causas. Hay también una clara preferencia por llamar la atención sobre supuestos éxitos parciales y subrayar que ya se avanza en la solución de deficiencias evidentes. El arreglo institucional del sector no favoreció la realización de un análisis integral del paradigma petrolero dominante ni alentó el reconocimiento de las disyuntivas y los dilemas que enfrenta la reforma petrolera, así como sus riesgos y los problemas que entraña.

Por largo tiempo el gobierno ha dado señales contradictorias al privilegiar objetivos de corto plazo, desatendiendo problemas estructurales de la industria petrolera, y concentrándose en su aportación neta de recursos al fisco y, en menor grado, su contribución al financiamiento de la balanza comercial. La masiva renta económica generada se dispersó parcialmente a través de formas toleradas de ineficiencia, subsidios, corrupción y abandono administrativo. Algunos piensan que con sólo anunciar una nueva política pública se resolverán añejos problemas,  prometiendo soluciones sin costos económicos y sociales, mientras que otros más tienden a agotar sus energías en la denuncia de los males que nos aquejan y de su supuesto origen. 

La privatización de la industria petrolera tiene dos acepciones: la venta de activos de una entidad estatal y la apertura de sus actividades sustantivas a la inversión privada. La nación es la propietaria de las reservas y Pemex sólo tiene el derecho exclusivo de explotar estas reservas por cuenta y orden del Estado. Insistir en que no se privatizará la industria petrolera mexicana, dado que los hidrocarburos continuarán siendo de la nación o porque no se venderán activos propiedad de Pemex, confunde a la opinión pública. Abrir a la inversión privada la extracción de petróleo y gas natural es, en todas partes, una forma de privatización, que en la mayoría de las veces se refleja en el registro de las reservas como activos de empresas particulares.

La polarización de posiciones respecto al desarrollo de la industria petrolera y de la participación privada en la misma ha generado más calor que luz. Los extremos antagónicos se radicalizaron aún más, alimentándose mutuamente de la desconfianza que se profesan. Las partes expresaron con certeza principios y convicciones, así como ignorancia técnica y desconocimiento de la operación y la administración de la industria petrolera. Mientras se ha sostenido esta guerra ideológica, continuó el deterioro de Pemex y se malograron esfuerzos limitados de  reforma.

Entre nosotros hay una corriente de opinión que ve al sector energético como una isla soberana y autárquica que debe escapar a la lógica del desarrollo capitalista del resto de la economía mexicana. Cree que para lograrlo conviene integrar defensivamente al sector energético en una sola entidad que abarque a las empresas estatales de electricidad y petróleo. Desde esta perspectiva es también deseable aislarlas de los efectos corrosivos del comercio internacional. De ahí viene la propuesta de dejar de exportar petróleo, construir cinco refinerías simples que permitan dejar de importar productos destilados, así como gas natural, que sería sustituido por combustóleo para cubrir los requerimientos de centrales eléctricas. Quienes así piensan recuerdan una historia heroica, añoran una edad de oro que nunca existió y aspiran a un futuro que en muy pocos países existe. Hacen caso omiso a las implicaciones económicas y ambientales de su propuesta.

Por otra parte, a una corriente ultraliberal le interesa desmantelar a Pemex, pues aborrece la intervención directa del Estado en la economía y cree que la transferencia de estos activos a particulares resuelve todos sus problemas. Esta escuela tiene una fe ciega en el funcionamiento libre del mercado en el sector energético, lo que implica la privatización de sus empresas estatales, la apertura plena a la inversión extranjera directa y una regulación económica mínima. Aceptan que esto se haga mal, pero rápido, para crear los intereses particulares que eviten cualquier reversión. Sus soluciones de libro de texto no requieren de un conocimiento detallado del sector.
Reforma
Sin embargo, es importante comprender la renuencia mexicana a la privatización de la industria petrolera. Históricamente puede explicarse en torno a tres procesos profundos: nuestra revolución social, el nacionalismo revolucionario y el capitalismo burocrático que caracterizó gran parte de la historia del siglo XX y que culminó a finales de los años cincuenta con lo que se consideró como el perfeccionamiento del monopolio petrolero estatal y la mexicanización de la industria eléctrica. La propiedad estatal de las actividades productivas era vista como la esencia del socialismo. Su predominio en las cumbres dominantes de la estructura económica fue un precepto leninista ampliamente adoptado en países en desarrollo. A su vez, nuestra vigorosa tradición nacionalista hizo hincapié en la soberanía sobre los recursos naturales como sostén fundamental de la autonomía económica. Finalmente, el capitalismo burocrático mexicano utilizó de manera eficaz el poder político para alentar el desarrollo. La crisis económica de 1982 y sus repercusiones políticas erosionaron el papel del Estado en la vida económica del país; y el deterioro de las finanzas públicas afectó de manera inevitable las finanzas de las empresas estatales. A un Estado pobre correspondía una empresa petrolera estatal pobre. El abandono de principios socialistas, el debilitamiento del nacionalismo mexicano y la globalización han creado un vacío ideológico en el que se desarrolla la política de apertura a la participación privada del sector energético.

La reticencia a la privatización petrolera obedece también a riesgos reales que ésta entraña. Sobresalen dos: la eventual desnacionalización de esta industria y la formación de empresas privadas con poderes monopólicos. Estos fenómenos se han producido en otros sectores de la economía. Basta recordar la historia contemporánea de la banca comercial y de las telecomunicaciones, entre otras. Hay quienes no consideran importante la nacionalidad de la propiedad de las empresas en un régimen internacional de Estados-nación. Sin embargo, ¿quién duda que Exxon y Chevron sean empresas estadunidenses, que Total sea francesa y BP británica? La nacionalidad de Statoil, Petrobras y Saudi Aramco es inequívoca. Todas estas empresas son verdaderos campeones nacionales. Para evitar que la privatización se convierta en desnacionalización es necesario modernizar a Pemex y establecer las debidas salvaguardas en relación a la participación privada en la industria petrolera. A su vez, la monopolización privada sólo puede evitarse mediante un régimen regulatorio que esté en plenas funciones antes de que se dé la apertura a la inversión privada.

Consideraciones tácticas

El gobierno mexicano tendrá que resolver complejos dilemas estratégicos y tácticos que envuelven a una posible propuesta de reforma energética. En primer lugar, tiene que elegir entre diversas alternativas respecto al alcance, la profundidad, la secuencia y el calendario de la reforma. Tiene también que definir la ruta que seguirá para lograr su aprobación en el Congreso y  los pasos que tomará para su instrumentación. La fallida reforma petrolera de 2008 ofrece diversas lecciones. Una de ellas es que la decisión de evitar una reforma constitucional la emasculó. Concedido este asunto capital, se inició una amplia discusión que desembocó en una sobrelegislación desordenada a la que todas las partes contribuyeron. La falta de un claro sentido de dirección abrió la posibilidad de que se aprobara una reforma cuya paternidad todos terminaron desconociendo. La reforma de 2008 fue el producto de una profunda desconfianza estratégica, que reflejaba suspicacias mutuas respecto a las intenciones de largo plazo de cada uno de los actores principales. 

La triste historia de la reforma de 2008 ha llevado a algunos a proponer que la nueva propuesta se limite, por ahora, a excluir de la Constitución las restricciones que impiden la inversión privada en el sector energético, dejando para más adelante detalles que se especificarían en leyes reglamentarias y decretos, donde las mayorías exigidas son menores o, incluso, no se necesita pasar por el Congreso. Además, dado que algunos de los principales asuntos energéticos dejarían de estar en el ámbito constitucional, las nuevas leyes tenderían a ser más escuetas, evitando la tentación de abundar en detalles que las abrirían a extensas discusiones y a la introducción de múltiples salvaguardas. Una buena parte de dichas precisiones se ubicaría en el marco regulatorio, donde predominarían discusiones técnicas mejor delimitadas.

Este posicionamiento táctico minimalista se basa en supuestos discutibles. La reforma del sector energético, particularmente del petróleo, no es un asunto político y económico menor. En otras partes del mundo ha suscitado un amplio e intenso debate público. Pensar que es factible solicitar al Congreso y a la opinión pública un cheque en blanco en relación a temas de esta importancia es poco realista. Sería necesario, cuando menos, esbozar los elementos propositivos más importantes respecto a las modalidades que asumiría la reforma y justificarlos. La información mínima requerida sería suficiente para abrir el debate que se busca eludir. No revelarla ocasionaría todo tipo de suspicacias. La cultura política actual exige una mayor deliberación sobre políticas públicas, que en el pasado tendía evitarse mediante actos de autoridad. Aun si esta maniobra tuviera éxito en el corto plazo, sus costos a más largo plazo podrían ser elevados.

El vacío que se crearía entre una apertura legislativa a secas y la formulación normativa secundaria entraña importantes riesgos. Resultaría difícil coordinar la acción de los principales agentes económicos en condiciones de incertidumbre, abriendo el espacio a las presiones de múltiples grupos de interés, cuyas expectativas podrían diferir significativamente de lo que eventualmente se acordara. Entonces, si éste fuera el caso, se tendría que actuar con mayor premura, corriendo el riesgo de cometer errores importantes de alto costo, provocar consecuencias no buscadas y reducir el poder de negociación del Estado.

La fragmentación política de los partidos de oposición dificulta lo obtención de la mayoría necesaria para aprobar reformas constitucionales. Es posible que algunos legisladores sostengan posiciones irreductibles. Otros más podrán actuar de manera oportunista, reflejando conflictos al interior de su fracción parlamentaria. Algunos intercambiarán su apoyo por concesiones sustanciales en otros asuntos que se ventilan en el Congreso. No sería la primera vez que la aprobación de una reforma se sujete a la de otra. En cualquier caso el ejercicio de la disciplina partidista no puede darse por descontada.

La reforma supone, necesariamente, cambios constitucionales importantes. De no proponerse o si no pudieran lograrse, sería mejor esperar un momento más propicio. Sin embargo, esta posibilidad está restringida por las declaraciones reiteradas de que se enviará al Congreso una iniciativa de reforma energética en septiembre de 2013. Antes de que esto suceda el gobierno tendrá que diseñar los cambios constitucionales y legales que propondrá, los términos de los cambios al marco regulatorio, un nuevo sistema de regalías e impuestos petroleros y la identificación de los desarrollos institucionales requeridos. La reforma de nuestra industria del petróleo y del gas exige un esfuerzo sostenido, mucha paciencia y disciplina. Desafortunadamente, no hay arreglos fáciles ni soluciones sencillas a la compleja gama de problemas que enfrenta. En primera instancia, el gobierno tendrá que formular un documento de política energética que plantee de manera clara sus principales objetivos, describa los problemas que espera poder resolver, reconozca pragmáticamente las restricciones que enfrenta, identifique los principales instrumentos de cambio disponibles y estructure estrategias. Tendrá también que lidiar con los conflictos que surjan entre los esfuerzos dirigidos a la reforma, la reestructuración de Pemex y otras cuestiones estratégicas.

La reforma constitucional es una condición necesaria, más no suficiente, del cambio. La reforma de 1995, que abrió los gasoductos a la inversión privada, es un buen ejemplo que hay que recordar. Tuvo un efecto limitado sobre la construcción de los ductos requeridos, debido a una política inapropiada y al fracaso en torno a cuestiones regulatorias y de organización industrial. A 18 años de distancia, el país va de un recorte de suministro a otro por falta de capacidad de transporte de gas.

miércoles, 31 de julio de 2013

Raúl Salinas exonerado de enriquecimiento ilícito

Luego de que el Juez XIII de Distrito en Materia Penal exonerara a Raúl Salinas de Gortari, hermano del expresidente, Carlos Salinas de Gortari, por el delito de enriquecimiento ilícito, la Procuraduría General de la República (PGR) presentó una apelación.

Ahora el asunto se encuentra en un Tribunal Unitario, que modificará, revocará, confirmará o repondrá la sentencia, cuyo plazo para determinar la situación será en aproximadamente 20 a 25 días, sin exceder el plazo de 30 días.

Carlos López Cruz, juez XIII de Distrito de Procesos Penales Federales en el Distrito Federal, determinó que Raúl Salinas no es penalmente responsable de la comisión de dicho delito.

Juan Manuel Gutiérrez también fue exonerado, se le acusaba del mismo delito, además de peculado y fue acusado por el Ministerio Público de ser el prestanombres de Salinas de Gortari.

De ratificarse la sentencia, se tendrán que devolver todos los bienes que le fueron asegurados el 2 de abril de 1996 por orden del Juez IV de Distrito en Materia Penal en el Distrito Federal.

También la Comisión Nacional Bancaria y de Valores (CNBV) tiene que descongelar seis cuentas bancarias y el mismo número de cuentas de cheques.

En caso de que se confirme la resolución absolutoria, las autoridades tendrán que devolver a Raúl Salinas de Gortari las propiedades que le fueron confiscadas en 1996 y descongelar varias de sus cuentas bancarias.

El hermano del expresidente de México, quien gobernó de 1988 a 1994, fue excarcelado en junio del 2005, fecha en la que fue absuelto del asesinato de José Francisco Ruiz Massieu y otros cargos como defraudación fiscal, lavado de dinero, peculado y narcotráfico.

lunes, 22 de julio de 2013

Ejecuciones a control remoto

El Presidente de los Estados Unidos, el Premio Nobel de la Paz de 2009, ha abrazado con entusiasmo una política pública que, con timidez, inició su antecesor. Se trata de una programa gubernamental para exterminar a sus enemigos a control remoto. El asesinato como política pública. Ejecuciones extrajudiciales reconocidas abiertamente por el presidente Obama y defendidas como forma legítima de actuación gubernamental. A la distancia, el ejecutor mueve una nave no tripulada cuya misión es hace volar al enemigo. No corre ningún riesgo, observa una pantalla mientras oprime botones y mueve palancas. Alguien podría pensar que juega en una computadora pero no es trivial el efecto de sus movimientos. Detrás de la pantalla, la muerte.

El centro de la política antiterrorista del gobierno norteamericano es un macabro videojuego. Un programa pretendidamente preciso de asesinatos a distancia. Esta política pública ha sido diseñada tecnológica y legalmente. Se basa en la idea de que es mejor matar que procesar; que es preferible asesinar al enemigo que apresarlo. Obama rompió con la política bélica de Bush II. Caras, inútiles, quizá contraproducentes, las intervenciones militares en Irak o en Afganistán tenían una ambición descomunal: transformar a los Estados enemigos en aliados; reconfigurar la política interior de esos países para evitar que apoyen o que financien a los terroristas; impedir que se asienten en su territorio, campos de entrenamiento. Rehacer el Estado o inventarles nación a través de la ocupación militar. Transformar al enemigo en ejemplo para los vecinos. Obama no tiene esa pretensión. Sabe bien que las guerras son impopulares, que cuestan mucho dinero, que son mala publicidad y que conllevan enormes responsabilidades posteriores. Por eso ha variado la estrategia: en lugar de ocupar territorialmente el país que amenaza, ha puesto en marcha el más amplio programa de exterminio selectivo del que se tenga memoria. Miles de personas han sido asesinadas por este programa eufemísticamente descrito como operaciones de contingencia en el extranjero. El blanco ya no es el Estado que apadrina terroristas: el blanco es, literalmente, el terrorista.

En mayo de este año, el presidente Obama pronunció un discurso en la Universidad de la Defensa en el que delineó su estrategia contra el terrorismo. Habló de la necesidad de terminar con la guerra. Como toda guerra, la guerra contra el terrorismo debe terminar, dijo Lo que debía ponerse en práctica ahora era una estrategia de desmantelamiento de las organizaciones terroristas. La violencia de los extremistas debía enfrentarse con un esfuerzo permanente y de gran precisión. Alejándose de la escabrosa invasión, Obama defiende la precisión quirúrgica del asesinato. Los drones convertidos en el eje de una política. En realidad lo que propone Obama es la continuación de la guerra por otras vías. Como bien ha advertido el pensador liberal Stephen Holmes, su política no pretende terminar con la guerra: quiere ocultarla. Sigamos con la guerra, pero que a nadie le incomode. Continuemos en guerra pero que ésta ya no salga en la televisión. Prosigamos la batalla pero que ésta no penetre en la conciencia de los ciudadanos norteamericanos.

El presidente del vastísimo programa de espionaje resulta también el presidente del ocultamiento más efectivo. Los ataques a control remoto son en efecto, por su propia naturaleza, secretos. Podrán devastar una comunidad remota, aniquilar civiles que no tienen nada que ver con el terrorismo, matar a niños pero no salen en las noticias de la noche. Con las guerras convencionales viajan periodistas, camarógrafos, cronistas que describen, que narran, que retratan los horrores de la guerra. Los drones no tienen asientos para llevar a la prensa al viaje. Las embestidas de Obama han logrado escapar de la publicidad y son, por ello mismo, infinitamente más peligrosas.

Bush fue el presidente de Guantánamo, Obama será el presidente de los drones, escribe Holmes. No se trata de una mejora sino, el fondo, del agravamiento de una política que desprecia la ley y que anula los derechos. El presidente de un país decidiendo por sí y ante sí quién merece la muerte en cualquier rincón del planeta. De acuerdo al código imperial, le corresponde esa “facultad” de designar a quien merece la muerte sin juicio y sin derecho a defensa. Hay una discrepancia entre Obama y su antecesor sobre los usos de la fuerza militar. Pero debajo de ese desacuerdo hay una coincidencia profunda: la convicción de que sus “enemigos” carecen de derechos. Obama sigue--y tal vez profundiza—la certeza de su antecesor de que los sospechosos de estar involucrados en actividades terroristas no merecen procesos justos e imparciales. No deben ser aprisionados de por vida y sin derecho a defenderse: merecen ser exterminados.

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