Quienes están acostumbrados al aplauso, quienes creen que la sociedad
debe mostrarles agradecimiento, quienes imaginan la política como un
desfile triunfal creen que la desconfianza que se expresa públicamente
es ya un insulto, una ingratitud, una patanería. Tan bonitas que suenan
las porras y tú haciendo preguntas. ¡Cuánta insolencia! A la crítica la
llaman lodo. A la exhibición de sus lacras la llaman “campaña negra”,
como si se tratara de una siniestra conjura fascista. Han llegado a
hablar de una guerra sucia, como si la desaparición de personas, la
tortura, el asesinato de la oposición orquestada por una siniestra
dictadura fuera comparable al dedo que señala el abuso o la alarma que
anticipa un peligro. Campaña de lodo, guerra sucia, campaña de odio. Los
nombres son intercambiables pero conllevan los mismos elementos: muchos
se ponen de acuerdo para golpear a un indefenso y ponen en riesgo la
convivencia. Una acción tumultuaria y, sobre todo, ilegítima. Cuando una
crítica encuentra eco en la prensa o en la opinión pública es vista de
inmediato como una campaña de linchamiento. Detrás de cualquier crítica
estará, por lo tanto, algún interés oscuro, un personaje encubierto que
mueve sus hilos para desprestigiar a quien solo merece ovaciones.
Quienes no me rinden homenaje sirven a esa abyecta campaña de odio.
Quienes quieren resguardarse de la crítica denunciando a la política
“sucia”, pretenden convencernos que la suya es una política aromática.
Política perfumada con ideas, esterilizada de rencores y
animadversiones; política resplandeciente y sustanciosa. Nuestro
candidato leerá a continuación su discurso sin perder el tiempo
respondiendo a las acusaciones. Los publicistas de esta higiénica
política ignoran que el lodo es más sustancial que las pompas de su
jabón. Un candidato podrá firmar los textos que sus colaboradores les
preparan. Podrá recitar un hermoso proyecto de nación y enlistar el
catálogo de sus prioridades sin brincarse de la quince a la dieciocho.
Los promotores de esa política desinfectada creerán que sus anuncios en
la televisión son aportes a la política deliberativa y que las denuncias
son la inmundicia de los envidiosos. Les gusta soplar preciosos globos
de detergente. A diferencia de ellos, yo creo que más importante que su
ideario y sus frases, es su confiabilidad, su trayectoria, sus
relaciones, sus reflejos. Por ello el lodo ayuda. El lodo presenta un
desafío al que sólo se puede responder de frente. Hay lodo que se
resbala pero también hay lodo que descubre lo que se quiere esconder.
Cada vez que se señalan los abusos del PRI, cada vez que se destaca
su mal manejo de los recursos públicos, cuando se advierte que encubre
pillos, brincan ofendidos para gritar que se está jugando sucio, que se
quiere lastimar su reputación. Cierran filas y gritan: ¡Guerra de lodo!
El paleolítico dirigente del PRI llegó a la dirigencia de ese partido
escudado en una innegable popularidad local. Quiso imponer su estilo
pendenciero pero sus bravatas terminaron pronto, con la cola entre las
patas. El peleonero terminó exhibido como símbolo de un partido
dispendioso que cierra filas para cuidar a sus bandidos. A su hermano no
solamente tuvo a bien heredarle la gubernatura sino también una inmensa
deuda. La probidad de su colaborador más cercano y más fiel ha sido
cuestionada con pruebas, al parecer, bastante sólidas. ¿Qué hace el
tosco dirigente priista al escuchar reclamos y denuncias sobre estos
casos? Lo natural: denunciar que es víctima de una guerra sucia y
advertir que no dirá nada al respecto. Denunciar una campaña de lodo
tiene sus ventajas: el político cuestionado tacha de ilegítima la
denuncia y sigue su camino. Para los incuestionables, la crítica es un
acto bélico; el limpísimo pacifista no caerá en provocaciones.
El exgobernador del Estado de México deberá reconocer que, con la
solemnidad que caracteriza cada gesto suyo, le mintió al congreso de su
estado. El Economist exhibió lo que Andrés Lajous había descubierto
poco antes: el gobernador declaró formalmente en su último informe de
gobierno que los homicidios habían descendido a la mitad durante su
sexenio. Falso. Peña Nieto no fue un gobernador milagroso. Fue, más
bien, un gobernador mentiroso. Los homicidios en su estado no solamente
no descendieron sino que aumentaron, según las cuentas de la revista
inglesa. ¿Considera el pretendiente priista que el artículo forma parte
de esa guerra de lodo? ¿Le merece respuesta la imputación?
Si el PRI cree que nos subyugará la vacuidad de su perfumado, habrá
que responder con crítica y lanzarle lodo a sus globos de aire.
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