Encerrado en una cárcel, Antonio Gramsci escribió uno de los textos
políticos más fascinantes del siglo XX. Se vio forzado a escribir en
código para que los carceleros no destruyeran sus libretas. Sustituyó
las palabras peligrosas por vocablos inofensivos y envolvió el nombre de
los malditos en estuches aceptables para sus captores. En las notas de
sus cuadernos buscaba el camino para el socialismo pero veía en
Maquiavelo, más que en Marx, la clave de la acción política. Si la
igualdad era el propósito, El capital no ayudaba mucho a caminar hacia
allá. En el florentino encontraba el aire para escapar del economicismo,
esa simplificación de los malos lectores que reducían la historia al
juego de las fuerzas económicas. Gramsci supo que, para cambiar la
sociedad, era indispensable comprender los hilos que unen poder, cultura
y economía.
Pienso en Gramsci ahora porque en sus reflexiones estratégicas y en
sus divagaciones teóricas dio forma a un concepto que puede ayudarnos a
entender la dimensión de nuestra crisis, un concepto que precisamente
describe ese nudo crucial de las democracias contemporáneas: el lazo que
conecta mando, ideas e intereses. El fundador del Partido Comunista
Italiano habló muchas veces de la ‘hegemonía’ para describir un modo de
dominación política que no se funda exclusivamente en la violencia. Si
los leninistas pensaban que el Estado era simplemente un instrumento de
la represión, una organización de la violencia para cuidar el imperio de
los intereses económicos, Gramsci sabía que las cosas eran mucho más
complicadas. Sí, el Estado estaba en el ejército, en los policías, en el
Código Penal y en las cárceles. Pero detrás de ese núcleo compacto de
fuerza había una compleja estructura de legitimación. Profesores,
periódicos, novelas, canciones. El Estado era violencia—pero también
cultura; era castigo—pero también consenso. Hegemonía era el nombre de
esa amalgama. Las leyes se acreditaban con cuentos; los maestros
alababan las conquistas, los mitos prestaban autoridad al poder.
Pero la hegemonía de la que hablaba Gramsci no eran campanitas en la
cárcel, adornos en el hacha del verdugo. Si una política podía perdurar
no era por el peso de la fantasía sino por la eficacia del mecanismo de
repartición.
Para la constitución de la hegemonía era indispensable un dispositivo
económico que distribuyera, de algún modo, los beneficios colectivos. La
política sirve como articulación, una zona donde se enlazan piezas que
se mueven con cierta independencia: decisiones, intereses, creaciones.
La democracia liberal ha funcionado como ese codo: un centro de acción
política revestido de prestigio que puede distribuir con cierta
eficiencia cargas y beneficios. ¿No está en crisis esa bisagra en el
mundo?
Gramsci no era un liberal, no defendía en sus notas al régimen
pluralista. Tampoco era un reformista. Quería la revolución y escribía
para prepararla. Pero entendía mejor que muchos las complejas ligazones
del régimen democrático. La ficción representativa necesitaba puentes de
realidad: lazos para conectar de algún modo aspiraciones sociales y
decisiones políticas. La economía no podía ser una fábrica de exclusión.
Las diferencias de clase encontraban tregua en el sueño de un nosotros,
en la vivencia de comunidad. Gramsci, entendió el puente entre el
poder, la imaginación y la necesidad.
Lo que vemos en todas las esquinas del mundo democrático parece mucho
más profundo que la crisis coincidente de un grupo de gobiernos con
problemas económicos. Dificultades que la siguiente elección resolverá
felizmente. Siempre se ha hablado de la democracia como un régimen en
crisis. La democracia, en efecto, va de crisis en crisis pero hoy parece
que enfrenta desafíos más graves, más enredados. Echemos un vistazo al
periódico de estos días. Veamos los tapones de Washington, las
movilizaciones de Madrid, los escándalos en Roma, las torpezas de
Bruselas. ¿Será que el puente de las mediaciones se ha resquebrajado
como nunca? El aparato de decisión se ha atrancado. La representación
política aparece como un edificio amurallado. La clase política es vista
como una corporación tan distante como impotente. Los partidos se
conducen con la insensibilidad de toda burocracia. El radicalismo no
convence, pero logra imponerse. Política cansada, ineficaz, dependiente.
Mientras la economía dice: aquí no cabes, la política agrega: aquí no
te oímos. La democracia liberal tiene el inmenso reto de retornar a lo
básico: recobrar el prestigio de su representatividad; trazar, desde la
diversidad, las rutas del interés común; constituir de nuevo el poder de
lo público.