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miércoles, 6 de abril de 2011

Legalidad sin teología




tablas Todas las elucubraciones que buscan saciar nuestra hambre de inmortalidad son pura abogacía, decía Miguel de Unamuno en su ensayo más famoso. Bordaba con ello el cercano parentesco entre el derecho y la teología. Lógicas ancladas en lo irrefutable y al servicio de una tesis. Argumentos atados a un texto. “Para el teólogo, como para el abogado, el dogma, la ley es algo dado, un punto de partida que no se discute sino en cuanto a su aplicación y a su más recto sentido. Y de aquí que el espíritu teológico o abogadesco sea en su principio dogmático, mientras el espíritu estrictamente científico, puramente racional, es escéptico”. El científico duda; los abogados y los curas creen. Por eso para Unamuno La Summa Theologica de Santo Tomás era, al mismo tiempo, un monumento de la teología y de la abogacía. Los profesionales de la ley aprenden pronto a dejar de preguntar: “La verdadera ciencia enseña, ante todo, a dudar y a ignorar; la abogacía ni duda ni cree que ignora. Necesita de una solución”.1

El jurista italiano Gustavo Zagrebelsky se ha atrevido a cuestionar esa tradición: remar en contra de la lectura teológica de la ley. El derecho no está escrito en piedra: es materia blanda, flexible: dúctil. Antes que examinar su contenido, es necesario palpar la norma, pulsar su textura para percatarse que no es un riel de acero. Tal vez la ley es líquida y debe entenderse como un afluente de posibilidades. La ley, en particular la ley fundamental, no es un imperativo de uniformidad sino el permiso para la cohabitación de lo diverso. El título de su libro más conocido tiene una elocuencia visual: El derecho dúctil se llama. El adjetivo es una interpretación acertada de la traductora Marina Gascón. El título en italiano es Dirito Mite, término que evoca lo manso, lo dócil. La traductora optó por la propiedad química de la ductilidad (esa facilidad de ciertos materiales para extenderse, adelgazarse hasta volverse hilo) para aludir a la capacidad del derecho para moldear y conciliar distintos valores.

Para escapar del código teológico es necesario romper, en primer término, con el mito del Creador. Dejar de pensar en el autor sabio y omnipotente que funda un orden legal hermético y acabado. Zagrebelsky se propuso romper esa liga y sepultar el mito del soberano en el que descansa el Estado moderno y el derecho constitucional.

La soberanía ha sido representada como una persona que habla y reina a través de reglas. Bodin pintaba la fuerza del monarca como un poder impermeable y omnipotente. Aquella rica ficción del soberano como sujeto abstracto ha dejado de esclarecer el significado del orden público. El poder irrestricto del soberano en Los seis libros de la república poco tiene que ver con la experiencia de nuestros días. El pluralismo pulveriza el viejo sueño de unidad, diversos centros de poder cuestionan el imperio absoluto del Estado, fuerzas supranacionales ejercen jurisdicción sobre los reinos de hoy. Así, la metáfora de la soberanía como el poder que es fuente de toda ley, pierde centralidad. La Constitución ya no puede ser concebida como el signo de la voluntad del soberano. En una sociedad pluralista la Constitución no sirve para definir el gran proyecto nacional. Es alojamiento, no rumbo. Entiéndase así la ley de la ley: como un “compromiso de posibilidades”.

La secularización auténtica de la ley supone la renuncia a cualquier pretensión absolutista. No solamente impugnar la omnipotencia de los monarcas o la arbitrariedad de las mayorías, sino también el absolutismo de los valores. A la ley corresponde integrar principios contrapuestos y conciliar aspiraciones en conflicto para escapar de una moralidad catastrófica. Vista la ley de esta manera, su lectura es tanto o más relevante que su escritura: el juez, antes que el legislador, es el señor del derecho. Algo sabe de las tareas del juez este hombre que formó parte del Tribunal Constitucional italiano. Zagrebelsky llegó a presidir ese peculiar órgano judicial cuyas deliberaciones son secretas y el disenso no puede hacerse público. Zagrebelsky, estudiante y profesor de la Universidad de Turín, ha reflexionado sobre sus años como juez constitucional para resaltar la extraña posición de ese intérprete del pacto social: un defensor de la democracia que no deriva su legitimidad del proceso electoral y un actor crucial en el teatro de la política que se mantiene al margen de la batalla partidista.

La única manera en que el derecho puede servir al régimen democrático es colando la norma por el paño de la duda. Curiosamente, es de la Biblia de donde extrae la enseñanza fundamental sobre las exigencias de la democracia. El jurista no lee el texto como una inscripción sagrada sino como una pieza literaria que permite ejemplificar conflictos morales. El drama de la crucifixión de Cristo presenta una estampa riquísima donde se retratan distintas actitudes éticas y se iluminan dilemas políticos. La posición de Jesús es relevante porque su autoridad le impide defenderse. Su verdad es a tal punto incontrovertible que guarda silencio ante su juicio. No sostiene su defensa, no argumenta a su favor: calla. “Donde hay verdad —observa Zagrebelsky— sólo puede haber testimonio; y no hay sitio para opiniones y argucias, ni para una autodefensa basada en éstas. El que arde en la verdad puede más bien aceptar su inmolación, dando así la última prueba de fidelidad, antes que ser procesado, condenado e incluso absuelto”.2 Pilatos es el gran oportunista: no decide sino que deja a otros la decisión: se lava las manos. Es el político calculador para quien la justicia no es más que un escalón de sus ambiciones. Pilatos no es el demócrata que confía en la decisión del pueblo. Por el contrario, es el autócrata que usa al pueblo para fortalecer su posición. Ir tras la ovación popular no es conducta del demócrata. Una plaza repleta de gente vitoreando al Indispensable constituye la escenografía clásica del dictador.

Pero el pueblo que hace aparición en este drama no tiene casa para discutir, no aborda sus propios asuntos, no encuentra, en la deliberación, su propia voluntad. Es activado por otros para resolver asuntos de otros. “Si el pueblo capaz de actuar es el pueblo de la democracia y el que se somete es el pueblo de las autocracias, el que sólo está llamado a reaccionar… es el pueblo de la demagogia”. Quien decide la suerte de Cristo es la masa con todas sus notas despectivas: ignorante e impulsiva, inconsciente e irresponsable. La democracia del pueblo reactivo corresponde a la idea del poder como una fuerza imparable. Quienes más ensalzan al pueblo, dice Zagrebelsky, suelen ser quienes se empeñan en utilizarlo. Cuando un político dice que el pueblo ha hablado, pretende cerrar para siempre la discusión. Nada en contra de la revelación popular. Quien así piensa, considera el disenso como herejía. Y concluye el italiano: “¡Abajo las instituciones, viva el pueblo! Éste podría ser el lema de los demagogos de nuestro tiempo: un lema que es un arma poderosa porque asume el lenguaje de la democracia radical y se dirige, para arrollarlo, contra todo aquello —Parlamento, instancias y procedimientos de debate, control y garantía— que hace perder tiempo, y parece dispersar y volver vana la fuerza pura que proviene del pueblo. Cuando el pueblo se ha expresado —se dice—, ningún estorbo es lícito”.3

En su libro más reciente traducido al español, Gustavo Zagrebelsky insiste en la necesidad de separarse de las leyes de piedra y de rechazar la pretensión de Verdad.4 Se ha dicho que la única verdad en política es la diversidad de verdades políticas. Ni dentro del sujeto existe la verdad redonda y hermética. Soy mi mayoría, decía Unamuno, y no siempre tomo decisiones por unanimidad. El régimen de la pluralidad es un procedimiento, un método que no puede soldarse a contenidos concretos.
La frágil democracia no sobreviviría al dictado de un grupo que se considera depositario de la verdad. Cuestionar la ética de la verdad es afirmar la ética de la duda. Zagrebelsky no deserta de la búsqueda de la verdad. A lo que renuncia es a esa verdad dogmática que descalifica la posibilidad de su cuestionamiento. Zagrebelsky retoma, sin nombrarlo, el argumento popperiano: la democracia es, como la ciencia, un dispositivo de permanente refutación.

La aspiración de basar la política en la Verdad es, quizá, el gran enemigo del Estado laico contemporáneo. Contra ese enemigo polemiza Zagrebelsky, en particular, contra la cruzada del papa Benedicto XVI, contra lo que ha llamado “dictadura del relativismo”. Una naturaleza descifrada por la revelación y luego codificada en una ley pétrea. Cualquier apartamiento de esa Verdad sería falseamiento del orden natural: sacrilegio. Aproximarse de esa manera a los problemas de la convivencia es aniquilar el pluralismo, devastar el fundamento de la democracia. Regresar a los alegatos del derecho natural es convocar a la guerra civil.

La democracia, concluye Zagrebels-ky en el epílogo del libro, es el terreno donde los asuntos pueden ser decididos de más de un modo. Así, el Parlamento puede aprobar o rechazar una propuesta de ley; el tribunal puede condenar o absolver; el ciudadano puede premiar o castigar con su voto. El autócrata vive en otro mundo: ahí no hay más que una solución legítima, una sola decisión moralmente válida, una sola verdad.

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