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lunes, 21 de febrero de 2011

Del candor

La práctica democrática ha encontrado en el candor a uno de sus peores enemigos. Tan nocivos como los autócratas, los ingenuos perjudican el gobierno democrático porque no se hacen cargo de sus complejidades, porque no reconocen las restricciones que los limitan, porque su desdén por la realidad los hace coleccionar derrotas. Sus tropiezos publicitan involuntariamente al régimen contrario. Si hay un derecho que los gobernantes no tienen es el derecho de ser ingenuo.
Sección 22 Oaxaca vuelve a ver las llamas. La violencia se apodera nuevamente de las calles y de las plazas de Oaxaca. Profesores incendian coches, gritan y patean. Admirables enseñanzas de los pedagogos: los alumnos identifican a sus maestros golpeando funcionarios. ¡Qué orgullo! El director de mi escuela es ése que sale en la foto aporreando al tipo tendido en el piso. La ciudad capturada otra vez por la violencia: un grupo político convencido de representar al Pueblo Verdadero reparte exigencias y amenazas. Se apresura a señalar a los inadmisibles y anticipa que la violencia seguirá hasta que se cumplan con sus condiciones. La historia se repite pero encuentra ahora la respuesta de la candidez. Al parecer, el flamante gobierno se avergüenza de cumplir con su obligación de restaurar el orden público. A la primera intimidación, cede. La sección 22 del sindicato magisterial impone las condiciones, el gobernador las acata. El diálogo está cerrado si el gobernador no ofrece una disculpa pública por la “represión.” La respuesta no se hace esperar: el gobernador declara: “Yo me disculpo en nombre del pueblo y en nombre de los policías que pudieron haber agraviado a alguna maestra, algún maestro.” ¿De qué se disculpa el gobernador?
¿Acepta el gobernador el calificativo de represor? Desde luego, si hubo abusos, debe castigarse ejemplarmente a los responsables. Pero no cabe la menor duda de dónde surgió la provocación y quién incendió la violencia. Más aún, funcionarios del nuevo gobierno acudieron a la manifestación para tratar de escuchar los reclamos de los maestros y fueron recibidos con el argumento de los golpes. ¡Y después de eso, quien pide una disculpa es el gobernador del estado! Más aún, el gobernador pide una disculpa a nombre de los agresores: “También me sumo a la disculpa si algún profesor o no profesor (sic) dañó los inmuebles particulares, vehículos particulares.” Eso: el gobernador no exige castigo para quienes causan daño a otros, no procede en su contra: pide una disculpa en su nombre. La reacción del gobernador oaxaqueño es lamentable porque reedita el cuento de las ilusiones de la alternancia. En el cambio de gobierno se habían depositado enormes esperanzas. El relevo del PRI en el gobierno local representaba, por supuesto, una venturosa oxigenación de la vida política oaxaqueña, tan distante de las elementales rutinas democráticas. La alternancia puede refrescar la política, pero no la reconstruye. Para transformar la mecánica del poder es necesario cambiar las reglas pero sobre todo, sacudir a los poderes. Lo deberíamos saber a estas alturas: las elecciones pueden castigar a un partido pero no cambian hábitos ni alteran en lo sustancial las relaciones de poder. En Oaxaca parece repetirse la inocentada del 2000 cuando un partido ganó la presidencia sin hacerse de las herramientas del poder y, sobre todo, sin entender cómo se mueve la máquina del pluralismo. Lo que sorprende más de la reacción del gobernador oaxaqueño es la sorpresa que le causó el vandalismo habitual de sus aliados. En diversas entrevistas sacó a relucir su pedigrí democrático, como si fuera un escudo infranqueable frente a los violentos. Gané limpiamente la elección, soy el gobernador de la transición, luego entonces, no habrá más coacciones, como las que había en el antiguo régimen. ¿Acaso confió en que un pacto electoral tendría la fuerza para desmontar una pesada estructura de intereses, el viejo negocio del chantaje? A Gabino Cué le corresponde probar que no es el Vicente Fox de Oaxaca: expectativa frustrada, la ingenuidad democrática que sólo puede festejar el triunfo electoral pero no el éxito gubernamental. La legitimidad es una corona inservible si no se traduce en eficacia.
Tal vez lo que encontramos en aquellas tierras es un resumen de lo que hemos visto en la última década a nivel nacional: la abusiva competencia de los cínicos contra los ingenuos. Por un lado están los profesionales del voto, los estrategas electorales que han aprendido a competir y a ganar—pero que no han aprendido mucho más. Por el otro lado se mantiene y se fortalece una compleja confederación de intereses que ha sabido aprovechar la dispersión del poder en su beneficio. Aquellos siguen pensando que la legitimidad lo es todo; éstos saben que lo que importa es el poder: la decisión. Los poderosos han descubierto que el brazo de los electos se tuerce con facilidad. Los ingenuos siguen creyendo en la magia electoral; los cínicos practican magistralmente el arte de la intimidación.

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