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martes, 21 de septiembre de 2010

Más allá del pesimismo

Había que poner buena cara. Era el cumpleaños y debíamos festejar. Andar de criticón en estos días es visto como un acto de mal gusto, una deslealtad imperdonable. Amargados y mezquinos, nos llegaron a llamar. Los malnacidos hablando pestes de la familia hasta en las fiestas. Éstos eran tiempos para dejar atrás los reproches, cantar las mañanitas, brindar y soplar las doscientas velas. Los festejadores insinuaban una extraña conexión entre ciudadanía y optimismo: la pertenencia era exaltación y júbilo.; los reparos sospechosos. Pero se equivocan los celebradores al contrastar sus fiestas con la actitud del pesimista. Al optimista no se le opone el pesimista sino el crítico. El pesimismo no está en el lado opuesto del optimismo. En realidad, la estructura mental del pesimista está copiada directamente del talante del optimista. Una copia en negativo, pero copia al fin. Ambas disposiciones intelectuales son hijas de la credulidad. Uno cree que las cosas van bien y caminan con buen rumbo porque así debe ser; el otro está convencido de que las cosas están mal y no harán más que empeorar porque el mundo es así. En ambos impera una confianza idéntica en el futuro: el optimista piensa que todo irá de maravilla, el pesimista está seguro que a todo se lo llevará el diablo. Pero ambos caminan por la calle con el mismo impermeable que impide que se cuele la duda por algún hoyito. Convicciones a salvo de las dudas. Chesterton encontró la afinidad de estos temperamentos al subrayar que el optimista pensaba que todo en el mundo era bueno—menos el pesimista; mientras que el pesimista estaba convencido de que todo en el mundo era malo—salvo él mismo.
El bicentenario ha sido el torneo de esas dos credulidades: optimistas contra pesimistas.
A decir verdad, el pesimismo ha sido la voz cantante. Tenemos miedo y no vemos el futuro con confianza. Existe una enorme frustración con el desempeño del pluralismo y la sensación de que el país está detenido. El pesimista hace un catálogo de los fracasos que enlista como si fueran condenas eternas. Pero no nos confundamos: no es el registro de los problemas lo que lo convierte en pesimista. Lo que le da ese carácter es su convencimiento de que el desastre es nuestra naturaleza: así somos y no hay escapatoria. El optimista, por su parte, corre de un presente que es difícil elogiar para presentar un panorama más halagüeño. Habla de los avances que hemos vivido en un par de siglos para concluir que caminamos con buena dirección. A lo mejor avanzamos lentamente pero vamos en la ruta correcta.
Advierto que me parece innegable lo que han dicho algunos con la intención de subirnos el ánimo. Bajo cualquier mirador, México está mejor que en 1810 o que en 1910. Es un país más integrado, menos desigual y más próspero. Decirlo no es una mentira pero puede ser una trivialidad. Por supuesto que México tiene hoy más personas que saben leer y escribir; es evidente que hay mejores caminos y más hospitales que hace doscientos años; no se puede negar que el país era más injusto hace un siglo. Pero vale preguntar si esa es la forma en que debemos evaluar nuestra condición para apreciar nuestra circunstancia. ¿Compararnos con nuestro pasado o ubicarnos en nuestro entorno? ¿Festinar lo que hemos logrado o advertir las oportunidades que hemos dejado pasar? Seguirnos viendo en aislamiento como si nuestra historia fuera el único experimento del género humano es un ejercicio absurdo. 
Un pudor cívico impulsa a los optimistas a enfatizar realizaciones y a desdeñar la entidad de nuestros problemas. Como si subrayar nuestro retraso fuera una indecencia, como si fueran cosas de las que no deberíamos hablar en público porque propalan desánimo. Como si la crítica dependiera del estado de ánimo o, como nos dicen, de nuestro “mal humor.” La hoja de parra que el voluntarismo optimista ha encontrado para ocultar nuestras vergüenzas es una mirada histórica que es tan verídica como superficial. Celebrar que en México haya más personas que conocen el alfabeto hoy, frente a las que sabían leer y escribir hacie doscientos años es como homenajear a un adulto que ha logrado controlar esfínteres. Por supuesto que hoy hay muchos más caminos asfaltados que hace un siglo y es obvio que hay más hospitales y más vacunas y más escuelas y también más teléfonos celulares. Pero, ¿debemos poner ahí la prueba de la complacencia? El pasado no puede ser criterio de evaluación si no examinamos las realizaciones en contraste con las oportunidades que hemos desaprovechado y si no las ponemos en la perspectiva de lo que ha sucedido a nuestro alrededor.
No se trata de flagelación sino de ejercicio crítico. México va mal. El pesimista pensará que estamos mal porque ése es nuestro destino; el crítico entenderá que vamos mal por malas decisiones antes y por las pocas decisiones de hoy. Sabrá por ello que el circuito de la frustración puede romperse y que en una generación el país puede—si es que toma las decisiones correctas—cambiar sustancialmente de horizonte. Pero hoy ese horizonte se nos sigue escondiendo.

lunes, 13 de septiembre de 2010

La miopía de lo político

Aceptemos por un momento la ficción de que esta semana cumplimos doscientos años. Démosla un momento por válida, aunque se entienda bien que las naciones no son criaturas paridas entre gritos, en una noche. Las metáforas nos ayudan a entendernos, en la medida en que sepamos que lo son. La idea del cumpleaños de las doscientas velas es útil porque nos permite pensar en México. Los dos siglos podrían ayudarnos a expandir la mirada, a reflexionar de un modo distinto sobre la casa común. Lo digo no solamente porque el horizonte de un tiempo largo ofrezca la perspectiva que nos urge, ese sentido de proporción que hemos perdido, atrapados por la urgencia del día. Lo digo también porque los siglos nos permitirían también superar la miopía de lo político. 
La política nos ha hecho miopes. Ha querido que su obsesión por el poder sea nuestra. Ha querido imponernos su mirada y, en buena medida lo ha logrado. Pensar la vida de México desde ese marco que enfoca gobiernos, caudillos, congresos, leyes, constituciones, proclamas, revoluciones, presidentes. Lealtades y traiciones; patriotismo y enemigos. Sólo importa lo que cabe en sus categorías y en sus pleitos. Desde luego que ésa no fue la única voz del bicentenario, pero fue la predominante: la nación como pelota en el juego de la política. La nación como fruto de un patriótico furor destructivo. La peor contribución del bicentenario fue el haber insistido en esa lectura de México. Se reinstaló entre nosotros el vocabulario de la épica: los héroes y sus gestas; los padres de la patria y sus sacrificios; los prohombres y sus proezas. Es cierto que, a diferencia del primer centenario, no se usó la conmemoración para enaltecer a un hombre, pero se ha usado para glorificar el mismo quehacer: la política. Se ha usado para comprenderla en clave dramática: una política cocinada con violencia y sangre, preparada con el sacrificio de los mártires. No celebramos la política estable y constructiva (esa que la vieja y la nueva historia oficial desprecian) sino la política de la ruptura. La cara más grotesca de esta idolatría es que el gobierno federal nos haya invitado a rendir homenaje a los huesos de los insurgentes. Espectáculo abominable para la macabra autocelebración de la política.
Es vanidad de la política asumirse como hacedora exclusiva de la nación.
Por eso se habla de los “padres de la patria,” como si una amiba fuera, de pronto, felizmente fecundada por el heroísmo que la transforma en una sociedad con cuerpo y rumbo. Los héroes obsequiándonos la patria para que todos los septiembres les demos las gracias. Pero si celebramos la casa común habría que apreciar otros albañiles: no los de la sangre y la muerte, no los de la asonada y el arrojo, sino los constructores cotidianos de un espacio que reconocemos, a pesar de todo, como nuestro. México empezará su tercer siglo con lacras profundas y muy viejas; también con problemas nuevos y muy amenazadores. Una historia hiperpolítica y belicosa nos ayuda poco a entendernos y a encarar nuestros retos. Nos hace falta aprender de la modestia de las pequeñas conquistas. Apreciar los provechos de la construcción, por encima de las emociones de la demolición. Bien dice Gabriel Zaid que México no nació hace 200 años, con una guerra. “Los verdaderos padres de la patria no son los asesinos que enaltece la historia oficial, sino la multitud de mexicanos valiosos que han ido construyendo el país en la vida cotidiana, laboriosa, constructiva y llena de pequeños triunfos creadores.”
No niego que esos pequeños triunfos creadores conquistados sin sangre y sin violencia han modificado la manera en que se accede y se ejerce el poder. No ignoro la novedad histórica que significa el régimen democrático. Creo que debemos apreciar que, a finales del siglo XX, el país dejó de ser propiedad de un hombre. Esas victorias son los avances de la competencia electoral, los nuevos contrapesos del poder, las conquistas de la publicidad, la independencia y la crítica. Pero esos avances palidecen frente a la persistencia de los males ancestrales y la aparición de nuevas amenazas. No es mezquindad advertir que democracia se estanca, la barbarie regresa, la escuela está en ruinas y el país carece de rumbo. El bicentenario nos atrapa en el desánimo. Y a pesar de todo, México es la casa de millones. Existe. El tercer siglo de México es la oportunidad para pensarnos sin esa onerosa obsesión por la política dramática y pensar la nación sin los falseamientos de la declamación nacionalista.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Lanzan en línea primer videojuego del Bicentenario

Sombras heroicas', el primer videojuego educativo sobre el Bicentenario, ciento por ciento mexicano, cuyo desarrollo fue apoyado por la Secretaría de Economía y el Fondo PYME, se encuentra disponible en línea, de manera gratuita.

Este videojuego, que forma parte de las acciones encaminadas a celebrar el Bicentenario del inicio de la Independencia y Centenario  de la Revolución de México, es el primero de cuatro que integran el paquete 'Memorias de una Nación'.

Estos videojuegos, se explica en un comunicado, responden a la necesidad de adaptar la enseñanza tradicional a una nueva generación de estudiantes, los llamados nativos digitales, que son niños que tienen contacto diario con la tecnología.

En la actualidad, los niños se aburren en clase con medios tradicionales, pues pasan en promedio cuatro horas diarias frente a una video terminal, por lo que este proyecto podría implementarse en las aulas de los preescolares, para así coadyuvar a la mejora de las habilidades cognitivas de los niños.

Alejandro Lerma, director de la empresa Ikoriko, ganadora de la segunda convocatoria Juego de Talento, indicó que cinco meses fueron necesarios para el desarrollo del videojuego, y en su desarrollo participaron pedagogos y el historiador David Guerrero Flores.

Se trata de un material sencillo, donde los niños tendrán que relacionar una sección de sombra o un objeto de posesión personal con cada uno de los ocho personajes de la historia nacional, explicó el directivo.

El año pasado esta empresa resultó ganadora del concurso Juego de Talento, una iniciativa que impulsa la industria del videojuego en el país, y que en conjunto con la Comisión Bicentenario convocó al desarrollo de estos materiales de temática histórica.

El proyecto 'Memorias de una Nación' consta de un paquete de los videojuegos educativos: 'Sombras Heroicas', para pequeños de 3 a 6 años; 'Bitácora de la Nación', para niños de 6 a 12 años; 'Caudillos de la Patria', para adolescentes, y el 'Museo Bicentenario Virtual' (MUBIVI) apto para toda la familia.

Dadas las características del videojuego disponible en la página www.Ikoriko.com, éste puede ayudar a repasar conocimientos, al mismo tiempo que contribuye a la mejora las habilidades en las tecnologías de la información y comunicación.

En opinión de Miri Flores, cofundadora de Ikoriko, se debe tomar al videojuego como una herramienta de apoyo en la educación por lo que se recomienda a padres y maestros incluir una sesión final de balance al terminar el juego, en la que los niños deberán reflexionar sobre el contenido y compartir los conocimientos adquiridos.

viernes, 3 de septiembre de 2010

¡No callar!

El teólogo Hans Küng publica en distintos diarios del mundo una extraordinaria carta abierta a los obispos. Detalla puntualmente las muchas oportunidades perdidas de Benedicto XVI en su lustro como pontífice. En relación al punto que recogía en la nota previa, Küng dice: "No puede silenciarse que el sistema de ocultamiento puesto en vigor en todo el mundo ante los delitos sexuales de los clérigos fue dirigido por la Congregación para la Fe romana del cardenal Ratzinger (1981-2005), en la que ya bajo Juan Pablo II se recopilaron los casos bajo el más estricto secreto. Todavía el 18 de mayo de 2001, Ratzinger enviaba un escrito solemne sobre los delitos más graves (Epistula de delitos gravioribus) a todos los obispos. En ella, los casos de abusos se situaban bajo el secretum pontificium, cuya vulneración puede atraer severas penas canónicas. Con razón, pues, son muchos los que exigen al entonces prefecto y ahora Papa un mea culpa personal." Al final de su mensaje hace una serie de propuestas a los obispos. La primera:
No callar: en vista de tantas y tan graves irregularidades, el silencio os hace cómplices. Allí donde consideréis que determinadas leyes, disposiciones y medidas son contraproducentes, deberíais, por el contrario, expresarlo con la mayor franqueza. ¡No enviéis a Roma declaraciones de sumisión, sino demandas de reforma!

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