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lunes, 22 de junio de 2009

mas sobre el voto


El voto no es un árbol de navidad. No tiene ramas ni hojas para ir colgándole esferas, adornos y lucecitas. El voto es la culminación de un largo proceso de simplificación tecnológica. Una instrucción precisa que se desprende de motivos y argumentos. Valdría la pena un estudio estrictamente ingenieril de esa pieza elemental de la complejísima maquinaria democrática. De la misma manera que un historiador de la ingeniería como Henry Petroski ha examinado la biografía del lápiz o del clip en ensayos fascinantes, resultaría muy esclarecedor desarmar el sufragio para desentrañar su mecánica. Petroski se ha dedicado a explorar la historia de las cosas que nos rodean: las computadoras, los tenedores, las latas, el ziper. En cada un de esos utensilios hay un largo proceso de diseño en donde, por cierto, el error ocupa un lugar preponderante. Cualquier artefacto que utilizamos esconde una aventura del cálculo y la corrección: bosquejos, intentos, fallas y reelaboraciones. Tomemos el caso del clip que examina Petroski. Podríamos pensar que ese broche para papeles es el objeto más simple; que una cosa tan sencilla no tiene inventor. El biógrafo de los objetos diseñados desarma esas suposiciones: el clip es un prodigio de la inteligencia práctica. Detrás de ese rizo de alambre plano hay cientos de cálculos sobre la resistencia de los materiales, estudios sobre la flexibilidad del armazón, miles de dibujos para mejorar una estructura que debe prensar el papel sin lastimarlo.

Detrás del voto hay, igualmente, una larguísima historia de diseño; siglos de prueba y error. Su historia, sin embargo, no es la de un instrumento que se desenrolla a lo largo del tiempo, que acrecienta su complejidad a través de los años, que se recarga poco a poco con mecanismos y aparatos suplementarios. No es un instrumento con una variedad de módulos y componentes que encierre dentro de sí una secuencia de procesos y reacciones. El voto resume en su diseño una rica historia de simplificación. Desprendiéndose progresivamente de todo lo accesorio, el voto se comprime hasta quedar convertido en la instrucción más elemental: un signo sobre un símbolo. Si la democracia es, como muchos sugieren, el régimen más complejo, su encendedor es lo más elemental. Una instrucción simple que no demanda argumento ni explicación del votante. Un acto político que se oculta del público. Una orden emitida sin palabras. Un signo le basta: un tache.

Para muchos—demócratas y antidemócratas—ese rasgo de simpleza inicial demerita o invalida el régimen. ¿Qué política puede desprenderse de un acto tan trivial? Por eso John Stuart Mill exigía más del votante. Al votar, el ciudadano debía argumentar frente a sus vecinos por qué respaldaba tal o cual opción. Si el voto tenía consecuencias públicas, tenía que ser razonado en público. Quería que el voto enriqueciera el debate y curtiera una ciudadanía inteligente y fornida. Un régimen fundado en el voto es una idolatría de la aritmética, sugirió Borges. Del número no puede brotar la razón; de una simple operación numérica no puede nacer una civilización. Pero eso que rechazaban representa precisamente el inmenso salto democrático. Que el voto se desprenda del discurso, que sea la expresión unívoca de una decisión permite fundar un régimen que, por lo menos en ese brevísimo episodio inaugural, cumple con requisito igualitario. El voto, en efecto, es sólo una instrucción que debe ser agregada, una cifra para la suma. Porque se desprende de su emisor, porque no contiene argumento ni discurso porque es apenas una hoja de papel con una seña la decisión recoge la voluntad de cada uno en búsqueda de la mayoría. Todo voto vale igual: el del rico y el del pobre; el del sabio y el del ignorante. El voto del miedo y el voto de la esperanza; el voto razonado y el voto caprichoso. Es por eso también que el voto no engendra mandato, no redacta una instrucción precisa. Se pronuncia simplemente sobre la conformación de la representación política. Ése es su efecto. Instrucción sin argumento, el voto, si se emite en democracia, puede castigar o premiar. Ahí está su modesto e inmenso poder.

Si el régimen democrático se caracteriza por la ausencia de rasgos sublimes, el voto es, quizá, el más antipoético de sus capítulos. No es un episodio heroico, no permite una experiencia mística, su dimensión estética es nula. El votante se ve forzado a elegir entre las opciones disponibles. El discernimiento concluye inevitablemente en una burda simplificación. Me gusta una propuesta del partido equis, pero me disgusta otra; confío en tal candidato pero no en su colega; reconozco la experiencia del candidato Fulano pero me incomoda su partido. El elector se ve obligado a simplificar grotescamente para decidir. Por eso el entusiasmo electoral es un fenómeno tan infrecuente.

El problema está en pedirle al voto lo que el voto no da. El problema está en suponer que la participación termina en el nicho electoral. La energía democrática, la creatividad plena, la imaginación productiva se activan más plenamente en otros espacios.

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