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martes, 30 de junio de 2009

Los asesinos que nos dieron patria


La repugnancia que hoy se tiene a la guerra debe extenderse a las guerras civiles. El 16 de septiembre de 1810 y el 20 de noviembre de 1910 no son fechas gloriosas. Interrumpieron, en vez de acelerar, la construcción del país. Destruyeron muchas cosas valiosas. Causaron muertes injustificables. Lo que los indios, mestizos y criollos habían venido construyendo después del desastre de la Conquista alcanzó un nivel sorprendente en el siglo XVIII, que se perdió con los desastres de la Independencia y la Revolución. Destronar unas cúpulas para que suban otras es inevitable, y puede ser deseable, pero no a costa de la sangre de los que no están en la cúpula, ni del caos de la vida cotidiana, ni de las destrucciones absurdas. Brasil se sacudió el dominio portugués sin una guerra de independencia. España se sacudió la dictadura franquista sin otra guerra civil.

México no empezó hace 200 años. Los verdaderos Padres de la Patria no son los asesinos que enaltece la historia oficial, sino la multitud de mexicanos valiosos que han ido construyendo el país en la vida cotidiana, laboriosa, constructiva y llena de pequeños triunfos creadores.

lunes, 22 de junio de 2009

mas sobre el voto


El voto no es un árbol de navidad. No tiene ramas ni hojas para ir colgándole esferas, adornos y lucecitas. El voto es la culminación de un largo proceso de simplificación tecnológica. Una instrucción precisa que se desprende de motivos y argumentos. Valdría la pena un estudio estrictamente ingenieril de esa pieza elemental de la complejísima maquinaria democrática. De la misma manera que un historiador de la ingeniería como Henry Petroski ha examinado la biografía del lápiz o del clip en ensayos fascinantes, resultaría muy esclarecedor desarmar el sufragio para desentrañar su mecánica. Petroski se ha dedicado a explorar la historia de las cosas que nos rodean: las computadoras, los tenedores, las latas, el ziper. En cada un de esos utensilios hay un largo proceso de diseño en donde, por cierto, el error ocupa un lugar preponderante. Cualquier artefacto que utilizamos esconde una aventura del cálculo y la corrección: bosquejos, intentos, fallas y reelaboraciones. Tomemos el caso del clip que examina Petroski. Podríamos pensar que ese broche para papeles es el objeto más simple; que una cosa tan sencilla no tiene inventor. El biógrafo de los objetos diseñados desarma esas suposiciones: el clip es un prodigio de la inteligencia práctica. Detrás de ese rizo de alambre plano hay cientos de cálculos sobre la resistencia de los materiales, estudios sobre la flexibilidad del armazón, miles de dibujos para mejorar una estructura que debe prensar el papel sin lastimarlo.

Detrás del voto hay, igualmente, una larguísima historia de diseño; siglos de prueba y error. Su historia, sin embargo, no es la de un instrumento que se desenrolla a lo largo del tiempo, que acrecienta su complejidad a través de los años, que se recarga poco a poco con mecanismos y aparatos suplementarios. No es un instrumento con una variedad de módulos y componentes que encierre dentro de sí una secuencia de procesos y reacciones. El voto resume en su diseño una rica historia de simplificación. Desprendiéndose progresivamente de todo lo accesorio, el voto se comprime hasta quedar convertido en la instrucción más elemental: un signo sobre un símbolo. Si la democracia es, como muchos sugieren, el régimen más complejo, su encendedor es lo más elemental. Una instrucción simple que no demanda argumento ni explicación del votante. Un acto político que se oculta del público. Una orden emitida sin palabras. Un signo le basta: un tache.

Para muchos—demócratas y antidemócratas—ese rasgo de simpleza inicial demerita o invalida el régimen. ¿Qué política puede desprenderse de un acto tan trivial? Por eso John Stuart Mill exigía más del votante. Al votar, el ciudadano debía argumentar frente a sus vecinos por qué respaldaba tal o cual opción. Si el voto tenía consecuencias públicas, tenía que ser razonado en público. Quería que el voto enriqueciera el debate y curtiera una ciudadanía inteligente y fornida. Un régimen fundado en el voto es una idolatría de la aritmética, sugirió Borges. Del número no puede brotar la razón; de una simple operación numérica no puede nacer una civilización. Pero eso que rechazaban representa precisamente el inmenso salto democrático. Que el voto se desprenda del discurso, que sea la expresión unívoca de una decisión permite fundar un régimen que, por lo menos en ese brevísimo episodio inaugural, cumple con requisito igualitario. El voto, en efecto, es sólo una instrucción que debe ser agregada, una cifra para la suma. Porque se desprende de su emisor, porque no contiene argumento ni discurso porque es apenas una hoja de papel con una seña la decisión recoge la voluntad de cada uno en búsqueda de la mayoría. Todo voto vale igual: el del rico y el del pobre; el del sabio y el del ignorante. El voto del miedo y el voto de la esperanza; el voto razonado y el voto caprichoso. Es por eso también que el voto no engendra mandato, no redacta una instrucción precisa. Se pronuncia simplemente sobre la conformación de la representación política. Ése es su efecto. Instrucción sin argumento, el voto, si se emite en democracia, puede castigar o premiar. Ahí está su modesto e inmenso poder.

Si el régimen democrático se caracteriza por la ausencia de rasgos sublimes, el voto es, quizá, el más antipoético de sus capítulos. No es un episodio heroico, no permite una experiencia mística, su dimensión estética es nula. El votante se ve forzado a elegir entre las opciones disponibles. El discernimiento concluye inevitablemente en una burda simplificación. Me gusta una propuesta del partido equis, pero me disgusta otra; confío en tal candidato pero no en su colega; reconozco la experiencia del candidato Fulano pero me incomoda su partido. El elector se ve obligado a simplificar grotescamente para decidir. Por eso el entusiasmo electoral es un fenómeno tan infrecuente.

El problema está en pedirle al voto lo que el voto no da. El problema está en suponer que la participación termina en el nicho electoral. La energía democrática, la creatividad plena, la imaginación productiva se activan más plenamente en otros espacios.

Votar con la nariz tapada


¿Cuál es su opinión sobre el voto en blanco o la convocatoria a anular el voto en las próximas elecciones?

Fractura Las personas tienen diversas opciones a la hora de votar en secreto. Una de ellas es el voto en blanco o anulado, si no les satisfacen las alternativas. Es una opción perfectamente legítima, útil y comprensible. Otra cosa es la convocatoria pública para ganar adeptos de la anulación de votos. Ello es una forma peculiar de militancia política que conlleva una visión de la coyuntura. Responde a determinados intereses. Los anulacionistas del duopolio televisivo rechazan lo que llaman la partidocracia porque ella afecta sus intereses. Los pejistas desencantados se proponen castigar a los nuevos dirigentes del PRD inmolando su voto. Los añorantes del PRI quieren anular votos pues ello afecta principalmente al PRD y al PAN. Los radicales trasnochados quieren sacrificar su voto porque creen que el actual sistema es igual de malo que el antiguo régimen de partido único. Yo creo que en estos momentos el llamado público a la anulación del voto es absurdo. Forma parte de un ritual de sacrificio, no tan diferente al de una huelga de hambre. Es como una expiación: el voto es inmolado para reparar las culpas del sistema. Por ello quieren enviar el voto al desierto, como al chivo proverbial.

Voto Blanco


Podemos suponer que un elector vota de acuerdo al tipo de instituciones que desea para el país, a intereses personales que (cree) pueden ser satisfechos por algún partido, y a la calidad de los candidatos. Las decisiones individuales agregadas en un sistema plural, representativo y democrático determinan así pesos y contrapesos entre partidos y poderes, y la orientación del proceso legislativo y de las políticas públicas a partir de acuerdos o de acciones legitimadas por mayoría y que permiten avanzar hacia un proyecto nacional coherente. Esto presupone que los partidos sean capaces de traducir las demandas de la sociedad en ofertas políticas articuladas y creíbles, plasmadas en documentos básicos, plataformas y programas de gobierno, y difundidas de manera transparente en su propaganda electoral. La eficiencia del modelo de representación exige una constante presión competitiva entre los partidos, desde la ciudadanía y a través de los medios de comunicación, que los empuje a hacer una selección positiva de las mejores ideas y candidatos. También requiere que los electores tengan la capacidad de premiar y castigar a los políticos en función de su desempeño, y desde luego, es indispensable un árbitro imparcial, prestigiado e independiente en las contiendas. Finalmente, es deseable que el costo para la sociedad de todo el sistema electoral y de partidos sea razonablemente bajo.

En México, (al parecer no pocos) pensamos que el sistema electoral y de partidos elude cada vez más esas condiciones. Diríamos que hay una falla sistémica en el mercado político; las expectativas y demandas no se transmiten correctamente, y la oferta es banal, oligopólica e insensible (¿inelástica?). No hay acuerdos funcionales ni proyecto, sólo remiendos minimalistas, atasco legislativo, incompetencia, fechorías corporativas, y cinismo. Amarillos, rojos y azules se apropian de presupuestos astronómicos, descabezan y capturan al árbitro, imponen la censura en los medios, adquieren rentas y reparten canonjías en abultadas listas plurinominales, impiden la reelección y candidaturas independientes, nos tratan como pedigüeños menesterosos, anulan la inteligencia pública y nos agobian con basura estúpida en sus campañas. ¿De veras son el reflejo de la sociedad? Los partidos pequeños son obscenos negocios familiares, balsa salvavidas de un mesías resentido, o cuando más, expresiones marginales hasta hoy difusas y sin esperanza.

Hay fallas de mercado, y cualquier economista sabe que en ese caso, se justifica la intervención del Estado para corregirlas, a través de la regulación u otros instrumentos. Cuando falla el mercado político ¿qué? Votar ahora a los partidos existentes, seguro, no cambiará nada. La abstención es indiferencia estéril. Sumarnos al voto en blanco es expresar activamente desazón e inconformidad, y tal vez . . . . . .

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