Estados Unidos nació inventando una ciudad. Su Congreso, en una de sus primeras decisiones, decidió levantar, sobre un pantano, una ciudad hecha para la política y sólo para ella. No hay mito en su fundación, no hay leyendas de sus primeros pobladores que hagan misteriosa, sobrehumana la aparición de la ciudad. Un decreto ordenó su creación en 1790. Sigue siendo en alguna medida una isla: una ciudad de trazo imperial y arquitectura republicana que vive para sí misma, a pesar de haber nacido como enclave de la neutralidad federal. Un libro reciente se ha propuesto hacer la antropología de esa ciudad. Mark Leibovich, corresponsal del New York Times en Washington, publicó hace unos meses una crónica divertida, venenosa, demoledora del club que gobierna al país más poderoso de la tierra. El libro se titula Este pueblo y adopta la forma de una crónica de sociales. Se habla aquí del hormigueo de un pequeño grupo de privilegiados que va de una fiesta a otra, de una sesión del Congreso a un estudio de televisión, de una campaña política a cena de beneficencia. El libro ha causado conmoción. La élite washingtoniana se descubre retratada en sus páginas, con una mezcla de morbo y vergüenza.
En la primera lectura, este libro que conozco gracias a la recomendación de Leo Zuckermann, no es más que un largo catálogo de chismes. Más de trescientas páginas de indiscreciones. Washington aparece como una especie de condominio en el que todos han pasado por la recámara de todos, donde todos se han peleado alguna vez a muerte y se han jurado también amor eterno. Una comedia en la que todos, inflados por la vanidad y la megalomanía, se imaginan que cambiarán al mundo y sólo logran cambiar de peinado. El chismerío tiene su gracia y su importancia. Entender la política es, en buena medida, comprender esa telaraña de simpatía y animosidad que marca las relaciones humanas. Lo es más en este cuadro de costumbres políticas tan alejadas de cualquier noción de servicio público. La política reducida a la producción de fama y a la explotación mercantil de la fama.
Pero detrás del chisme está la tragedia de una democracia que se pudrió. Leibovich retrata la decadencia política norteamericana. El paisaje es risible pero también nauseabundo: un testimonio de la monstruosidad de la democracia estadounidense en nuestro tiempo. El sistema político que fue visto como ejemplar se ha convertido en una auténtica abominación: un régimen artrítico que sirve al dinero. De acuerdo a cálculos de Lawrence Lessig, un congresista en Washington dedica tres de cada cinco días laborables a recaudar dinero. Los otros dos se dedicará, supongo, a escribir tarjetas de agradecimiento a los donantes. No hay democracia contemporánea en el mundo que tenga tal dependencia del dinero, una política con cubierta pluralista que se entregue tan escandalosamente a sus patrocinadores. En Washington no se vende el voto: se renta.
Cuenta Leibovich que Ken Duberstein fue jefe de la Oficina del presidente Reagan durante seis meses y medio. El mejor negocio que pudo haber hecho: lleva 24 años explotando esas semanas en la Casa Blanca. La crónica de Este pueblo registra el imperio de los intereses privados, la ausencia de una plataforma de servicio. Democracia venal. Más que una clase gobernante, Estados Unidos tiene un club gobernante, cuyo gerente es el lobista. Si el lobista fue, durante algún tiempo, accesorio de la política washingtoniana, hoy está en el centro. Los cabilderos se han convertido en los verdaderos dueños del gobierno, los regentes del congreso, los amos de la administración. Lo son porque se han vendido en aquel pueblo como los indispensables, los provisores del éxito político: la ruta profesional para ganar una elección; el puente único para acceder al Congreso; los brujos de la complejidad burocrática, los expertos en barroquismos legislativos. Su poder está, sobre todo, en el sitio que ocupan en las carreras políticas de Washington: son origen y final de clase gobernante. En 1974 menos del 5% de los congresistas en retiro se dedicaba al cabildeo. La inmensa mayoría regresaba a su estado a dedicarse a otras cosas. Ahora, la mitad de los exlegisladores se vuelve cabildero.
El gobierno de los lobistas ha taponado los ductos de la circulación democrática. Ajenos a cualquier principio de rendición de cuentas, los cabilderos administran la democracia como un espectáculo de poder, fama y dinero. En este sabroso e indignante relato de Leibovich, no hay pista de renovación posible: el club ha descubierto la forma de perpetuarse. Si acaso, existe el reciclaje: un legislador se vuelve cabildero, un asesor se transforma en comentarista, un encuestador deja la campaña para incorporarse a un canal de televisión. La idea central de este libro es que Washington no sirve más que para sí misma. Su política no sirve ni siquiera a los políticos, sino sólo a sus padrinos.
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miércoles, 23 de octubre de 2013
Club gobernante
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Un gobierno sin argumentos
Un presidente hace de su gabinete un espejo de sí mismo. El jefe impone un estilo que, tarde o temprano, se convierte en sello de equipo. El gabinete de Enrique Peña Nieto es un gabinete sin argumentos. El gobierno impulsa un par de reformas relevantes y no hay quien salga a la plaza pública a defenderlas. Tan pronto como se anuncian las iniciativas de reforma, emprenden la retirada sus promotores. Son los enemigos de las reformas quienes ocupan el espacio público, mientras los representantes del gobierno se ocultan.
Oficialmente existe un Secretario de Energía. Al parecer, no está vacante la dirección de Petróleos Mexicanos. Pero ninguno de esos funcionarios ha dado la batalla pública por la reforma que propone el gobierno. Entiendo que deben tener mucho trabajo. Imagino que su agenda estará repleta de reuniones y ceremonias; que leerán documentos y dictarán sus instrucciones. No sugiero que estén rascándose la barriga mientras se esconden. Lo que percibo es que en el trajín de su semana no hay espacio para exponer públicamente las razones de la reforma que ha propuesto el presidente. Quienes ocupan el debate con argumentos—sean convincentes o no—son los enemigos de la reforma. A ellos se les puede escuchar en el radio y la televisión, se les puede ver convocando a manifestaciones públicas de repudio, se les lee en manifiestos y declaraciones. Mientras tanto, el gobierno se hace escuchar con anuncios de radio y de televisión. La imaginación discursiva se reduce a la producción de comerciales. Nada más. El gobierno federal no tiene argumentos pero tiene una agencia de publicidad.
No es muy distinto lo que puede percibirse en otras reformas de la administración. El Secretario de Educación fue invisible durante la fase legislativa de la reforma a la docencia. Al Secretario de Hacienda, alguna vez ubicuo y lúcido, apenas se le escucha para mostrar disposición de diálogo, pero no para sostener las razones detrás de su propuesta fiscal. La disonancia del concierto público proviene fundamentalmente de esta vacante. Se esperaría del gobierno una argumentación que sostenga la lógica de sus reformas y una respuesta que se haga cargo de las críticas. No puede haber una auténtica deliberación pública cuando uno de los agentes principales de la decisión carece de determinación polémica. Ése es precisamente el nervio ausente en esta administración: disposición para discutir, energía para defender en público lo que se impulsa en la política palaciega.
Lo que trasmite este gobierno es la exuberancia del lugar común. Escúchese al Secretario de Gobernación, uno de los pocos funcionarios del gobierno federal que da la cara constantemente. Da la cara sí: pero nunca encuentra la palabra. Será difícil descifrar la dicción del hidalguense, es un reto seguir el hilo de sus frases, es imposible encontrar una idea bajo el torrente de los tópicos. Las dificultades expresivas del Secretario de Gobernación no me parecen triviales: son el símbolo de un gobierno que carece de recursos para comunicarse públicamente, a través de la razón. Se comunica con imágenes prefabricadas, no con ideas, con argumentos, con datos. ¿Puede hablarse de un gobierno reformista que es incapaz de articular las razones de su reforma? La administración priista ha confiado que sí. Su cálculo ha sido que no es necesaria la persuasión colectiva sino que es suficiente la negociación cupular.
Puede verse el Pacto por México desde esa óptica: el escondite de un gobierno que no sabe por qué quiere lo que quiere. El Pacto por México le ofreció a los priistas el retorno de la política palaciega, esa política que se hace en oficinas cerradas, que se teje en negociaciones secretas. Nueva política para regresar a la más antigua. El Pacto fue una camisa hecha a la medida de las debilidades discursivas del gobierno peñista. Una mesa fuera del Congreso donde el gobierno puede “operar políticamente”, como lo llaman, sin necesidad de dar razones públicas de los actos públicos. Una excusa también para rehuir la confrontación de ideas e intereses. Bajo la sábana del consenso no debe asomarse ninguna idea desafiante, es decir, ninguna idea.
La democracia puede entenderse como un complejo proceso deliberativo, es decir, un régimen exigente no solamente con la legalidad sino también con la argumentación. El gobierno de Peña Nieto podrá haber entendido la consecuencia del pluralismo, pero no comprende las exigencias de la deliberación pública. Acepta la aritmética democrática pero no comprende el imperativo de la reflexión democrática. Sabe que tiene que negociar pero desprecia el deber de argumentar. Exigir esas razones públicas no es prurito intelectual: la torpeza expresiva terminará siendo ineficacia. Ya lo está siendo.
Oficialmente existe un Secretario de Energía. Al parecer, no está vacante la dirección de Petróleos Mexicanos. Pero ninguno de esos funcionarios ha dado la batalla pública por la reforma que propone el gobierno. Entiendo que deben tener mucho trabajo. Imagino que su agenda estará repleta de reuniones y ceremonias; que leerán documentos y dictarán sus instrucciones. No sugiero que estén rascándose la barriga mientras se esconden. Lo que percibo es que en el trajín de su semana no hay espacio para exponer públicamente las razones de la reforma que ha propuesto el presidente. Quienes ocupan el debate con argumentos—sean convincentes o no—son los enemigos de la reforma. A ellos se les puede escuchar en el radio y la televisión, se les puede ver convocando a manifestaciones públicas de repudio, se les lee en manifiestos y declaraciones. Mientras tanto, el gobierno se hace escuchar con anuncios de radio y de televisión. La imaginación discursiva se reduce a la producción de comerciales. Nada más. El gobierno federal no tiene argumentos pero tiene una agencia de publicidad.
No es muy distinto lo que puede percibirse en otras reformas de la administración. El Secretario de Educación fue invisible durante la fase legislativa de la reforma a la docencia. Al Secretario de Hacienda, alguna vez ubicuo y lúcido, apenas se le escucha para mostrar disposición de diálogo, pero no para sostener las razones detrás de su propuesta fiscal. La disonancia del concierto público proviene fundamentalmente de esta vacante. Se esperaría del gobierno una argumentación que sostenga la lógica de sus reformas y una respuesta que se haga cargo de las críticas. No puede haber una auténtica deliberación pública cuando uno de los agentes principales de la decisión carece de determinación polémica. Ése es precisamente el nervio ausente en esta administración: disposición para discutir, energía para defender en público lo que se impulsa en la política palaciega.
Lo que trasmite este gobierno es la exuberancia del lugar común. Escúchese al Secretario de Gobernación, uno de los pocos funcionarios del gobierno federal que da la cara constantemente. Da la cara sí: pero nunca encuentra la palabra. Será difícil descifrar la dicción del hidalguense, es un reto seguir el hilo de sus frases, es imposible encontrar una idea bajo el torrente de los tópicos. Las dificultades expresivas del Secretario de Gobernación no me parecen triviales: son el símbolo de un gobierno que carece de recursos para comunicarse públicamente, a través de la razón. Se comunica con imágenes prefabricadas, no con ideas, con argumentos, con datos. ¿Puede hablarse de un gobierno reformista que es incapaz de articular las razones de su reforma? La administración priista ha confiado que sí. Su cálculo ha sido que no es necesaria la persuasión colectiva sino que es suficiente la negociación cupular.
Puede verse el Pacto por México desde esa óptica: el escondite de un gobierno que no sabe por qué quiere lo que quiere. El Pacto por México le ofreció a los priistas el retorno de la política palaciega, esa política que se hace en oficinas cerradas, que se teje en negociaciones secretas. Nueva política para regresar a la más antigua. El Pacto fue una camisa hecha a la medida de las debilidades discursivas del gobierno peñista. Una mesa fuera del Congreso donde el gobierno puede “operar políticamente”, como lo llaman, sin necesidad de dar razones públicas de los actos públicos. Una excusa también para rehuir la confrontación de ideas e intereses. Bajo la sábana del consenso no debe asomarse ninguna idea desafiante, es decir, ninguna idea.
La democracia puede entenderse como un complejo proceso deliberativo, es decir, un régimen exigente no solamente con la legalidad sino también con la argumentación. El gobierno de Peña Nieto podrá haber entendido la consecuencia del pluralismo, pero no comprende las exigencias de la deliberación pública. Acepta la aritmética democrática pero no comprende el imperativo de la reflexión democrática. Sabe que tiene que negociar pero desprecia el deber de argumentar. Exigir esas razones públicas no es prurito intelectual: la torpeza expresiva terminará siendo ineficacia. Ya lo está siendo.
Macartismo y fatuidad nacionalista
Por unos minutos, el Senado se convirtió en un Comité de Actividades Antimexicanas. Un comité que, a pesar de tener un solo miembro, habla mucho de una tendencia de nuestro debate público: describir al adversario como enemigo de la patria tejiendo complejas conspiraciones de las fuerzas obscuras para adueñarse del alma nacional. Para el cazador de antimexicanos no hay discrepancias que merezcan esclarecerse: sólo deslealtades que deben ser denunciadas públicamente. El Senado había organizado un foro para debatir la reforma energética. Para la primera sesión fueron invitados Cuauhtémoc Cárdenas, Federico Reyes Heroles y Juan Pardinas, quienes expusieron sus ideas sobre el sentido del cambio necesario. El debate fue bloqueado por una inquisición breve e insustancial pero elocuente. Tras elogiar ritualmente a Cuauhtémoc Cárdenas, el senador Manuel Bartlett dijo, palabras más, palabras menos: tenemos frente a nosotros a dos agentes del extranjero. Pretenden entregar la riqueza mexicana a nuestros explotadores. No tiene sentido escuchar sus argumentos: son antimexicanos. La polémica es una distracción: lo importante es demoler el prestigio del interlocutor.
Un recurso frecuente del macartismo es el intento de anular la dignidad personal del adversario. El sospechoso carece de identidad, no tiene ideas propias, camina movido por el impulso de una agencia perversa. Es enemigo de la Patria pero actúa sin voluntad propia. Reyes Heroles no exponía sus ideas sino que actuaba como publicista del gobierno; Pardinas era un empleado de empresas extranjeras. El conspiratismo necesita oponer su épica de dignidad a la farsa de los títeres; los patriotas contra esos trapos que son movidos por el maligno. El otro ha sido lobotomizado por el comunismo internacional, por las potencias extranjeras, por la raza sucia. El macartismo es el patriotismo que se remanga la camisa, dijo Joseph McCarthy para justificar su cacería. Bartlett se imaginará patriota en lucha contra los desleales. Su intercambio con Juan Pardinas en el Senado refleja esa vertiente de nacionalismo persecutorio que lanza descalificaciones sin necesidad de aportar pruebas y sin perder el tiempo elaborando una sola idea. Para el coordinador del grupo parlamentario del PT en el Senado, el Instituto Mexicano para la Competitividad que dirige Pardinas no es más que una institución al servicio de los Estados Unidos. El hecho de que Pardinas haya participado en una reunión del Centro Woodrow Wilson de Washington lo convierte en un empleado del gobierno norteamericano.
Orgulloso de su desplante, el senador escribió después que había desenmascarado a un “vendepatrias”. Ése es, en efecto, su vocabulario… y su mundo. Era el deber de un “nacionalista” exhibir a quien entrega las riquezas de México al extranjero. De eso hay que hablar: de la coartada nacionalista. Sigue vigente en ciertos círculos la convicción conservadora (que aquí pasa por progresista) de que el nacionalismo es idéntico al patriotismo. Que el único que cuida los intereses nacionales es el nacionalista. No lo es. El siglo XX debió enseñarnos algo. El nacionalista no busca lo mejor para México, busca lo propio. Le importa el certificado de origen de las propuestas para desentenderse de sus efectos. Por eso el gran crítico Jorge Cuesta decía que el nacionalismo era el colmo de la fatuidad. El nacionalista es el aduanero del gusto, el aduanero de las ideas. Lo nuestro es siempre preferible a lo ajeno por la sencilla razón … de que es nuestro. De ahí su filiación profunda con el conservadurismo: el nacionalista se empeña en preservar porque no se atreve a imaginar. Si algo sirve afuera no funcionaría aquí. Somos únicos, somos irrepetibles, somos incomparables. El exterior es siempre amenaza de contaminación, un peligro para nuestra identidad. El nacionalista está convencido de que su miopía es rasgo de superioridad ética. No ve de lejos porque no le interesa, porque cree que lo distante es inservible. No parece preocuparle a los perredistas que el modelo que defiende el ingeniero Cárdenas sea único en el mundo. Que no haya país en el planeta que siga su esquema es, tal vez motivo de orgullo: si no hay nadie como nosotros, no podemos tomar ejemplos de nadie.
El compromiso del nacionalista se demuestra en el activo desprecio por el mundo. Cada experiencia es distinta, dice Cuauhtémoc Cárdenas, como si fuera inservible la experiencia de otros. El nacionalista cree que el recuerdo (el que reitera sus prejuicios, por supuesto) basta para ubicarse en el mundo. Despreciables, los curiosos que piensan que afuera puede haber lecciones que aprender. El aduanero entiende que su deber es impedir que las ideas de fuera se cuelen a México. Por ello habrá que agradecerle al senador Bartlett que haya señalado públicamente otro de los pecados de Juan Pardinas para que no pretenda engañarnos: ¡habla inglés con acento británico!
Orgulloso de su desplante, el senador escribió después que había desenmascarado a un “vendepatrias”. Ése es, en efecto, su vocabulario… y su mundo. Era el deber de un “nacionalista” exhibir a quien entrega las riquezas de México al extranjero. De eso hay que hablar: de la coartada nacionalista. Sigue vigente en ciertos círculos la convicción conservadora (que aquí pasa por progresista) de que el nacionalismo es idéntico al patriotismo. Que el único que cuida los intereses nacionales es el nacionalista. No lo es. El siglo XX debió enseñarnos algo. El nacionalista no busca lo mejor para México, busca lo propio. Le importa el certificado de origen de las propuestas para desentenderse de sus efectos. Por eso el gran crítico Jorge Cuesta decía que el nacionalismo era el colmo de la fatuidad. El nacionalista es el aduanero del gusto, el aduanero de las ideas. Lo nuestro es siempre preferible a lo ajeno por la sencilla razón … de que es nuestro. De ahí su filiación profunda con el conservadurismo: el nacionalista se empeña en preservar porque no se atreve a imaginar. Si algo sirve afuera no funcionaría aquí. Somos únicos, somos irrepetibles, somos incomparables. El exterior es siempre amenaza de contaminación, un peligro para nuestra identidad. El nacionalista está convencido de que su miopía es rasgo de superioridad ética. No ve de lejos porque no le interesa, porque cree que lo distante es inservible. No parece preocuparle a los perredistas que el modelo que defiende el ingeniero Cárdenas sea único en el mundo. Que no haya país en el planeta que siga su esquema es, tal vez motivo de orgullo: si no hay nadie como nosotros, no podemos tomar ejemplos de nadie.
El compromiso del nacionalista se demuestra en el activo desprecio por el mundo. Cada experiencia es distinta, dice Cuauhtémoc Cárdenas, como si fuera inservible la experiencia de otros. El nacionalista cree que el recuerdo (el que reitera sus prejuicios, por supuesto) basta para ubicarse en el mundo. Despreciables, los curiosos que piensan que afuera puede haber lecciones que aprender. El aduanero entiende que su deber es impedir que las ideas de fuera se cuelen a México. Por ello habrá que agradecerle al senador Bartlett que haya señalado públicamente otro de los pecados de Juan Pardinas para que no pretenda engañarnos: ¡habla inglés con acento británico!
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