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domingo, 22 de septiembre de 2013

Nuestra guerra civil fría

Todo acto de fuerza es un fracaso del poder, pensaba Hannah Arendt. La fuerza, más que instrumento del poder, era para ella, su negación esencial. Es que entendía la política como un espacio comunicativo: la convivencia que proviene del diálogo, el hallazgo del propósito común y el respeto a las diferencias. Arendt quiso echar abajo esa tradición moderna que hace de la política un instrumento de subordinación, la imposición de unos sobre otros. El poder auténtico no somete, coordina. No avasalla, concilia. Por eso la política de Arendt era moral e intelectualmente exigente: requería de ojos que de toleran la realidad, capacidad de juicio, razonabilidad y aptitud para el diálogo. No sé si la perspectiva filosófica de Arendt sea del todo convincente pero en algo tiene razón: la fuerza es el fracaso del entendimiento.

En la controversia mexicana hay, desde luego, una batalla por la definición del rumbo. Un conflicto que no se puede esconder. Unos lo entienden en clave de modernidad, otros lo pintan como épica de identidad. Ser modernos o ser nosotros. Ahí acentúan prosperidad, allá cohesión. Pero esa confrontación, tan natural y saludable como reduccionista, es más profunda que un desacuerdo. El desacuerdo es un componente indispensable de la dinámica política. El desacuerdo es el choque que provoca movimiento, que sujeta al adversario, que ventila la historia. Pero el desacuerdo mexicano de las últimas décadas va más allá de la discrepancia. Hemos vivido una polarización profunda que incluso obstruye el conflicto. La polarización mexicana es la negación radical del otro, su demonización, su exterminio simbólico.

Los últimos treinta años mexicanos han sido la era de nuestra polarización. No ha sido, como la del siglo XIX, una polarización armada, pero ha sido, para usar una expresión del periodista polaco Adam Michnik, una guerra civil fría que tiene partido al país sin que haya una instancia, un poder, un instrumento capaz de vencer los tercos hermetismos. Sí, una guerra: hostilidad que no imagina conciliación, ni reconoce la victoria de otro. Es cierto que la política institucional ha encontrado una palanca de desempate, pero también es cierto que la polarización sigue tan viva como antes y quizá estimulada ahora con el antagonismo del parlamento y la calle. Cuando hablo de la polarización no me refiero a la existencia de una dura polémica opositora, de una confrontación ideológica con vencedores y vencidos. Me refiero a la identificación del otro como el sujeto que debe ser aniquilado porque carece del derecho de existir.

Las batallas del petróleo y la escuela han dejado buen testimonio de esta guerra civil fría. Se trata, sin duda de episodios importantes de nuestra vida pública: recursos bajo tierra y recursos entre orejas. Lo que me interesa de esa polémica no son aquí los argumentos, sino el tono de los argumentos; no la polémica sino el retrato de los polemistas. Los días recientes pueden ubicarse como días de vergüenza nacional. No lo digo por la ocupación de la plaza central de la Ciudad de México por parte de la Coordinadora de maestros, ni lo digo tampoco por el desalojo del zócalo. Lo digo por la ebullición del racismo y del clasismo de estas jornadas. Carlos Bravo Regidor ha dejado constancia de esos resortes del desprecio que se han activado en las redes sociales. Los indios, los nacos, los sucios; los ignorantes, los flojos que detienen el progreso de la nación. Esos morenos que han bajado de las montañas para manchar una plaza que necesita ser desinfectada. Para nuestros racistas que sonríen en las páginas de sociales y refunfuñan en sus camionetas, México debe ser limpiado, blanqueado, civilizado. Lo digo también por el resurgimiento del discurso del patriotismo excluyente: quienes no concuerdan con nosotros son antipatriotas, traidores a la patria. La reforma energética no debe ser examinada en términos de su utilidad práctica, su pertinencia técnica, sus consecuencias económicas, sino como la prueba de la lealtad patriótica, del amor a la patria. Nacionalismo y patriotismo se confunden groseramente. Sólo la vía nacionalista (o, más bien estatista) es fórmula patriótica. Por eso los otros no tienen malas ideas, son malnacidos, vendedores de México. No son mexicanos equivocados, son mexicanos indignos.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Fe en la ley

Se conmemora en estos días el bicentenario de la Constitución de Apatzingán. Se promulgaría en octubre de 1814 pero, desde septiembre del año anterior, el Congreso de Chilpancingo trabajaría en la redacción de la primera constitución mexicana. Fue el 14 de septiembre de 1813 cuando José María Morelos leyó su famoso documento con los principios básicos a los que debería sujetarse el constituyente: los Sentimientos de la nación. Morelos reafirmaba la independencia de la América mexicana, y la intransigencia religiosa. Prohibía la esclavitud y la tortura, al tiempo que pedía fiestas mensuales para la virgen de Guadalupe. Declaraba enfáticamente que la soberanía provenía del pueblo pero sugería una junta de sabios para asesorar al Congreso. La constitución que habrá de promulgarse, decía Morelos, ha de asegurar la igualdad para que sólo la virtud y el vicio distinga a un americano de otro. Eso sí: los herejes, prescribiría la constitución más tarde, no podrían considerados como ciudadanos. El punto 12 de los Sentimientos es, sin duda, el fragmento más memorable de este documento cargado de idealismo: “Que como la buena ley es superior a todo hombre, las que dicte nuestro Congreso deben ser tales, que obliguen a constancia y patriotismo, moderen la opulencia y la indigencia, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, alejando la ignorancia, la rapiña y el hurto.”

La escasa vigencia de la Constitución de Apatzingán no ha limitado, sino tal vez magnificado, su fascinación. Se le imagina como una especie de Carta purísima, noble e intacta. Una ley inmune a una realidad a la que apenas intentó moldear. Ahí nace, según Luis Villoro, la noción de que el país se constituye desde cero, y con leyes. El pasado es irracional y opresivo, el futuro es lógico y liberador. El Congreso de Chilpancingo actúa como si fuera “el fundamento último de la sociedad naciente”. Hacer patria es descubrir la ley perfecta, la norma equilibrada que refleje el trazo de la Justicia. A esa utopía se refirió también Edmundo O’Gorman: “En Apatzingán nace para nosotros la tendencia tan patente en nuestro fervor legislativo, de ver en la norma constitucional un poder mágico para el remedio de todos los males porque en el fondo de esa vieja creencia está la vieja fe dieciochesca de que la ley buen no es sino trasunto de los secretos poderes del universo.” Para lograr la felicidad no habría más que traducir al lenguaje de ley los principios del evangelio natural.

Que reformar es legislar se ha convertido en un tópico de nuestro tiempo. Que el cambio tiene sede legislativa y concluye el día que se consagra en el Diario Oficial es la superstición abogadil en la que seguimos atorados. El reformista de nuestro tiempo parece renovar su fe en los efectos mágicos de la ley. Si antes advertía el deber de ajustarla al Derecho Natural, hoy quiere recomponer los ‘incentivos’. En el momento en que sirvan racionalmente al interés común y escapen de esas caprichosas configuraciones del abuso, darán paso a la modernidad. El culto a las “reformas estructurales” (catapultas de la felicidad nacional que en tanto se parecen a la utopía de Apatzingán) no es más que la puesta al día de esa fe. Se retrasa nuestro acceso a la modernidad porque no hemos logrado convertir el nuevo evangelio en Ley. Los escépticos de la prescripción, los críticos de la fórmula salvadora son responsables de nuestra postración. Los herederos del aquel utopismo no pierden oportunidad para recordarnos qué felices seríamos si se hubieran aprobado ya las “reformas estructurales.” Pero el país se aferra a su desdicha…

Que las reformas tengan un episodio legislativo no significa que ahí se agoten, que concluyan cuando se publican oficialmente. Se ha conseguido la mayoría para cambiar el marco legal de la educación en el país. Hasta donde veo, los cambios son positivos y modestos. Con enorme timidez se ha introducido el principio del mérito para recibir del Estado la responsabilidad de educar. Que el marco normativo haya cambiado, que el sistema educativo tenga nuevas bases constitucionales y nuevas reglas segundarias no significa que el proceso educativo haya cambiado. Ahora viene el desafío complejo. Sea lo que sea, la calidad educativa no es producto parlamentario. La condición de nuestra educación no depende de la intervención ocasional de los diputados y los senadores, sino de los maestros, de los alumnos, de los padres de familia, de la autoridad educativa. Si el marco legislativo de la educación ha mejorado como dicen sus promotores, hay un océano para que la letra de la ley transforme el proceso del aula. Los maestros que está de moda satanizar tienen el gis por el mango. Ignorarlos con argumentos de soberbia burocrática es desdeñar las complejidades de un proceso auténticamente reformista. Creer que la ley es el cambio es ignorarlo todo. El gobierno y su coalición rehicieron la ley. Sólo la ley.

viernes, 6 de septiembre de 2013

El rasero de la eficacia

Regresaron con la presunción de que ellos sí sabían gobernar. Que todo lo que había pasado en los últimos doce años era producto de la incompetencia de unos ingenuos. No eran capaces de producir orden, no sabían cómo trabajar con el Congreso, ni siquiera se entendían entre sí. Eran los responsables de la explosión de la violencia, del retraso en las reformas, de la “pérdida de autoridad”. Los panistas sabrían ganar elecciones pero no sabían gobernar. Ya no eran los “místicos del voto de antes”: ahora eran inútiles con votos. Los priistas cultivaron así la leyenda de su época: antes de la llegada del PAN, la política era un reloj que funcionaba con exactitud, una pirámide bien asentada donde regía el principio de autoridad.

El candidato del PRI hizo de la eficacia el centro de su oferta política. Sería el presidente que le devolvería empuje al país. Su proyecto no se distinguía con claridad del proyecto panista. La diferencia era el acento en la capacidad. El gobernador del Estado de México ofrecía oficio al servicio de la continuidad. Al enfatizar esa capacidad para lograr lo deseado, Peña Nieto apuntaba la ineptitud de los panistas y afirmaba, a la vez, el valor con el que habría de medirse su gestión. Pena querido a peña no hay valor con el que habra lograr lo deseado, Peña Nieto señalaba la ineficacia Nieto ha querido que se le evalúe con el medidor de la eficacia: capacidad para conseguir lo propuesto. Desde luego, el rasero de la eficacia no es el único que debe emplearse para medir la acción política. ¿Eficacia de qué? ¿Eficacia para qué? ¿Eficacia a qué costo? Ser eficaz es conseguir lo que uno quiere, no es necesariamente lograr lo conveniente. Que el gobierno se salga con la suya no es necesariamente una buena cosa. Pero, si bien debemos decir que ese valor no es el único relevante, podríamos aceptarlo para evaluar la acción de un gobierno que se presume eficaz.

El Pacto por México embonó a la perfección con el propósito de construir una “democracia de resultados”. Una coalición extravagante que incorporó a la izquierda y a la derecha en un programa reformista ambicioso y relativamente concreto. El pacto fue una bolsa de oxígeno para tres enfermos: el gobierno necesitaba votos en el Congreso; al PAN le urgía deslindarse de su pasado reciente; al PRD le convenía marcar la diferencia con sus radicales. Funcionó. No solamente facilitó las primeras reformas de la administración, también ayudó a redefinir el perfil de los partidos y trazar con nitidez sus diferencias interiores. Se trató de un pacto de la clase política para reivindicar lo legítimamente común: una política de Estado frente a los poderosos intereses parciales.

No fue poco lo que se logró con ese acuerdo en los primeros meses de gobierno. Parecía, en efecto, que se había encontrado una fórmula para la eficacia: negociaciones entre el gobierno y los dirigentes partidistas que eran ratificadas velozmente por el Congreso. Algo había de cierto en el eslogan: la política movía a México. La mesa del Pacto sustituyó en la práctica al Legislativo como foro de la discusión y el acuerdo. Esa fue la primera avería de la eficacia. Los legisladores empezaron a resentir el maltrato de las cúpulas y a oponer su resistencia al libreto del gobierno y sus aliados. El Pacto hizo crisis primero por la fragilidad de los liderazgos partidistas, por la precaria cohesión interna de las oposiciones, por las vivas animosidades que hormiguean dentro de los partidos.

Pero la eficacia se desmorona a golpes de imprevisión, docilidad y descoordinación del gobierno federal. En pocas semanas se ha diluido la imagen de capacidad política. El gobierno no tiene más discurso que elogiar su despegue y el hallazgo de aquel pacto. La presidencia renuncia al liderazgo, incluso a los instrumentos constitucionales de su poder, como lo es la iniciativa preferente. El gobierno parece haber abdicado a su voluntad: quiere lo que quiere la mesa del Pacto y no se atreve a pensar por fuera de ese espacio. Tal vez no debería sorprender, pero es notable la falta de argumentos del gobierno para defender sus políticas—más aún su indisposición para razonar en público sus propios proyectos. El gobierno cree que una campaña publicitaria y la tonta evocación del general Cárdenas puede vender su reforma energética. Los críticos de la incompetencia reciente han dejado todos los espacios a sus adversarios. Al tiempo que el discurso oficial enfatiza la ambición reformista, el equipo presidencial es profundamente conservador… e incompetente. El aterrizaje de la reforma educativa es una lección de ineptitud y de arrogancia. Nadie que haya vivido en México en los últimos años podría sorprenderse de la reacción magisterial. Nadie… menos el gobierno de Enrique Peña Nieto.

Atado a su única estrategia, renuente a cualquier conflicto, desprovisto de un equipo coherente y enérgico, congénitamente indispuesto a la polémica, el gobierno federal se atasca de nuevo en la esterilidad. El espejismo de la eficacia priista no aguantó un año.

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